Cuando menguó la Estrella Verde (fragmento)
Traducción del inglés por Laura Yolanda Calderón Benítez
Texto original de Nictzin Dyalhis
Edición por Alejandro Ramírez Pulido
Imagen: «Things to Come» de William Cameron Menzies (captura de pantalla)
Ron Ti es nuestro científico más importante. Esto es igual a decir que es el más importante de todo el universo conocido pues nosotros, los del planeta Venhuz, lideramos a todos los demás en cada logro y conquista, siendo nuestra civilización la más antigua y avanzada.
Él había solicitado que siete de nosotros nos reuniéramos en su “taller”, como solía llamar a su laboratorio experimental. Vinieron Jul Hok, el colosal Comandante de las Fuerzas de Defensa Planetaria; Mor Ag, quien sabía todo lo que había que saber sobre los tipos, idiomas y costumbres de los habitantes de cada uno de los planetas principales; Vir Dax, quien podía casi revivir a los muertos con sus extraños remedios, polvos y brebajes; Toj Qul, el de voz suave y aguda inteligencia —el único venhuziano que podía convencer a un ave de dejar su nido, como dice el dicho— nuestro Jefe Diplomático de Asuntos Interplanetarios; y Lan Apo, cuyo don era peculiar en cuanto que podía determinar inequívocamente, al escuchar a cualquiera, fuera venhuziano, markhuriano o del lejano Oorano —planeta de lo inesperado— Lan Apo podía, reitero, determinar quién hablaba pura verdad o simple falsedad. ¡No, podía incluso leer la verdad retenida, mientras aparentaba escuchar atentamente la mentira expuesta! Un hombre valioso, ¡pero incomodo de tener cerca en ocasiones!
Finalmente, estaba yo, cuya única distinción, y una muy pobre, es que soy quien lleva los registros, un escritor de las obras de los otros. Aun quienes son como yo tienen nombre y yo me llamo Hak Iri.
Ron estaba emocionado. Era fácil verlo en la actitud indiferente y despreocupada que mostraba. Él es así. El resto de nosotros estábamos francamente curiosos, todos menos el condenado Lan Apo. Exhibía una sutil sonrisa de superioridad, como quien dice: “¡Aquí no hay misterio para mí!”.
Ron estaba de pie frente a un dial gigante. Ahora, este no es un registro de su invención, sino una declaración de la extraña aventura en que terminamos los siete debido a los eventos que llamaron nuestra atención a través de ese maravilloso aparato, así que no intentaré describirlo por completo. Basta decir que tenía forma de dial, con los símbolos de los planetas principales gravados en su circunferencia externa a intervalos regulares y un puntero que oscilaba desde su centro, justo entonces suspendido en un espacio vacío.
—Escuchen —dijo Ron y dirigió el puntero hacia el símbolo de nuestro propio mundo.
Instantáneamente, irrumpieron en aquella callada habitación todos los sonidos de la vida diversificada que nos son familiares a nosotros los venhuzianos. Los seis de nosotros que escuchábamos asentimos en comprensión. Nuestra ciencia ya conocía el principio científico, pues desde hace tiempo teníamos diales que, aparentemente, sobrepasaban a este. Nuestros diales —aunque sintonizados únicamente con nuestro planeta— podían grabar cada evento, visión o sonido, y así lo hacían, a cualquier distancia, sin importar los obstáculos sólidos a su paso. Este dial, sin embargo, tenía los símbolos de todos los mundos habitados. ¿Podría acaso…?
Ron dirigió el puntero hacia el símbolo de Markhurio e inmediatamente asaltó nuestros oídos el agudo griterío característico de aquel mundo de gentes amables, aunque agitadas y de naturaleza volátil.
Contactamos planeta tras planeta, cercanos y lejanos, sin importar el espacio, hasta que Ron dirigió el puntero hacia el símbolo de Tærra.
¡El resultado fue silencio!
La mirada de Ron era diciente. Hablaba por sí sola. Todos y cada uno nos miramos a los ojos y vimos reflejada en el otro la misma ansiedad, la misma aprehensión que cada uno experimentó.
