Recuerdo de Auteuil
Traducción del francés por Mariana González Délano
Texto original de Guillaume Apollinaire
Edición por Alfonso Conde
Ilustración: «Auteuil-Un Passage Vouté» de Jean-Baptiste-Camille Corot
Los hombres no se separan de nada sin arrepentimiento; incluso de los lugares, las cosas y las personas que más miserables los hicieron, no se alejan sin dolor.
Así fue como en 1912, no me despedí de ti sin pesar, lejano Auteuil, encantador barrio de mis grandes tristezas. No habría de regresar allí hasta el año 1916, cuando me operaron en la Villa Molière.
***
Cuando me instalé en Auteuil en 1909, la calle Raynouard aún se parecía a lo que era en tiempos de Balzac. Está bastante fea ahora. Queda la calle Berton, iluminada por lámparas de petróleo, pero pronto, sin duda, cambiarán esto.
Es una antigua calle ubicada ente los barrios de Passy y Auteuil. Sin la guerra, habría desaparecido o, al menos, se habría vuelto irreconocible.
La municipalidad había decidido modificar su aspecto general, ensancharla y volverla transitable para carruajes.
Así se habría suprimido uno de los rincones más pintorescos de París.
Originalmente era un camino que, desde las orillas del Sena, subía a la cima de las colinas de Passy a través de los viñedos.
La fisionomía de la calle no ha cambiado mucho desde la época en que Balzac la recorría cuando, para escapar de algún impertinente, tomaba el cabriolé de Saint-Cloud que lo llevaba a París.
El transeúnte que, desde el muelle de Passy, observa la calle Berton, no ve más que un camino descuidado, lleno de piedras y surcos, rodeado por muros ruinosos, con una verja a la izquierda de un parque admirable y a la derecha de un terreno que ha sido destinado por sus propietarios a fines diversos y muy peculiares. Una parte está arreglada como un jardín; en otro lugar hay un huerto; todavía hay materiales, y de una gran puerta que da al muelle parte un ancho camino de arena que conduce a un gran teatro de madera. Un monumento bastante inesperado en este lugar, al que llaman la sala Jeanne-d’Arc. Fragmentos de carteles ya antiguos mostraban, en 1914, que una vez, hacía quizás unos cinco o seis años, se había representado ahí la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Los actores quizá fueron gente de la alta sociedad, y es posible que te hayas encontrado en un salón con el Cristo de Auteuil; tal vez un barón de la bolsa converso interpretó a la perfección el ingrato papel de ese santo cainita. Judas, que empezó en las finanzas, continuó en el apostolado y terminó como delator.
Pero si el transeúnte entra en la calle Berton, verá primero que las calles que la bordean están llenas de inscripciones, de grafitis, como dirían los anticuarios. Así, sabrás que Lili de Auteuil ama a Totor del Point du Jour, y que, para dejar constancia de ello, ha marcado un corazón atravesado por una flecha y la fecha de 1884. ¡Ay, pobre Lili! Tantos años transcurridos desde ese testimonio de amor deben haber sanado la herida que estigmatizaba ese corazón. Los anónimos han manifestado todo el ímpetu de sus almas con este grito profundamente grabado: ¡Vivan las prostitutas!
Y he aquí una exclamación más trágica: Maldito sea el 4 de junio de 1903 y aquel que lo trajo al mundo. Los grafitis lúgubres o alegres continúan de este modo hasta llegar a una construcción antigua que ofrece, a la izquierda, un magnífico portón cochero flanqueado por dos pabellones de techo inclinado; luego se llega a una rotonda donde se abre la reja de entrada del maravilloso parque que alberga una famosa casa de salud, y es ahí donde también se encuentra la única cosa que conecta —aunque muy poco, ya que el servicio postal es muy malo— la calle Berton con la vida parisina: un buzón de correos.
Un poco más arriba, hay restos de escombros sobre los cuales se yergue un gran perro de yeso. Este molde está intacto y siempre lo he visto en el mismo lugar, donde probablemente permanecerá hasta que los obreros vengan a modificar la calle Berton. Luego, la calle gira en ángulo recto y, antes de la curva, hay otra reja desde la que se puede ver una villa moderna encajada en una grieta del cerro. Parece miserablemente nueva en esta vieja calle, que, al girar, se revela en toda su belleza antigua e inesperada. Se vuelve estrecha, un arroyo corre por el medio y, por encima de los muros que la rodean, sobresalen las frondosas copas que desbordan del gran jardín de la antigua casa de salud del doctor Blanche, una exuberante vegetación que arroja una sombra fresca sobre el viejo camino.
De tramo en tramo, se alzan postes contra los muros, y sobre uno de ellos hay una placa de mármol que indica que ahí se encontraba antiguamente el límite de los dominios de Passy y Auteuil.
Luego se llega a la parte trasera de la casa de Balzac. La entrada principal que conduce a esa casa se encuentra en un edificio de la calle Raynouard. Hay que bajar dos pisos y, gracias a la amabilidad del difunto señor de Royaumont, curador del museo de Balzac, se podía, si no bajar por la misma escalera que Balzac utilizaba para ir a la calle Berton, que ahora está clausurada, al menos tomar otra escalera que conduce al patio que el novelista debía atravesar, y pasar bajo la puerta que le permitía salir a la calle Berton.
Se llega, después de eso, a un lugar donde la calle se ensancha y está habitada. Allí se encuentra una casa apoyada contra la calle Raynouard y que la domina. Una enredadera sube por la fachada de la casa y, en macetas, crecen fucsias. En este punto, una escalera muy estrecha y empinada lleva a la calle Raynouard, frente a la nueva vía que es la antigua avenida Mercédès, hoy llamada avenida del Coronel-Bonnet, una de las arterias más modernas de París.
Pero es mejor seguir la calle Berton, que se va extinguiendo entre dos muros horribles, detrás de los cuales no aparece ninguna vegetación, hasta llegar a un cruce donde la vieja calle se encuentra con la calle Guillou y la calle Raynouard, al frente de una fábrica de hielo que tiembla noche y día con el sonido de agua en movimiento.
Aquellos que pasan por la calle Berton en el momento en que es más hermosa, un poco antes del amanecer, oyen a un mirlo armonioso ofrecer un maravilloso concierto que acompañan con su música miles de pájaros, y, antes de la guerra, aún palpitaban a esa hora las pálidas llamas de algunas lámparas de petróleo que iluminaban los faroles aquí y que no se han reemplazado.
La última vez que pasé por la calle Berton antes de la guerra, ya había transcurrido mucho tiempo, y fue en compañía de René Dalize, Lucien Rolmer y André Dupont, los tres muertos en el campo de honor.
***
Pero hay muchas otras cosas encantadoras y curiosas en Auteuil…
***
Aún existe, entre la calle Raynouard y la calle La Fontaine, una pequeña plaza tan sencilla y pulcra que no se podría ver nada más bonito.
Se puede apreciar una reja, ¡detrás de la cual se encuentra el último Hôtel des Haricots!… Ese nombre evoca el Imperio y la guardia nacional. Ahí enviaban a los guardias nacionales castigados. Estaban bien alojados. Llevaban una vida alegre, e ir al Hôtel des Haricots se consideraba más una diversión que un castigo.
Cuando la guardia nacional fue disuelta, el Hôtel des Haricots quedó sin propósito, y la ciudad lo convirtió en su depósito de alumbrado. Tal como está, constituye un museo bastante curioso, perfecto para aclarar —esa es la palabra— la forma en que, por la noche, se iluminan las calles de París.
Ya quedan muy pocos faroles antiguos. Se han vendido a los municipios suburbanos, pero, en cambio, ¡qué bosque, sin sombra, postes de hierro fundido, liras, faroles de gas y de electricidad!
Apenas se ve algo de bronce; solo hay faroles de esta costosa aleación en la Ópera. Antiguamente, se recubría el hierro fundido con cobre, y ese recubrimiento costaba cerca de doscientos francos por farol.
Hoy en día, la ciudad es más ahorrativa: solo se pintan los faroles con un color bronceado, y la operación cuesta aproximadamente tres francos.
Los faroles más altos y grandes son los del modelo llamado “de los bulevares”. Aún se pueden ver las ménsulas que se utilizan en las esquinas y en calles con veredas estrechas.
Pero es una lástima que la ciudad no haya conservado en su depósito, en lugar de venderlos, al menos un ejemplar de cada modelo de sistema de iluminación.
Hay algunos en el Carnavalet, pero muy pocos, y algunas fotografías de ciertos modelos todavía se pueden encontrar en la Biblioteca Lepelletier de Saint-Fargeau.
En verano, no se recomienda visitar el museo de iluminación. No hay más sombra en ese bosque metálico que en una selva australiana.
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Pero hay sombra en la pequeña plaza.
Es ahí, en una banca, frente a la reja, donde Alexandre Treutens, al regresar de sus peregrinaciones, venía a componer versos.
Este poeta popular era más pobre que los más pobres. Componía poemas vagamente humanitarios que recitaba a los obreros o a los marineros, en los bares. ¿Qué oscuras razones llevaron a este humilde hombre melancólico a abandonar su oficio de zapatero por la poesía? Vagaba por los alrededores de París, y cuando se detenía en algún lugar, tenía tal respeto por la autoridad que subordinaba su inspiración al beneplácito del alcalde local. He visto, con mis propios ojos, un documento auténtico emitido por la alcaldía de Enghien, que le otorga a Alexandre Treutens el permiso para ejercer, durante un día, en la comuna de Enghien, la profesión de poeta ambulante.
***
En la calle La Fontaine, del lado izquierdo, hay un largo muro gris oscuro. Una puerta, que no se atraviesa sin dificultad, da acceso a un patio donde algunas gallinas pasean solemnemente. A la izquierda, al entrar, hay apiladas cosas extrañas que son, creo, los aros de las antiguas crinolinas.
Este patio está lleno de estatuas. Hay de todas las formas y tamaños, en mármol o en bronce.
Parece que hay una obra de Rosso; los grandes ciervos de bronce del Salón de 1911 están allí y se ubican junto a La Fiancée du Lion, una obra extraña inspirada en un fragmento de Chamisso:
Ataviada con mirto y rosas, la hija del guardián, antes de seguir a lo lejos y contra su corazón al esposo que la reclama, viene a despedirse de su regio amigo de la infancia y a darle el último beso. Loco de dolor, el león la aniquila en la tierra, y luego se tiende sobre el cadáver esperando la bala que le atravesará el corazón.
El edificio de la derecha es una especie de museo desconocido, donde se puede ver un gran cuadro de Philippe de Champaigne, un Le Nain: Saint Jacques, una hermosa pintura que estaría bien en el Louvre, y un gran número de cuadros modernos.
Algunas salas están llenas de cristos que han retirado del Palacio de Justicia.
El de Élie Delaunay merecería ser expuesto en el Petit-Palais. La abundancia de estos cristos tiene algo conmovedor. Parece un congreso de crucificados. Es que comparten en común su exilio administrativo.
Me parece que, en lugar de abandonarlos así, sería mejor donarlos a iglesias pobres.
Este museo forma parte de una gran ciudad misteriosa compuesta por el antiguo Hôtel des Haricots, detrás del cual se encuentra el bosque de faroles. También está la Sala de impresiones de la ciudad de París y, más lejos, en una llanura inmensa, se alzan pirámides de adoquines. Constantemente se deshacen y se rehacen, y a veces una de estas pirámides se derrumba, con el sonido de los guijarros cuando la ola se retira.
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Separada de esta ciudad edilicia por la calle de Boulainvilliers, una fábrica de gas ocupa, con sus gasómetros, sus diversas construcciones, sus montañas de carbón, sus escombreras y sus pequeños huertos, un terreno que se extiende hasta la calle Ranelagh, en el punto donde es una de las más desiertas del universo. Ahí vive el señor Pierre Mac Orlan, ese autor jovial cuya imaginación está llena de vaqueros y soldados de la Legión Extranjera. La casa en la que vive no tiene nada notable en el exterior. Pero, al entrar, es un laberinto de pasillos, escaleras, patios y balcones donde uno apenas logra orientarse. La puerta del señor Pierre Mac Orlan da al fondo del pasillo más oscuro del edificio. El departamento está amueblado con una rica simplicidad. Muchos libros, pero bien escogidos. Un policía de lana acolchada varía sus gestos y cambia de lugar según el ánimo del dueño de la casa. Encima de la chimenea de la sala principal hay una pequeña caricatura mía hecha por Picasso. Las grandes ventanas se abren hacia un muro situado a unos tres metros, y si uno se inclina un poco, se pueden ver, a la izquierda, los gasómetros cuya altura nunca es la misma, y, a la derecha, la vía del tren. Por la noche, seis chimeneas gigantescas de la fábrica de gas arden maravillosamente: color de luna, color de sangre, llamas verdes o llamas azules. ¡Oh, Pierre Mac Orlan, Baudelaire habría amado el singular paisaje mineral que has descubierto en Auteuil, barrio de los jardines!
***
Si el señor Riciotto Canudo no se hubiera mudado de Auteuil para fundar Montjoie en el centro de París, habría surgido una leyenda en Auteuil sobre la habitación que ocupaba en un hotel en la esquina de la calle Raynouard y la calle Boulainvilliers. Yo nunca vi esa habitación, pero muchos habitantes de Auteuil tuvieron la oportunidad de echarle un vistazo, y antaño no se hablaba de otra cosa en los cafés del barrio, en los autobuses y en el metro. Lo que asombraba a los habitantes de Auteuil era que el señor Canudo, que vivía en el mismo hotel, no se alojaba allí como en una pensión. Al parecer, estaba instalado con sus propios muebles, es decir, una pequeña cama, una mesa, una silla y una estantería con libros. Se decía que la cama era muy estrecha, y escuché a un habitante de Auteuil decir, refiriéndose a una mujer delgada: “Se parece a la cama del señor Canudo”.
También se decía que las cortinas de esa habitación siempre estaban corridas y que, noche y día, ardía en ella un gran número de velas. Tanto era así, que se pensaba que el señor Canudo era el sumo sacerdote de una nueva religión, cuyos ritos celebraba en su habitación. Algunas hojas de hiedra esparcidas aquí y allá daban lugar a extrañas suposiciones, y a la que más crédito se le daba era que el señor Canudo usaba la hiedra en operaciones mágicas cuyo propósito aún no se había adivinado.
Y así es como en Auteuil la buena gente viajaba agradable y curiosamente por la habitación del señor Canudo.
***
Pero bajemos hacia el Sena. Es un río encantador. Nunca se cansa uno de contemplarlo. Lo he cantado muchas veces en sus aspectos diurnos y nocturnos. Después del puente Mirabeau, el paseo no atrae más que a los poetas, a la gente del barrio y a los obreros endomingados.
Pocos parisinos conocen el nuevo muelle de Auteuil. En 1909 todavía no existía. Las orillas, con sus antros de mala muerte que Jean Lorrain amaba, han desaparecido. “Gran Neptuno”, “Pequeño Neptuno”, tabernas a orillas del agua, ¿qué ha sido de ustedes? El muelle se ha elevado hasta la altura del primer piso. Las plantas bajas están enterradas y ahora se entra por las ventanas.
Pero el rincón más melancólico de Auteuil se encuentra entre el Port-Louis y la avenida Versailles. Théophile Gautier vivió en la rotonda de Boulainvilliers, pero seguramente en ese entonces no había tanta chatarra como hoy, y el Port-Louis no existía, con su flotilla de barcazas pintadas de colores vivos. En el puente están dispuestas macetas de geranios, de fucsias; en cajas crecen árboles verdes alrededor de un pequeño ataúd infantil. Y cuando brilla el sol, el pequeño ataúd de las barcazas no es en absoluto lúgubre.
Les hommes ne se séparent de rien sans regret, et même les lieux, les choses et les gens qui les rendirent le plus malheureux, ils ne les abandonnent point sans douleur.
C’est ainsi qu’en 1912, je ne vous quittai pas sans amertume, lointain Auteuil, quartier charmant de mes grandes tristesses. Je n’y devais revenir qu’en l’an 1916 pour être trépané à la Villa Molière.