Algo andaba extremadamente mal con nuestro vecino, ya todos lo sabíamos, pues muchos años atrás la luz verde de Tærra se había atenuado perceptiblemente. Se le había prestado poca atención al principio puesto que, por ley interplanetaria, los habitantes de cada planeta debían permanecer en su hogar, a menos que su presencia fuera requerida en otro planeta. Una idea sabia, si uno se pone a pensarlo. Y ni nosotros ni algún otro planeta había recibido ningún llamado proveniente de Tærra, así que adjudicamos el fenómeno a alguna causa natural que, sin duda, los tærrestres serían capaces de manejar sin ayuda o interferencia externa.
Año tras año, sin embargo, la luz verde en el cielo nocturno menguaba hasta que finalmente desapareció por completo.
Podría haber ocurrido debido a cambios atmosféricos, tal vez. La vida, incluso, podría haberse extinguido en Tærra, de forma que nadie pudiera comunicarse con alguien en ningún otro mundo habitado de la Cadena Planetaria, pero era poco probable, a menos que la catástrofe hubiera sido instantánea y —en ese caso— necesariamente violenta. Algo así de extraordinario habría sido inmediatamente percibido por instrumentos en todo el universo.
Ahora esta invención de Ron Ti otorgaba especial seriedad a la cuestión. Si Tærra todavía ocupaba su viejo lugar —y no teníamos duda de que así era— entonces, ¿qué yacía tras aquel doble velo de silencio e invisibilidad?
¿Qué terrible peligro amenazaba el universo? Lo que había sucedido en un planeta bien podría ocurrir en cualquier otro. Y en caso que Tærra fuese destruida el delicado balance del universo se vería seriamente sacudido, incluso totalmente desbaratado, y Markhurio, tan cerca del sol, se iría de bruces hacia la abrasadora ruina.
Luego, horror tras horror, hasta que reinaran nuevamente el caos y la antigua noche, y los desconocidos propósitos de la Gran Mente serían…
¡Ah, pero tales pensamientos conducen a la locura! ¿Qué hacer? Solo ese curso de acción se aferraba a la cordura.
—¿Y bien? —demandó Hul Jok, el práctico— ¿Qué harás al respecto, Ron?
¡Así era Hul Jok! Era el mejor amigo de Ron y su más ferviente admirador. ¡Conocía la habilidad científica de Ron y creía firmemente que, si Venhuz se abriera en dos, en menos de una hora Ron Ti habría cerrado y soldado la grieta tan bien que ninguna inspección podría encontrar rastro de la fractura! Sin embargo, todo Venhuz pensaba lo mismo sobre las habilidades de Ron Ti de modo que Hul Jok, después de todo, no era diferente al resto.
—Es un asunto para el Concejo Supremo —respondió Ron seriamente—. Propongo que los siete obtengamos permiso para viajar a Tærra en uno de los grandes Étir-Torps, llevando credenciales del Concejo explicando nuestra intrusión y, si es posible, que intentemos determinar si este asunto amerita interferencia o no.
¿Por qué registrar lo obvio? Cuando alguien como Ron Ti y Hul Jok hace una solicitud al Concejo Supremo es por necesidad y no por deporte. Y el Concejo lo vio bajo esa luz y les concedió vía libre.
Partimos tan pronto como fue posible.
El gran Étir-Torp atravesó el espacio en suave y estable vuelo, Hul Jok al mando. ¿Y quién mejor que él? ¿No era él nuestro príncipe de guerra, familiarizado con cada aparato conocido para fines de ofensa y defensa? ¡Seguro él, cuyo habilidoso cerebro podía dirigir ejércitos y flotas enteras, era la elección lógica para manejar nuestra nave solitaria, guiarla, dirigirla y, si surgía la necesidad, luchar con ella!
Con ello en mente, le pregunté tranquilo, aunque con curiosidad:
—Hul Jok, si los tærrestres rechazan nuestra misión y piden que nos vayamos, ¿qué harás?
—¡Correr! —sonrió el gigante de buen humor.
—¿No lucharás si nos atacan?
—¡Hum! —resopló— ¡Eso sería diferente! Ninguna raza en ningún planeta puede presumir haber atacado impunemente un Étir-Torp de Venhuz. ¡Al menos —agregó decisivamente—, no mientras Hul Jok lleve el emblema de la Cruz Ansada sobre su pecho!”
—¿Y si es pestilencia? —persistí.
—Vir Dax sabría más al respecto que yo —respondió brevemente.