* * *
Lorsque je m’installai à Auteuil en 1909, la rue Raynouard ressemblait encore à ce qu’elle était du temps de Balzac. Elle est bien laide maintenant. Il reste la rue Berton, qu’éclairent des lampes à pétrole, mais bientôt, sans doute, on changera cela.
C’est une vieille rue située entre les quartiers de Passy et d’Auteuil. Sans la guerre elle aurait disparu ou du moins serait devenue méconnaissable.
La municipalité avait décidé d’en modifier l’aspect général, de l’élargir et de la rendre carrossable.
On eût supprimé ainsi un des coins les plus pittoresques de Paris.
C’était primitivement un chemin qui, des berges de la Seine, montait au sommet des coteaux de Passy à travers les vignobles.
La physionomie de la rue n’a guère changé depuis le temps où Balzac la suivait lorsque, pour échapper à quelque importun, il allait prendre la patache de Saint-Cloud qui l’amenait à Paris.
Le passant qui, du quai de Passy remarque la rue Berton, n’aperçoit qu’une voie mal tenue, pleine de cailloux et d’ornières et que bordent des murs ruineux, clôture à gauche d’un parc admirable et à droite d’un terrain qui a été destiné par ceux qui le possèdent à des fins diverses et bien singulières. Une partie est aménagée en jardin; ailleurs se trouve un potager; il y a encore des matériaux et d’une grande porte donnant sur le quai part un large chemin sablé qui mène à un grand théâtre en bois. Monument bien imprévu à cet endroit et que l’on appelle la salle Jeanne-d’Arc. Des lambeaux d’affiches déjà anciennes montraient, en 1914, qu’une fois, il y avait peut-être quelque cinq ou six ans, la Passion de N. S. Jésus-Christ y avait été représentée. Les acteurs, c’étaient peut-être des gens du monde et vous avez peut-être rencontré dans un salon le Christ d’Auteuil; un baron de la Bourse converti y joua peut-être à la perfection le rôle ingrat de ce saint caïnite. Judas, qui commença par la finance, continua par l’apostolat et finit en sycophante.
Mais que le passant entre dans la rue Berton, il verra d’abord que les rues qui la bordent sont surchargées d’inscriptions, de graffiti, pour parler comme les antiquaires. Vous apprendrez ainsi que Lili d’Auteuil aime Totor du Point du Jour et que pour le marquer, elle a tracé un cœur percé d’une flèche et la date de 1884. Hélas! Pauvre Lili, tant d’années écoulées depuis ce témoignage d’amour doivent avoir guéri la blessure qui stigmatisait ce cœur. Des anonymes ont manifesté tout l’élan de leurs âmes par ce cri profondément gravé: Vive les Ménesses!
Et voici une exclamation plus tragique: Maudit soit le 4 Juin 1903 et celui qui l’a donné. Les graffites patibulaires ou joyeux continuent ainsi jusqu’à une construction ancienne qui offre, à gauche, une porte cochère superbe flanquée de deux pavillons à toiture en pente; puis on arrive à un rond-point où s’ouvre la grille d’entrée du parc merveilleux qui contient une maison de santé célèbre, et c’est là que l’on trouve aussi l’unique chose qui relie—mais si peu, puisque la poste est très mal faite—la rue Berton à la vie parisienne: une boîte à lettres.
Un peu plus haut, on trouve des décombres au-dessus desquels se dresse un grand chien de plâtre. Ce moulage est intact et je l’ai toujours vu à la même place, où il demeurera vraisemblablement jusqu’au moment où les terrassiers viendront modifier la rue Berton. Elle tourne ensuite à angle droit et, avant le tournant, c’est encore une grille d’où l’on voit une villa moderne encaissée dans une faille du coteau. Elle paraît misérablement neuve dans cette vieille rue, qui dès le tournant, apparaît dans toute sa beauté ancienne et imprévue. Elle devient étroite, un ruisseau court au milieu, et par-dessus les murs qui l’enserrent, ce sont des frondaisons touffues qui débordent du grand jardin de la vieille maison de santé du docteur Blanche, toute une végétation luxuriante qui jette une ombre fraîche sur le vieux chemin.
Des bornes, de place en place, se dressent contre les murs et au-dessus de l’une d’elles on a apposé une plaque de marbre marquant que là se trouvait autrefois la limite des seigneuries de Passy et d’Auteuil.
On arrive ensuite derrière la maison de Balzac. L’entrée principale qui mène à cette maison se trouve dans un immeuble de la rue Raynouard. Il faut descendre deux étages et, grâce à l’obligeance de feu M. de Royaumont, conservateur du musée de Balzac, on pouvait sinon descendre l’escalier même que prenait Balzac pour aller rue Berton et qui est maintenant condamné, du moins prendre un autre escalier qui mène dans la cour que devait traverser le romancier et passer sous la porte qui le faisait déboucher dans la rue Berton.
On arrive, après cela, en un lieu où la rue s’élargit et où elle est habitée. On y trouve une maison adossée contre la rue Raynouard et qui la surplombe. Une vigne grimpe le long de la maison et, dans des caisses, poussent des fuchsias. À cet endroit un escalier très étroit et très raide mène rue Raynouard en face de la neuve voie qui est l’ancienne avenue Mercédès, nommée aujourd’hui avenue du Colonel-Bonnet, et qui est l’une des artères les plus modernes de Paris.
Mais il vaut mieux suivre la rue Berton qui s’en va mourant entre deux murs affreux derrière lesquels ne se montre aucune végétation, jusqu’à un carrefour où la vieille rue rejoint la rue Guillou et la rue Raynouard, en face d’une fabrique de glace qui grelotte nuit et jour d’un bruit d’eau agitée.
Ceux qui passent rue Berton au moment où elle est la plus belle, un peu avant l’aube, entendent un merle harmonieux y donner un merveilleux concert qu’accompagnent de leur musique des milliers d’oiseaux, et, avant la guerre, palpitaient encore à cette heure les pâles flammes de quelques lampes à pétrole qui éclairaient ici les réverbères et qu’on n’a pas remplacées.
La dernière fois qu’avant la guerre j’ai passé rue Berton, c’était il y a bien longtemps déjà et en la compagnie de René Dalize, de Lucien Rolmer et d’André Dupont, tous trois morts au champ d’honneur.
* * *
Mais il y a bien d’autres choses charmantes et curieuses à Auteuil…
* * *
Il y a encore, entre la rue Raynouard et la rue La Fontaine, une petite place si simple et si proprette que l’on ne saurait rien voir de plus joli.
On y voit une grille derrière laquelle se trouve le dernier Hôtel des Haricots!… Ce nom évoque l’Empire et la garde nationale. C’est là que l’on envoyait les gardes nationaux punis. Ils étaient bien logés. Ils y menaient joyeuse vie, et aller à l’Hôtel des Haricots était considéré comme une partie de plaisir plutôt que comme une punition.
Lorsque la garde nationale fut supprimée, l’Hôtel des Haricots se trouva sans destination, et la Ville y fit son dépôt de l’éclairage. Tel quel, il constitue un musée assez curieux, propre à éclairer—c’est le mot—sur la façon dont s’illuminent, la nuit, les rues parisiennes.
Il n’y a plus que très peu de lanternes anciennes. On les a vendues aux communes suburbaines, mais en revanche, quelle forêt, sans ombre, de fûts en fonte, de lyres, de réverbères à gaz et à l’électricité!
On n’y voit guère de bronze; il n’y a de réverbères en cet alliage coûteux qu’à l’Opéra. Autrefois, on cuivrait la fonte, et ce cuivrage revenait à près de 200 francs par réverbère.
Aujourd’hui, la Ville est plus économe, on peint seulement les réverbères avec une couleur bronzée, et l’opération revient à 3 francs environ.
Les plus hauts et les plus grands réverbères, ce sont ceux du modèle dit des boulevards. Voici encore les consoles qui servent aux angles et dans les rues à trottoirs étroits.
Mais on peut regretter que la Ville n’ait pas conservé, dans son dépôt, au lieu de les vendre, un spécimen au moins de chaque appareil d’éclairage.
Il y en a bien quelques-uns à Carnavalet, mais si peu, et quelques photographies de certains modèles se trouvent encore à la Bibliothèque Lepelletier de Saint-Fargeau.
En été, une visite au musée de l’éclairage n’est pas recommandable. Il n’y a pas plus d’ombrage, dans ce bocage métallique, que dans une forêt australienne.
* * *
Mais, il y a de l’ombre sur la petite place.
C’est là, sur un banc, situé devant la grille, qu’Alexandre Treutens, au retour de ses pérégrinations, venait faire des vers.
Ce poète populaire était plus pauvre que les plus pauvres. Il composait des poèmes vaguement humanitaires qu’il récitait aux terrassiers ou aux mariniers, dans les bistrots. Quelles obscures raisons avaient amené ce petit homme triste à délaisser son métier de cordonnier pour la poésie? Il errait aux environs de Paris, et, quand il s’arrêtait dans une localité, il avait un tel souci de respecter l’autorité, qu’il subordonnait son inspiration au bon plaisir du maire de l’endroit. J’ai vu, de mes yeux vu, une pièce authentique délivrée par la mairie d’Enghien et donnant au nommé Alexandre Treutens la permission d’exercer pendant un jour, dans la commune d’Enghien, la profession de poète ambulant.
* * *
Dans la rue La Fontaine, du côté gauche, il y a un long mur gris sombre. Une porte qu’on ne franchit pas sans difficultés donne accès dans une cour où quelques poules se promènent gravement. À gauche en entrant, on a entassé de singulières choses qui sont, je crois, les cerceaux des anciennes crinolines.
Cette cour est encombrée de statues. Il y en a de toutes formes et de toutes grandeurs, en marbre ou en bronze.
Il paraît qu’il y a une œuvre de Rosso; les grands cerfs de bronze du salon de 1911 ont été apportés là et se tiennent auprès de la Fiancée du Lion, œuvre bizarre inspirée par un passage de Chamisso:
Parée de myrtes et de roses, la fille du gardien, avant de suivre au loin et contre son cœur l’époux qui la réclame, vient faire ses adieux à son royal ami d’enfance et lui donner le dernier baiser. Fou de douleur, le lion l’anéantit dans la poussière, puis se couche sur le cadavre attendant la balle qui va le frapper au cœur.
Le bâtiment de droite est une sorte de musée inconnu où l’on voit un grand tableau de Philippe de Champaigne, un Le Nain: Saint Jacques, beau tableau qui serait bien au Louvre, et un grand nombre de tableaux modernes.
Quelques salles sont pleines des christs que l’on a enlevés au Palais de Justice.
Celui d’Élie Delaunay mériterait qu’on l’exposât au Petit-Palais. La profusion de ces christs a quelque chose de touchant. On dirait d’un congrès de crucifiés. C’est qu’ils subissent en commun leur exil administratif.
Il me semble qu’au lieu de les abandonner ainsi on ferait mieux de les donner à des églises pauvres.
Ce musée fait partie d’une grande cité mystérieuse composée de l’ancien Hôtel des Haricots, derrière lequel se trouve la forêt de réverbères. Il y a aussi la Salle des tirages de la Ville de Paris, et, plus loin, dans une plaine immense, s’élèvent des pyramides de pavés. On les défait sans cesse et on les refait et parfois une de ces pyramides s’écroule, avec le bruit des galets quand la vague se retire.
* * *
Séparée de cette cité édilitaire par la rue de Boulainvilliers, une usine à gaz occupe, avec ses gazomètres, ses différentes constructions, ses montagnes de charbon, ses crassiers, ses petits jardins potagers, un terrain qui s’étend jusqu’à la rue du Ranelagh, à l’endroit où elle est une des plus désertes de l’univers. C’est là qu’habite M. Pierre Mac Orlan, cet auteur gai dont l’imagination est pleine de cow-boys et de soldats de la Légion étrangère. La maison où il demeure n’a rien de remarquable à l’extérieur. Mais quand on entre, c’est un dédale de couloirs, d’escaliers, de cours, de balcons où l’on se retrouve à grand’peine. La porte de M. Pierre Mac Orlan donne au fond du couloir le plus sombre de l’immeuble. L’appartement est meublé avec une riche simplicité. Beaucoup de livres, mais bien choisis. Un policeman en laine rembourrée varie ses attitudes et change de place selon l’humeur du maître de la maison. Au-dessus de la cheminée de la pièce principale se trouve une toute petite caricature de moi-même par Picasso. De grandes fenêtres s’ouvrent sur un mur situé à trois mètres environ, et, si l’on se penche un peu, on voit, à gauche, les gazomètres dont l’altitude n’est jamais la même, et, à droite, la voie du chemin de fer. La nuit, six cheminées gigantesques de l’usine à gaz flambent merveilleusement: couleur de lune, couleur de sang, flammes vertes ou flammes bleues. Ô Pierre Mac Orlan, Baudelaire eût aimé le singulier paysage minéral que vous avez découvert à Auteuil, quartier des jardins!
* * *
Si M. Riciotto Canudo n’avait déménagé d’Auteuil, pour aller fonder Montjoie dans le centre de Paris, une légende se serait formée à Auteuil à propos de la chambre qu’il habitait dans un hôtel situé à l’angle de la rue Raynouard et de la rue Boulainvilliers. Je n’ai jamais vu cette chambre, mais beaucoup d’habitants d’Auteuil ont eu l’occasion d’y regarder et il n’était jadis question que de cela dans les cafés du quartier, en autobus et dans le métro. Ce qui étonnait les habitants d’Auteuil, c’est que M. Canudo, qui habitait le même hôtel, n’y logeait point en garni. Il paraît qu’en effet il était dans ses meubles, c’est-à-dire un petit lit, une table, une chaise et une étagère supportant des livres. Le lit, disait-on, était fort étroit et j’ai entendu un habitant d’Auteuil dire en parlant d’une femme maigre: «Elle ressemble au lit de M. Canudo.»
On disait aussi que les rideaux de cette chambre étaient toujours tirés et que nuit et jour il y brûlait un grand nombre de bougies. Si bien que l’on prenait M. Canudo pour le grand prêtre d’une religion nouvelle dont il accomplissait les rites dans sa chambre. Quelques feuilles de lierre répandues çà et là donnaient lieu à des suppositions singulières, et celle qui rencontrait le plus de crédit était que M. Canudo se servait du lierre dans des opérations magiques dont on n’avait pas encore deviné le but.
Et c’est ainsi qu’à Auteuil les bonnes gens voyageaient agréablement et curieusement autour de la chambre de M. Canudo.
* * *
Mais descendons vers la Seine. C’est un fleuve adorable. On ne se lasse point de le regarder. Je l’ai chantée bien souvent en ses aspects diurnes et nocturnes. Après le pont Mirabeau la promenade n’attire que les poètes, les gens du quartier et les ouvriers endimanchés.
Peu de Parisiens connaissent le nouveau quai d’Auteuil. En 1909 il n’existait pas encore. Les berges aux bouges crapuleux qu’aimait Jean Lorrain ont disparu. «Grand Neptune», «Petit Neptune», guinguettes du bord de l’eau, qu’êtes-vous devenus? Le quai s’est élevé à la hauteur du premier étage. Les rez-de-chaussée sont enterrés et l’on entre maintenant par les fenêtres.
Mais le coin le plus mélancolique d’Auteuil se trouve entre le Port-Louis et l’avenue de Versailles. Théophile Gautier habita au rond-point de Boulainvilliers, mais sans doute n’y avait-il pas alors à cet endroit tant de ferraille qu’aujourd’hui et le Port-Louis n’existait point avec sa flottille de bélandres bariolées de couleurs vives. Sur le pont sont rangés des pots de géraniums, de fuchsias; dans des caisses poussent des arbres verts autour d’un petit cercueil d’enfant. Et quand le soleil brille, le petit cercueil des bélandres n’est pas du tout lugubre.
Les hommes ne se séparent de rien sans regret, et même les lieux, les choses et les gens qui les rendirent le plus malheureux, ils ne les abandonnent point sans douleur.