—Y si… —continué, pero el gigante soltó una mano de los controles y agarró mi hombro con sus grandes y gruesos dedos, casi triturándolo.
—¡Si no dejas de parlotear mientras estoy trabajando —gruñó—, te arrojaré yo mismo con toda certeza hacia el espacio a través de la apertura de esta torre de mando y allá podrás empezar tu propia órbita como un pequeño y astuto plantea! ¿Respondí tu pregunta?
Sí, pregunta resuelta. Le sonreí, porque conocía a nuestro gigante, y él me devolvió la sonrisa. Pero tenía razón. Después de todo, las especulaciones son los intentos de los necios por anticiparse al futuro. Mejor esperar y ver la realidad.
Y si de suposiciones se trata, nadie podría haber siquiera soñado la pesadilla que encontramos tras nuestra llegada.
Un brillo rojizo, sutil y opaco, aunque escabroso, nos alertó de que estábamos acercándonos a nuestro destino. Era la atmósfera de Tærra, ciertamente, pero espesa, turbia, casi viscosa, como un humo pastoso y mojado.
Era tan densa que, de hecho, fue necesario reducir la velocidad de nuestro Étir-Torp para que la intensa fricción producida por nuestro paso no derritiera las infusibles placas de metal Berulión que componían nuestra nave. Entre más nos acercábamos a la superficie de Tærra, más despacio debíamos proseguir.
Finalmente planeamos a baja velocidad cerca de la superficie, ¡ay, la imagen de desolación que vieron nuestros ojos! Resultó que nuestra primera vista fue de donde antes se había erigido una gran ciudad. Digo se había erigido puesto que ahora apenas había un montón de ruinas desplomadas, excepto donde todavía asomaba la forma de un gigante edificio aquí y allá. Pero incluso estos se encontraban en las últimas etapas de deterioro, prestos a caer destruidos en cualquier momento.
De hecho, uno edificio tal colapsó con un rugido sordo e intenso solo con la vibración al pasar de nuestro Étir-Torp, ¡y estábamos a una buena milla y media cuando cayó!
En vano hicimos sonar nuestro discordante aullador; no podíamos discernir ninguna señal de vida y esforzábamos la vista guardando la esperanza. No era más que una ciudad muerta. ¿Estaba muerta toda Tærra?
Dejando atrás esta reliquia de un gran pasado, llegamos a campo abierto. Y aquí prevalecía la misma mortal desolación. No había en algún lado señal de sus habitantes o rastro de vida animada, ni aves, ni animales, ni hombres. Tampoco había evidencia de agricultura e incluso había muy poca vegetación silvestre para ver. Nada más que suelo opaco y gris, rocas de color triste y un arbustico verde-grisáceo, atrofiado, torcido, y aislado por aquí y por allá.
Eventualmente llegamos a una cadena de montañas bajas, rocosas, sombrías y deprimentes a la vista. Fue mientras volábamos bajo por encima de ellas que vimos agua por primera vez desde que llegamos a Tærra. En un valle más bien amplio observamos una franja estrecha de un fluido color plomo que serpenteaba lentamente.
Ron Ti, quien estaba entonces en los controles, llevó nuestra nave a un aterrizaje exitoso. Este valle, especialmente cerca a la orilla del riachuelo, era el lugar más fértil que habíamos visto hasta ahora. Allí crecían algunos árboles más o menos altos y, en algunos lugares, montoncitos y marañas de arbustos verde pálido tan altos como la cabeza de Hul Jok o tal vez más. Pero los troncos de los árboles, así como los arbustos, estaban cubiertos con hongos de rojo opaco, púrpura vívido y amarillo chillón que Vir Dax, con tan solo una mirada, declaró venenosos tanto al tacto como al gusto.
Y aquí encontramos vida, por llamarla de alguna manera. ¡Yo la encontré y tremendo susto me dio la cosa fea! Tenía la apariencia de una enorme masa pulposa y un horrible color azul, dos veces la altura de Hul Jok en diámetro, con un enorme orificio triangular por boca del que sobresalían colmillos escarlata. Ese hocico estaba en el centro del cuerpo inflamado y un ovalado ojo plateado opaco miraba malignamente desde cada esquina de esa boca.