C’est ainsi qu’en 1912, je ne vous quittai pas sans amertume, lointain Auteuil, quartier charmant de mes grandes tristesses. Je n’y devais revenir qu’en l’an 1916 pour être trépané à la Villa Molière.
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Lorsque je m’installai à Auteuil en 1909, la rue Raynouard ressemblait encore à ce qu’elle était du temps de Balzac. Elle est bien laide maintenant. Il reste la rue Berton, qu’éclairent des lampes à pétrole, mais bientôt, sans doute, on changera cela.
C’est une vieille rue située entre les quartiers de Passy et d’Auteuil. Sans la guerre elle aurait disparu ou du moins serait devenue méconnaissable.
La municipalité avait décidé d’en modifier l’aspect général, de l’élargir et de la rendre carrossable.
On eût supprimé ainsi un des coins les plus pittoresques de Paris.
C’était primitivement un chemin qui, des berges de la Seine, montait au sommet des coteaux de Passy à travers les vignobles.
La physionomie de la rue n’a guère changé depuis le temps où Balzac la suivait lorsque, pour échapper à quelque importun, il allait prendre la patache de Saint-Cloud qui l’amenait à Paris.
Le passant qui, du quai de Passy remarque la rue Berton, n’aperçoit qu’une voie mal tenue, pleine de cailloux et d’ornières et que bordent des murs ruineux, clôture à gauche d’un parc admirable et à droite d’un terrain qui a été destiné par ceux qui le possèdent à des fins diverses et bien singulières. Une partie est aménagée en jardin; ailleurs se trouve un potager; il y a encore des matériaux et d’une grande porte donnant sur le quai part un large chemin sablé qui mène à un grand théâtre en bois. Monument bien imprévu à cet endroit et que l’on appelle la salle Jeanne-d’Arc. Des lambeaux d’affiches déjà anciennes montraient, en 1914, qu’une fois, il y avait peut-être quelque cinq ou six ans, la Passion de N. S. Jésus-Christ y avait été représentée. Les acteurs, c’étaient peut-être des gens du monde et vous avez peut-être rencontré dans un salon le Christ d’Auteuil; un baron de la Bourse converti y joua peut-être à la perfection le rôle ingrat de ce saint caïnite. Judas, qui commença par la finance, continua par l’apostolat et finit en sycophante.
Mais que le passant entre dans la rue Berton, il verra d’abord que les rues qui la bordent sont surchargées d’inscriptions, de graffiti, pour parler comme les antiquaires. Vous apprendrez ainsi que Lili d’Auteuil aime Totor du Point du Jour et que pour le marquer, elle a tracé un cœur percé d’une flèche et la date de 1884. Hélas! Pauvre Lili, tant d’années écoulées depuis ce témoignage d’amour doivent avoir guéri la blessure qui stigmatisait ce cœur. Des anonymes ont manifesté tout l’élan de leurs âmes par ce cri profondément gravé: Vive les Ménesses!
Et voici une exclamation plus tragique: Maudit soit le 4 Juin 1903 et celui qui l’a donné. Les graffites patibulaires ou joyeux continuent ainsi jusqu’à une construction ancienne qui offre, à gauche, une porte cochère superbe flanquée de deux pavillons à toiture en pente; puis on arrive à un rond-point où s’ouvre la grille d’entrée du parc merveilleux qui contient une maison de santé célèbre, et c’est là que l’on trouve aussi l’unique chose qui relie—mais si peu, puisque la poste est très mal faite—la rue Berton à la vie parisienne: une boîte à lettres.
Un peu plus haut, on trouve des décombres au-dessus desquels se dresse un grand chien de plâtre. Ce moulage est intact et je l’ai toujours vu à la même place, où il demeurera vraisemblablement jusqu’au moment où les terrassiers viendront modifier la rue Berton. Elle tourne ensuite à angle droit et, avant le tournant, c’est encore une grille d’où l’on voit une villa moderne encaissée dans une faille du coteau. Elle paraît misérablement neuve dans cette vieille rue, qui dès le tournant, apparaît dans toute sa beauté ancienne et imprévue. Elle devient étroite, un ruisseau court au milieu, et par-dessus les murs qui l’enserrent, ce sont des frondaisons touffues qui débordent du grand jardin de la vieille maison de santé du docteur Blanche, toute une végétation luxuriante qui jette une ombre fraîche sur le vieux chemin.
Des bornes, de place en place, se dressent contre les murs et au-dessus de l’une d’elles on a apposé une plaque de marbre marquant que là se trouvait autrefois la limite des seigneuries de Passy et d’Auteuil.
On arrive ensuite derrière la maison de Balzac. L’entrée principale qui mène à cette maison se trouve dans un immeuble de la rue Raynouard. Il faut descendre deux étages et, grâce à l’obligeance de feu M. de Royaumont, conservateur du musée de Balzac, on pouvait sinon descendre l’escalier même que prenait Balzac pour aller rue Berton et qui est maintenant condamné, du moins prendre un autre escalier qui mène dans la cour que devait traverser le romancier et passer sous la porte qui le faisait déboucher dans la rue Berton.
On arrive, après cela, en un lieu où la rue s’élargit et où elle est habitée. On y trouve une maison adossée contre la rue Raynouard et qui la surplombe. Une vigne grimpe le long de la maison et, dans des caisses, poussent des fuchsias. À cet endroit un escalier très étroit et très raide mène rue Raynouard en face de la neuve voie qui est l’ancienne avenue Mercédès, nommée aujourd’hui avenue du Colonel-Bonnet, et qui est l’une des artères les plus modernes de Paris.
Mais il vaut mieux suivre la rue Berton qui s’en va mourant entre deux murs affreux derrière lesquels ne se montre aucune végétation, jusqu’à un carrefour où la vieille rue rejoint la rue Guillou et la rue Raynouard, en face d’une fabrique de glace qui grelotte nuit et jour d’un bruit d’eau agitée.
Ceux qui passent rue Berton au moment où elle est la plus belle, un peu avant l’aube, entendent un merle harmonieux y donner un merveilleux concert qu’accompagnent de leur musique des milliers d’oiseaux, et, avant la guerre, palpitaient encore à cette heure les pâles flammes de quelques lampes à pétrole qui éclairaient ici les réverbères et qu’on n’a pas remplacées.
La dernière fois qu’avant la guerre j’ai passé rue Berton, c’était il y a bien longtemps déjà et en la compagnie de René Dalize, de Lucien Rolmer et d’André Dupont, tous trois morts au champ d’honneur.
* * *
Mais il y a bien d’autres choses charmantes et curieuses à Auteuil…
* * *
Il y a encore, entre la rue Raynouard et la rue La Fontaine, une petite place si simple et si proprette que l’on ne saurait rien voir de plus joli.
On y voit une grille derrière laquelle se trouve le dernier Hôtel des Haricots!… Ce nom évoque l’Empire et la garde nationale. C’est là que l’on envoyait les gardes nationaux punis. Ils étaient bien logés. Ils y menaient joyeuse vie, et aller à l’Hôtel des Haricots était considéré comme une partie de plaisir plutôt que comme une punition.
Lorsque la garde nationale fut supprimée, l’Hôtel des Haricots se trouva sans destination, et la Ville y fit son dépôt de l’éclairage. Tel quel, il constitue un musée assez curieux, propre à éclairer—c’est le mot—sur la façon dont s’illuminent, la nuit, les rues parisiennes.
Il n’y a plus que très peu de lanternes anciennes. On les a vendues aux communes suburbaines, mais en revanche, quelle forêt, sans ombre, de fûts en fonte, de lyres, de réverbères à gaz et à l’électricité!
On n’y voit guère de bronze; il n’y a de réverbères en cet alliage coûteux qu’à l’Opéra. Autrefois, on cuivrait la fonte, et ce cuivrage revenait à près de 200 francs par réverbère.
Aujourd’hui, la Ville est plus économe, on peint seulement les réverbères avec une couleur bronzée, et l’opération revient à 3 francs environ.
Les plus hauts et les plus grands réverbères, ce sont ceux du modèle dit des boulevards. Voici encore les consoles qui servent aux angles et dans les rues à trottoirs étroits.