Para mi fortuna, y obedeciendo la orden de Hul Jok, llevaba mi Blastor apuntando frente a mí pues en cuanto me tropecé de frente con la monstruosidad esta agitó su horrible masa —cómo, no lo sé, pues no le vi patas ni tenía alas— hacia un costado y habría caído sobre mí, pero instintivamente deslicé el seguro del pequeño Blastor y la horrible cosa se desvaneció —excepto por algunos fragmentos de sus bordes— reducida a la nada por las vibraciones emitidas desde el pequeño aunque poderoso desintegrador.
Era la primera vez que usaba uno de aquellos fantásticos instrumentos y estaba aterrado por la instantánea rigurosidad del mecanismo.
El Blastor no hizo ruido alguno —nunca lo hace, tampoco los modelos AK usados como armas de guerra en los Étir-Torps cuando de aniquilar se trata—, pero la nauseabunda fealdad que había eliminado emitió un siseo burbujeante mientras retornaba a sus átomos originales; el resto de nuestro grupo se apresuró a donde yo estaba temblando de la conmoción —Hul Jok estaba equivocado cuando dijo que era miedo— y me preguntaron qué era lo que había encontrado.
Justo después, Hul Jok encontró otra criatura y nos llamó a todos para verla, le lanzó una roca del tamaño de su cabeza, golpeándola casi en el centro de la boca, y la roca desapareció dentro de la criatura, aparentemente con aprecio pues la pesadilla se estremeció levemente, onduló un poco y se quedó quieta. Hul Jok intentó con otra roca, pero tuvo la mala fortuna de golpear a su pequeña mascota en el ojo, ¡y siete Blastors enviaron aquel horror furioso de vuelta al limbo que lo había engendrado! ¡Ni un relámpago se mueve tan rápido! Incluso Hul Jok quedó satisfecho después cuando, al encontrarse con otro, limitó sus caricias a apuntar su Blastor y liberar el seguro en lugar de intentar jugar con él.
Pero esa era, después de todo, la única forma de vida que encontramos en ese valle, aunque no podíamos determinar de qué se alimentaban las cosas, a menos de que devoraran a su propia especie.
Encontramos algunas similares en otro lugar —masas amorfas que no podían ser destruidas por nuestros Blastors— y también vimos de qué se alimentaban. ¡Aunque de ello hablaré en su debido momento!
Pasamos algún tiempo en el valle, pero al no encontrar nada nuevo, despegamos en la nave y pasamos sobre las montañas circundantes, solo para encontrar más montañas adelante. Más valles, también.
Al final llegamos a un valle más grande que todos los que habíamos visto. Era más bien un claro entre dos cordilleras o, más precisamente, una planicie donde la cordillera se dividía y formaba un enorme óvalo, para reunirse y continuar como una cadena ininterrumpida más adelante.
Y aquí aterrizamos de nuevo, donde un grupo de árboles podían ocultar nuestro Étir-Torp en caso de, no sabíamos, ¡cualquier cosa! Pero sobre todos pesaba la certeza de que estábamos en un territorio hostil a la continuidad de nuestra misma existencia.
¿Por qué? No podíamos decirlo, pero lo sentíamos, lo sabíamos y, hasta cierto punto, lo temíamos, pues los más valientes bien pueden temer a lo desconocido.
Fue Mor Ag quien dijo las palabras que nos guiaron por algún tiempo.
—Si Tærra estuviera habitada, como entendemos la palabra —afirmó—, la gran ciudad que vimos no estaría en ruinas, sino rebosante de vida y actividad, como era costumbre para los tærrestres antes de que menguara la luz de la Estrella Verde. Así que, si alguno aún vive, es en la naturaleza que debemos buscarle. Por eso, cualquier lugar es como cualquier otro, hasta que hallemos algo diferente.
Cuánta razón tenía se hizo manifiesto rápidamente.
La negra oscuridad de la noche dio lugar lentamente a la pálida y desvanecida luz del día, aunque nunca brillaba el sol y, mientras agarrábamos nuestros Blastors y otra indumentaria, preparándonos para avanzar, Toj Qul alzó la mano en advertencia.
No hubo necesidad de palabras. Todo escuchamos lo que pasó. Hasta los muertos deben oír aquel estruendo infernal y discordante cada vez que suena. ¿Que lo describa? No podría. ¡No hay palabras!
Cuando nuestros oídos se recuperaron un poco del shock, Vir-Dax sacudió la cabeza.