Mais on peut regretter que la Ville n’ait pas conservé, dans son dépôt, au lieu de les vendre, un spécimen au moins de chaque appareil d’éclairage.
Il y en a bien quelques-uns à Carnavalet, mais si peu, et quelques photographies de certains modèles se trouvent encore à la Bibliothèque Lepelletier de Saint-Fargeau.
En été, une visite au musée de l’éclairage n’est pas recommandable. Il n’y a pas plus d’ombrage, dans ce bocage métallique, que dans une forêt australienne.
* * *
Mais, il y a de l’ombre sur la petite place.
C’est là, sur un banc, situé devant la grille, qu’Alexandre Treutens, au retour de ses pérégrinations, venait faire des vers.
Ce poète populaire était plus pauvre que les plus pauvres. Il composait des poèmes vaguement humanitaires qu’il récitait aux terrassiers ou aux mariniers, dans les bistrots. Quelles obscures raisons avaient amené ce petit homme triste à délaisser son métier de cordonnier pour la poésie? Il errait aux environs de Paris, et, quand il s’arrêtait dans une localité, il avait un tel souci de respecter l’autorité, qu’il subordonnait son inspiration au bon plaisir du maire de l’endroit. J’ai vu, de mes yeux vu, une pièce authentique délivrée par la mairie d’Enghien et donnant au nommé Alexandre Treutens la permission d’exercer pendant un jour, dans la commune d’Enghien, la profession de poète ambulant.
* * *
Dans la rue La Fontaine, du côté gauche, il y a un long mur gris sombre. Une porte qu’on ne franchit pas sans difficultés donne accès dans une cour où quelques poules se promènent gravement. À gauche en entrant, on a entassé de singulières choses qui sont, je crois, les cerceaux des anciennes crinolines.
Cette cour est encombrée de statues. Il y en a de toutes formes et de toutes grandeurs, en marbre ou en bronze.
Il paraît qu’il y a une œuvre de Rosso; les grands cerfs de bronze du salon de 1911 ont été apportés là et se tiennent auprès de la Fiancée du Lion, œuvre bizarre inspirée par un passage de Chamisso:
Parée de myrtes et de roses, la fille du gardien, avant de suivre au loin et contre son cœur l’époux qui la réclame, vient faire ses adieux à son royal ami d’enfance et lui donner le dernier baiser. Fou de douleur, le lion l’anéantit dans la poussière, puis se couche sur le cadavre attendant la balle qui va le frapper au cœur.
Le bâtiment de droite est une sorte de musée inconnu où l’on voit un grand tableau de Philippe de Champaigne, un Le Nain: Saint Jacques, beau tableau qui serait bien au Louvre, et un grand nombre de tableaux modernes.
Quelques salles sont pleines des christs que l’on a enlevés au Palais de Justice.
Celui d’Élie Delaunay mériterait qu’on l’exposât au Petit-Palais. La profusion de ces christs a quelque chose de touchant. On dirait d’un congrès de crucifiés. C’est qu’ils subissent en commun leur exil administratif.
Il me semble qu’au lieu de les abandonner ainsi on ferait mieux de les donner à des églises pauvres.
Ce musée fait partie d’une grande cité mystérieuse composée de l’ancien Hôtel des Haricots, derrière lequel se trouve la forêt de réverbères. Il y a aussi la Salle des tirages de la Ville de Paris, et, plus loin, dans une plaine immense, s’élèvent des pyramides de pavés. On les défait sans cesse et on les refait et parfois une de ces pyramides s’écroule, avec le bruit des galets quand la vague se retire.
* * *
Séparée de cette cité édilitaire par la rue de Boulainvilliers, une usine à gaz occupe, avec ses gazomètres, ses différentes constructions, ses montagnes de charbon, ses crassiers, ses petits jardins potagers, un terrain qui s’étend jusqu’à la rue du Ranelagh, à l’endroit où elle est une des plus désertes de l’univers. C’est là qu’habite M. Pierre Mac Orlan, cet auteur gai dont l’imagination est pleine de cow-boys et de soldats de la Légion étrangère. La maison où il demeure n’a rien de remarquable à l’extérieur. Mais quand on entre, c’est un dédale de couloirs, d’escaliers, de cours, de balcons où l’on se retrouve à grand’peine. La porte de M. Pierre Mac Orlan donne au fond du couloir le plus sombre de l’immeuble. L’appartement est meublé avec une riche simplicité. Beaucoup de livres, mais bien choisis. Un policeman en laine rembourrée varie ses attitudes et change de place selon l’humeur du maître de la maison. Au-dessus de la cheminée de la pièce principale se trouve une toute petite caricature de moi-même par Picasso. De grandes fenêtres s’ouvrent sur un mur situé à trois mètres environ, et, si l’on se penche un peu, on voit, à gauche, les gazomètres dont l’altitude n’est jamais la même, et, à droite, la voie du chemin de fer. La nuit, six cheminées gigantesques de l’usine à gaz flambent merveilleusement: couleur de lune, couleur de sang, flammes vertes ou flammes bleues. Ô Pierre Mac Orlan, Baudelaire eût aimé le singulier paysage minéral que vous avez découvert à Auteuil, quartier des jardins!
* * *
Si M. Riciotto Canudo n’avait déménagé d’Auteuil, pour aller fonder Montjoie dans le centre de Paris, une légende se serait formée à Auteuil à propos de la chambre qu’il habitait dans un hôtel situé à l’angle de la rue Raynouard et de la rue Boulainvilliers. Je n’ai jamais vu cette chambre, mais beaucoup d’habitants d’Auteuil ont eu l’occasion d’y regarder et il n’était jadis question que de cela dans les cafés du quartier, en autobus et dans le métro. Ce qui étonnait les habitants d’Auteuil, c’est que M. Canudo, qui habitait le même hôtel, n’y logeait point en garni. Il paraît qu’en effet il était dans ses meubles, c’est-à-dire un petit lit, une table, une chaise et une étagère supportant des livres. Le lit, disait-on, était fort étroit et j’ai entendu un habitant d’Auteuil dire en parlant d’une femme maigre: «Elle ressemble au lit de M. Canudo.»
On disait aussi que les rideaux de cette chambre étaient toujours tirés et que nuit et jour il y brûlait un grand nombre de bougies. Si bien que l’on prenait M. Canudo pour le grand prêtre d’une religion nouvelle dont il accomplissait les rites dans sa chambre. Quelques feuilles de lierre répandues çà et là donnaient lieu à des suppositions singulières, et celle qui rencontrait le plus de crédit était que M. Canudo se servait du lierre dans des opérations magiques dont on n’avait pas encore deviné le but.
Et c’est ainsi qu’à Auteuil les bonnes gens voyageaient agréablement et curieusement autour de la chambre de M. Canudo.
* * *
Mais descendons vers la Seine. C’est un fleuve adorable. On ne se lasse point de le regarder. Je l’ai chantée bien souvent en ses aspects diurnes et nocturnes. Après le pont Mirabeau la promenade n’attire que les poètes, les gens du quartier et les ouvriers endimanchés.
Peu de Parisiens connaissent le nouveau quai d’Auteuil. En 1909 il n’existait pas encore. Les berges aux bouges crapuleux qu’aimait Jean Lorrain ont disparu. «Grand Neptune», «Petit Neptune», guinguettes du bord de l’eau, qu’êtes-vous devenus? Le quai s’est élevé à la hauteur du premier étage. Les rez-de-chaussée sont enterrés et l’on entre maintenant par les fenêtres.
Mais le coin le plus mélancolique d’Auteuil se trouve entre le Port-Louis et l’avenue de Versailles. Théophile Gautier habita au rond-point de Boulainvilliers, mais sans doute n’y avait-il pas alors à cet endroit tant de ferraille qu’aujourd’hui et le Port-Louis n’existait point avec sa flottille de bélandres bariolées de couleurs vives. Sur le pont sont rangés des pots de géraniums, de fuchsias; dans des caisses poussent des arbres verts autour d’un petit cercueil d’enfant. Et quand le soleil brille, le petit cercueil des bélandres n’est pas du tout lugubre.