—¡O-o-o-f-f-f! —exclamó—. ¡Escuchar eso a menudo conduciría a la locura! ¡Es una agonía!
—Tal vez —gruñó Hul Jok—, pero a mí ya me hizo enloquecer, ¡enloquecer de curiosidad! ¡Vamos!
Él era el comandante. Fuimos tras él, dejando nuestro Étir-Torp desprotegido, pero nunca fuimos tan tontos de nuevo.
Avanzamos con cautela, desplegados en una línea, manteniéndonos a la vista uno del otro. El ruido había venido del lado norte de la planicie y hacia allá dirigimos nuestros pasos, afortunadamente escondidos por los árboles y arbustos.
Como uno solo nos detuvimos abruptamente y nos reagrupamos, mientras mirábamos asombrados, incrédulos, horrorizados.
Nos encontrábamos justo al borde de un arbusto alto y ante nosotros había un espacio abierto al pie de las altísimas paredes de un risco escarpado que medía tanto como diez hombres altos.
A medio camino sobresalía una amplia plataforma de roca que se extendía completamente a lo largo del risco, de oeste a este, y a intervalos regulares podíamos percibir grandes aperturas rectangulares, cubiertas o cerradas por puertas de algún tipo de metal color plomo de sutil brillo.
¡Y todo el espacio entre el borde de los arbustos y el pie del risco estaba ocupado por el mismo tipo de horribles monstruosidades que ya nos habíamos encontrado! Yacían allí expectantes, aparentemente, pues su atención parecía concentrarse en la plataforma de roca sobre ellas.
Una puerta cerca al borde occidental se abrió y emergió de ella una procesión. Al fin habíamos encontrado…
—¡Gran Poder de la Vida! —exclamó Mor Ag profanamente— ¡Esos seres no son tærrestres!
Ron Ti is our greatest scientist. Which is to say that he is the greatest in our known universe, for we of the planet Venhez lead all the others in every attainment and accomplishment, our civilization being the oldest and most advanced.
He had called a meeting of seven of us in his «workshop», as he termed his experimental laboratory. There came Hul Jok, the gigantic Commander of the Forces of Planetary Defense; Mor Ag, who knew all there was to know about the types, languages and customs of the dwellers on every one of the major planets; Vir Dax, who could well-nigh bring the dead to life with his strange remedies, powders, and decoctions; Toj Qul, the soft-spoken, keen of brain—the one Venhezian who could «talk a bird off a bough,» as the saying goes—our Chief Diplomat of Interplanetary Affairs; and Lan Apo, whose gift was peculiar, in that he could unerringly tell, when listening to any one, be that one Venhezian, Markhurian, or from far Ooranos—planet of the unexpected—Lan Apo could, I repeat, tell whether that one spoke pure truth or plain falsehood. Nay, he could even read the truth held back, while seemingly listening attentively to the lie put forward! A valuable man—but uncomfortable to have about, at times!
Lastly, there was myself, whose sole distinction, and a very poor one, is that I am a maker of records, a writer of the deeds of others. Yet even such as I have names, and I am called Hak Iri.
Ron was excited. That was plain to be seen in the indifferent, casual manner he displayed. He is like that. The rest of us were frankly curious, all but that confounded Lan Apo. He wore a faintly superior smile, as who should say: «No mystery here, to me!»
Ron stood before a huge dial. Now this is not a record of his invention, but a statement of the strange adventure in which we seven figured because of the events called to our attention by means of that wonderful device, so I shall not attempt its full description, merely saying that it was dial-formed, with the symbols of the major planets graven on its rim at regular intervals, and from its center there swung a long pointer, just then resting at a blank space.
«Listen,» commanded Ron, and swung the pointer to the symbol of our own world.
Instantly there broke forth in that quiet room all the sounds of diversified life with which we Venhezians are familiar. All six of us who listened nodded comprehension. Already our science knew the principle, for we had long had dials that surpassed this one, apparently; for ours, while but attuned to our planet alone, could, and did, record every event, sight, or sound thereon, at any distance, regardless of solid obstacles intervening. But this dial—it bore the symbols of all the inhabited worlds. Could it—?
Ron swung the indicator to the symbol of Markhuri, and the high-pitched uproar that immediately assailed our ears was characteristic of that world of excitable, volatile-natured, yet kindly people.
Planet after planet, near and far, we contacted thus, regardless of space, until Ron swung the pointer to the symbol of Aerth.
And silence was the result!
Ron’s look was significant. It spoke volumes. One and all, we looked into each other’s faces, and read therein reflected the same anxiety, the same apprehension which we each experienced.
That something was radically wrong with our neighbor, everybody already knew, for many years before the green light of Aerth had become perceptibly dimmer. Little attention, however, had been paid at first, for, by interplanetary law, each planet’s dwellers remained at home, unless their presence was requested elsewhere. A wise idea, if one stops to consider. And no call had come to us nor to any other world from Aerth; so we had put it down to some purely natural cause with which, doubtless, the Aerthons were perfectly capable of coping without outside help or interference.
But year by year the green light waned in the night skies until finally it vanished utterly.
That might have been due to atmospheric changes, perhaps. Life, even, might have become extinct upon Aerth, so that no one lived to hold communication with anyone on any of the other inhabited worlds of the Planetary Chain, but it was hardly likely, unless the catastrophe were instantaneous; and in that case it would needs be violent. Anything so stupendous as that would have been registered at once by instruments all over the universe.
But now—this invention of Ron Ti’s placed a remarkably serious aspect upon the question. For, if Aerth still occupied its old place—and we knew beyond doubt that it did—then what lay behind this double veil of silence and invisibility?
What terrible menace threatened the universe? For whatever had happened on one planet might well occur on another. And if Aerth should perchance be wrecked, the delicate balance of the universe would be seriously shaken, might even be thrown out completely, and Markhuri, so near the sun, go tumbling into blazing ruin.
Then, horror upon horror, until chaos and old night once more held sway, and the unguessed purposes of the Great Mind would be—
Oh, but such thoughts led to madness! What to do? That course alone held fast to sanity.
«Well?» demanded Hul Jok, the practical. «What are you going to do about it, Ron?»
That was Hul Jok all over! He was Ron’s best friend and ardent admirer. He knew Ron’s scientific ability, and firmly believed, should Venhez crack open, that inside of an hour Ron Ti would have the crevice closed tight and re-welded until inspection would fail to find any traces of the fracture! But at that, all Venhez thought the same way about Ron Ti’s abilities, so Hul Jok was, after all, no better than the rest.
«It is matter for the Supreme Council,» replied Ron gravely. «I propose that we seven obtain permission to visit Aerth in one of the great Aethir-Torps, bearing credentials from the council explaining why we have trespassed, and, if it be possible, try to ascertain if this be a thing warranting interference or no.»
Why record the obvious? When such as Ron Ti and Hul Jok make request to the Supreme Council, it is from necessity, not for amusement. And the council saw it in that aspect, and granted them free hand.
We started as promptly as might be.
The great Aethir-Torp hurtled through space in smooth, even flight, Hul Jok in command. And who better fitted? Was he not our war prince, familiar with every device known for purposes of offense and defense? Surely he whose skilled brain could direct whole fleets and armies was the logical one to handle our single craft, guide her, steer her, and, if need arose, fight her!
With this in mind I asked him casually yet curiously:
«Hul Jok, if the Aerthons resent our inquiry, and bid us begone, what will you do?»
«Run!» grinned the giant, good-humoredly.
«You will not fight, should we be attacked?»
«Hum!» he grunted. «That will be different! No race on any planet may boast that they have attacked an Aethir-Torp of Venhez with impunity. At least,» he added, decisively, «not while Hul Jok bears the emblem of the Looped Cross on his breast!»
«And if it be pestilence?» I persisted.
«Vir Dax would know more about that than I,» he returned, shortly.
«And if—» I recommenced; but the giant released one hand from the controls, and clamped his great thick fingers on my shoulder, nearly crushing it.
«If,» he growled, «you do not cease chattering when I am on duty, I shall most assuredly pitch you out through the opening of this conning tower into space, and there you may start on an orbit of your own as a cunning little planet! Are you answered?»
I was. But I grinned at him, for I knew our giant; and he returned the grin. But he was quite right. After all, speculations are the attempts of fools to forestall the future. Better to wait, and see reality.
And as for surmises, no one could possibly have dreamed any such nightmare state of affairs as we found upon our arrival.
A faint, dull, but lurid reddish glow first apprized us that we were drawing near our destination. It was Aerth’s atmosphere, truly enough, but thick, murky, almost viscous, like a damp, soggy smoke.