Los hombres no se separan de nada sin arrepentimiento; incluso de los lugares, las cosas y las personas que más miserables los hicieron, no se alejan sin dolor.
Así fue como en 1912, no me despedí de ti sin pesar, lejano Auteuil, encantador barrio de mis grandes tristezas. No habría de regresar allí hasta el año 1916, cuando me operaron en la Villa Molière.
***
Cuando me instalé en Auteuil en 1909, la calle Raynouard aún se parecía a lo que era en tiempos de Balzac. Está bastante fea ahora. Queda la calle Berton, iluminada por lámparas de petróleo, pero pronto, sin duda, cambiarán esto.
Es una antigua calle ubicada ente los barrios de Passy y Auteuil. Sin la guerra, habría desaparecido o, al menos, se habría vuelto irreconocible.
La municipalidad había decidido modificar su aspecto general, ensancharla y volverla transitable para carruajes.
Así se habría suprimido uno de los rincones más pintorescos de París.
Originalmente era un camino que, desde las orillas del Sena, subía a la cima de las colinas de Passy a través de los viñedos.
La fisionomía de la calle no ha cambiado mucho desde la época en que Balzac la recorría cuando, para escapar de algún impertinente, tomaba el cabriolé de Saint-Cloud que lo llevaba a París.
El transeúnte que, desde el muelle de Passy, observa la calle Berton, no ve más que un camino descuidado, lleno de piedras y surcos, rodeado por muros ruinosos, con una verja a la izquierda de un parque admirable y a la derecha de un terreno que ha sido destinado por sus propietarios a fines diversos y muy peculiares. Una parte está arreglada como un jardín; en otro lugar hay un huerto; todavía hay materiales, y de una gran puerta que da al muelle parte un ancho camino de arena que conduce a un gran teatro de madera. Un monumento bastante inesperado en este lugar, al que llaman la sala Jeanne-d’Arc. Fragmentos de carteles ya antiguos mostraban, en 1914, que una vez, hacía quizás unos cinco o seis años, se había representado ahí la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Los actores quizá fueron gente de la alta sociedad, y es posible que te hayas encontrado en un salón con el Cristo de Auteuil; tal vez un barón de la bolsa converso interpretó a la perfección el ingrato papel de ese santo cainita. Judas, que empezó en las finanzas, continuó en el apostolado y terminó como delator.
Pero si el transeúnte entra en la calle Berton, verá primero que las calles que la bordean están llenas de inscripciones, de grafitis, como dirían los anticuarios. Así, sabrás que Lili de Auteuil ama a Totor del Point du Jour, y que, para dejar constancia de ello, ha marcado un corazón atravesado por una flecha y la fecha de 1884. ¡Ay, pobre Lili! Tantos años transcurridos desde ese testimonio de amor deben haber sanado la herida que estigmatizaba ese corazón. Los anónimos han manifestado todo el ímpetu de sus almas con este grito profundamente grabado: ¡Vivan las prostitutas!
Y he aquí una exclamación más trágica: Maldito sea el 4 de junio de 1903 y aquel que lo trajo al mundo. Los grafitis lúgubres o alegres continúan de este modo hasta llegar a una construcción antigua que ofrece, a la izquierda, un magnífico portón cochero flanqueado por dos pabellones de techo inclinado; luego se llega a una rotonda donde se abre la reja de entrada del maravilloso parque que alberga una famosa casa de salud, y es ahí donde también se encuentra la única cosa que conecta —aunque muy poco, ya que el servicio postal es muy malo— la calle Berton con la vida parisina: un buzón de correos.
Un poco más arriba, hay restos de escombros sobre los cuales se yergue un gran perro de yeso. Este molde está intacto y siempre lo he visto en el mismo lugar, donde probablemente permanecerá hasta que los obreros vengan a modificar la calle Berton. Luego, la calle gira en ángulo recto y, antes de la curva, hay otra reja desde la que se puede ver una villa moderna encajada en una grieta del cerro. Parece miserablemente nueva en esta vieja calle, que, al girar, se revela en toda su belleza antigua e inesperada. Se vuelve estrecha, un arroyo corre por el medio y, por encima de los muros que la rodean, sobresalen las frondosas copas que desbordan del gran jardín de la antigua casa de salud del doctor Blanche, una exuberante vegetación que arroja una sombra fresca sobre el viejo camino.
De tramo en tramo, se alzan postes contra los muros, y sobre uno de ellos hay una placa de mármol que indica que ahí se encontraba antiguamente el límite de los dominios de Passy y Auteuil.
Luego se llega a la parte trasera de la casa de Balzac. La entrada principal que conduce a esa casa se encuentra en un edificio de la calle Raynouard. Hay que bajar dos pisos y, gracias a la amabilidad del difunto señor de Royaumont, curador del museo de Balzac, se podía, si no bajar por la misma escalera que Balzac utilizaba para ir a la calle Berton, que ahora está clausurada, al menos tomar otra escalera que conduce al patio que el novelista debía atravesar, y pasar bajo la puerta que le permitía salir a la calle Berton.
Se llega, después de eso, a un lugar donde la calle se ensancha y está habitada. Allí se encuentra una casa apoyada contra la calle Raynouard y que la domina. Una enredadera sube por la fachada de la casa y, en macetas, crecen fucsias. En este punto, una escalera muy estrecha y empinada lleva a la calle Raynouard, frente a la nueva vía que es la antigua avenida Mercédès, hoy llamada avenida del Coronel-Bonnet, una de las arterias más modernas de París.
Pero es mejor seguir la calle Berton, que se va extinguiendo entre dos muros horribles, detrás de los cuales no aparece ninguna vegetación, hasta llegar a un cruce donde la vieja calle se encuentra con la calle Guillou y la calle Raynouard, al frente de una fábrica de hielo que tiembla noche y día con el sonido de agua en movimiento.
Aquellos que pasan por la calle Berton en el momento en que es más hermosa, un poco antes del amanecer, oyen a un mirlo armonioso ofrecer un maravilloso concierto que acompañan con su música miles de pájaros, y, antes de la guerra, aún palpitaban a esa hora las pálidas llamas de algunas lámparas de petróleo que iluminaban los faroles aquí y que no se han reemplazado.
La última vez que pasé por la calle Berton antes de la guerra, ya había transcurrido mucho tiempo, y fue en compañía de René Dalize, Lucien Rolmer y André Dupont, los tres muertos en el campo de honor.
***
Pero hay muchas otras cosas encantadoras y curiosas en Auteuil…
***
Aún existe, entre la calle Raynouard y la calle La Fontaine, una pequeña plaza tan sencilla y pulcra que no se podría ver nada más bonito.
Se puede apreciar una reja, ¡detrás de la cual se encuentra el último Hôtel des Haricots!… Ese nombre evoca el Imperio y la guardia nacional. Ahí enviaban a los guardias nacionales castigados. Estaban bien alojados. Llevaban una vida alegre, e ir al Hôtel des Haricots se consideraba más una diversión que un castigo.
Cuando la guardia nacional fue disuelta, el Hôtel des Haricots quedó sin propósito, y la ciudad lo convirtió en su depósito de alumbrado. Tal como está, constituye un museo bastante curioso, perfecto para aclarar —esa es la palabra— la forma en que, por la noche, se iluminan las calles de París.
Ya quedan muy pocos faroles antiguos. Se han vendido a los municipios suburbanos, pero, en cambio, ¡qué bosque, sin sombra, postes de hierro fundido, liras, faroles de gas y de electricidad!
Apenas se ve algo de bronce; solo hay faroles de esta costosa aleación en la Ópera. Antiguamente, se recubría el hierro fundido con cobre, y ese recubrimiento costaba cerca de doscientos francos por farol.
Hoy en día, la ciudad es más ahorrativa: solo se pintan los faroles con un color bronceado, y la operación cuesta aproximadamente tres francos.
Los faroles más altos y grandes son los del modelo llamado “de los bulevares”. Aún se pueden ver las ménsulas que se utilizan en las esquinas y en calles con veredas estrechas.
Pero es una lástima que la ciudad no haya conservado en su depósito, en lugar de venderlos, al menos un ejemplar de cada modelo de sistema de iluminación.
Hay algunos en el Carnavalet, pero muy pocos, y algunas fotografías de ciertos modelos todavía se pueden encontrar en la Biblioteca Lepelletier de Saint-Fargeau.
En verano, no se recomienda visitar el museo de iluminación. No hay más sombra en ese bosque metálico que en una selva australiana.
***
Pero hay sombra en la pequeña plaza.
Es ahí, en una banca, frente a la reja, donde Alexandre Treutens, al regresar de sus peregrinaciones, venía a componer versos.
Este poeta popular era más pobre que los más pobres. Componía poemas vagamente humanitarios que recitaba a los obreros o a los marineros, en los bares. ¿Qué oscuras razones llevaron a este humilde hombre melancólico a abandonar su oficio de zapatero por la poesía? Vagaba por los alrededores de París, y cuando se detenía en algún lugar, tenía tal respeto por la autoridad que subordinaba su inspiración al beneplácito del alcalde local. He visto, con mis propios ojos, un documento auténtico emitido por la alcaldía de Enghien, que le otorga a Alexandre Treutens el permiso para ejercer, durante un día, en la comuna de Enghien, la profesión de poeta ambulante.
***
En la calle La Fontaine, del lado izquierdo, hay un largo muro gris oscuro. Una puerta, que no se atraviesa sin dificultad, da acceso a un patio donde algunas gallinas pasean solemnemente. A la izquierda, al entrar, hay apiladas cosas extrañas que son, creo, los aros de las antiguas crinolinas.
Este patio está lleno de estatuas. Hay de todas las formas y tamaños, en mármol o en bronce.
Parece que hay una obra de Rosso; los grandes ciervos de bronce del Salón de 1911 están allí y se ubican junto a La Fiancée du Lion, una obra extraña inspirada en un fragmento de Chamisso:
Ataviada con mirto y rosas, la hija del guardián, antes de seguir a lo lejos y contra su corazón al esposo que la reclama, viene a despedirse de su regio amigo de la infancia y a darle el último beso. Loco de dolor, el león la aniquila en la tierra, y luego se tiende sobre el cadáver esperando la bala que le atravesará el corazón.
El edificio de la derecha es una especie de museo desconocido, donde se puede ver un gran cuadro de Philippe de Champaigne, un Le Nain: Saint Jacques, una hermosa pintura que estaría bien en el Louvre, y un gran número de cuadros modernos.
Algunas salas están llenas de cristos que han retirado del Palacio de Justicia.
El de Élie Delaunay merecería ser expuesto en el Petit-Palais. La abundancia de estos cristos tiene algo conmovedor. Parece un congreso de crucificados. Es que comparten en común su exilio administrativo.
Me parece que, en lugar de abandonarlos así, sería mejor donarlos a iglesias pobres.
Este museo forma parte de una gran ciudad misteriosa compuesta por el antiguo Hôtel des Haricots, detrás del cual se encuentra el bosque de faroles. También está la Sala de impresiones de la ciudad de París y, más lejos, en una llanura inmensa, se alzan pirámides de adoquines. Constantemente se deshacen y se rehacen, y a veces una de estas pirámides se derrumba, con el sonido de los guijarros cuando la ola se retira.
***
Separada de esta ciudad edilicia por la calle de Boulainvilliers, una fábrica de gas ocupa, con sus gasómetros, sus diversas construcciones, sus montañas de carbón, sus escombreras y sus pequeños huertos, un terreno que se extiende hasta la calle Ranelagh, en el punto donde es una de las más desiertas del universo. Ahí vive el señor Pierre Mac Orlan, ese autor jovial cuya imaginación está llena de vaqueros y soldados de la Legión Extranjera. La casa en la que vive no tiene nada notable en el exterior. Pero, al entrar, es un laberinto de pasillos, escaleras, patios y balcones donde uno apenas logra orientarse. La puerta del señor Pierre Mac Orlan da al fondo del pasillo más oscuro del edificio. El departamento está amueblado con una rica simplicidad. Muchos libros, pero bien escogidos. Un policía de lana acolchada varía sus gestos y cambia de lugar según el ánimo del dueño de la casa. Encima de la chimenea de la sala principal hay una pequeña caricatura mía hecha por Picasso. Las grandes ventanas se abren hacia un muro situado a unos tres metros, y si uno se inclina un poco, se pueden ver, a la izquierda, los gasómetros cuya altura nunca es la misma, y, a la derecha, la vía del tren. Por la noche, seis chimeneas gigantescas de la fábrica de gas arden maravillosamente: color de luna, color de sangre, llamas verdes o llamas azules. ¡Oh, Pierre Mac Orlan, Baudelaire habría amado el singular paisaje mineral que has descubierto en Auteuil, barrio de los jardines!
***
Si el señor Riciotto Canudo no se hubiera mudado de Auteuil para fundar Montjoie en el centro de París, habría surgido una leyenda en Auteuil sobre la habitación que ocupaba en un hotel en la esquina de la calle Raynouard y la calle Boulainvilliers. Yo nunca vi esa habitación, pero muchos habitantes de Auteuil tuvieron la oportunidad de echarle un vistazo, y antaño no se hablaba de otra cosa en los cafés del barrio, en los autobuses y en el metro. Lo que asombraba a los habitantes de Auteuil era que el señor Canudo, que vivía en el mismo hotel, no se alojaba allí como en una pensión. Al parecer, estaba instalado con sus propios muebles, es decir, una pequeña cama, una mesa, una silla y una estantería con libros. Se decía que la cama era muy estrecha, y escuché a un habitante de Auteuil decir, refiriéndose a una mujer delgada: “Se parece a la cama del señor Canudo”.
También se decía que las cortinas de esa habitación siempre estaban corridas y que, noche y día, ardía en ella un gran número de velas. Tanto era así, que se pensaba que el señor Canudo era el sumo sacerdote de una nueva religión, cuyos ritos celebraba en su habitación. Algunas hojas de hiedra esparcidas aquí y allá daban lugar a extrañas suposiciones, y a la que más crédito se le daba era que el señor Canudo usaba la hiedra en operaciones mágicas cuyo propósito aún no se había adivinado.
Y así es como en Auteuil la buena gente viajaba agradable y curiosamente por la habitación del señor Canudo.
***
Pero bajemos hacia el Sena. Es un río encantador. Nunca se cansa uno de contemplarlo. Lo he cantado muchas veces en sus aspectos diurnos y nocturnos. Después del puente Mirabeau, el paseo no atrae más que a los poetas, a la gente del barrio y a los obreros endomingados.
Pocos parisinos conocen el nuevo muelle de Auteuil. En 1909 todavía no existía. Las orillas, con sus antros de mala muerte que Jean Lorrain amaba, han desaparecido. “Gran Neptuno”, “Pequeño Neptuno”, tabernas a orillas del agua, ¿qué ha sido de ustedes? El muelle se ha elevado hasta la altura del primer piso. Las plantas bajas están enterradas y ahora se entra por las ventanas.
Pero el rincón más melancólico de Auteuil se encuentra entre el Port-Louis y la avenida Versailles. Théophile Gautier vivió en la rotonda de Boulainvilliers, pero seguramente en ese entonces no había tanta chatarra como hoy, y el Port-Louis no existía, con su flotilla de barcazas pintadas de colores vivos. En el puente están dispuestas macetas de geranios, de fucsias; en cajas crecen árboles verdes alrededor de un pequeño ataúd infantil. Y cuando brilla el sol, el pequeño ataúd de las barcazas no es en absoluto lúgubre.
Mariana González Délano nació en 1993 en Ciudad de México y reside en Chile desde el año 2011. Estudió la carrera de Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad de Chile, donde luego realizó un Diplomado en Periodismo Cultural, Crítica y Edición. Recientemente, egresó del Magíster en Edición en la Universidad Diego Portales y actualmente se encuentra cursando el Diplomado en Traducción Literaria de la Universidad Católica de Chile.
Se ha desempeñado principalmente como correctora de estilo y desarrolladora de contenido. Su inclinación hacia la traducción literaria se ha visto impulsada por su conexión con el francés desde temprana edad y por su profundo interés en la literatura.