So dense it was, in fact, that it became necessary to slow down the speed of our Aethir-Torp, lest the intense friction set up by our passage should melt the well-nigh infusible plates of Berulion metal of which our Aethir-Torp was built. And the closer we drew to Aerth’s surface, the slower were we obliged to proceed from the same cause.
But finally we were gliding along slowly, close to the actual surface; and, oh, the picture of desolation which met our eyes! It happened that we had our first view where once had stood a great city. Had stood, I say, for now it was but tumbled heaps of ruins, save that here and there still loomed the shape of a huge building; but these, even, were in the last stages of dilapidation, ready to fall apart at any moment.
In fact, one such did collapse with a dull, crashing roar, merely from the vibrations set up by the passing of our Aethir- Torp—and we were a good half-mile distant when it fell!
In vain we sounded our discordant hoular; no sign of life could we discern, and we all were straining our eves in hopes. It was but a dead city. Was all Aerth thus?
Leaving behind this relic of a great past, we came to open country. And here the same deadly desolation prevailed. Nowhere was sign of habitation, nowhere was trace of animate life, neither bird, nor animal, nor man. Nor anywhere could we discern evidence of cultivation, and even of vegetation of wild sorts was but little to be seen. Nothing but dull, gray-brown ground, and sad-colored rocks, with here and there a dingy, grayish-green shrub, stunted, distorted, isolate.
We came eventually to a low range of mountains, rocky, gloomy, and depressing to behold. It was while flying low over these that we for the first time saw water since we arrived on Aerth. In a rather wide valley we observed a narrow ribbon of sluggish, leaden-hued fluid meandering slowly along.
Ron Ti, who was then at the controls, brought our craft to a successful landing. This valley, especially near the stream banks, was the most fertile place we had thus far seen. There grew some fairly tall trees, and in places, clumps and thickets of pallidly green bushes as high as Hul Jok’s head, or even higher. But tree trunks and bushes alike were covered with dull red and livid purple and garish yellow fungi, which Vir Dax, after one look, pronounced poisonous to touch as well as to taste.
And here we found life, such as it was. I found it, and a wondrous start the ugly thing gave me! It was in semblance but a huge pulpy blob of a loathly blue color, in diameter over twice Hul Jok’s height, with a gaping, triangular-shaped orifice for mouth, in which were set scarlet fangs; and that maw was in the center of the bloated body-. At each corner of this mouth there glared malignant an oval, opaque, silvery eye.
Well it was for me that, in obedience to Hul Jok’s imperative command, I was holding my Blastor pointing ahead of me; for as I blundered full upon the monstrosity it upheaved its ugly bulk—how, I do not know, for I saw no legs nor did it have wings—to one edge and would have flopped down upon me, but instinctively I slid forward the catch on the tiny Blastor, and the foul thing vanished—save for a few fragments of its edges—smitten into nothingness by the vibrations hurled forth from that powerful little disintegrator.
It was the first time I had ever used one of the terrific instruments, and I was appalled at the instantaneous thoroughness of its workings.
The Blastor made no noise—it never does, nor do the big Ak-Blastors which are the fighting weapons used on the Aethir- Torps, when they are discharging annihilation—but that nauseous ugliness I had removed gave vent to a sort of bubbling hiss as it returned to its original atoms; and the others of our party hastened to where I stood shaking from excitement—Hul Jok was wrong when he said it was fear—and they questioned me as to what I had encountered.
Shortly afterward, Hul Jok found another one and called us all to see it, threw a rock the size of his head at it, hit it fairly in the center of its mouth; and the rock vanished inside and was apparently appreciated, for the nightmare quivered slightly, rippled a bit, and lay still. Hul Jok tried it with another rock, but had the mischance to hit his little pet in the eye—and seven Blastors sent that livid horror to whatever limbo had first spawned it! And it was above our heads in air, hurtling downward upon us when we blew it apart! Lightning scarcely moves swifter! Even Hul Jok was satisfied thereafter, when encountering one, to confine his caresses to pointing his Blastor and pressing the release stud, instead of trying to play games with it.
But that was, after all, the sole type of life we found in that valley, although what the things fed upon we could not then ascertain, unless they devoured their own species.
We found others like them in another place—blob-things that could not be destroyed by our Blastors; and we saw, too, what they were fed with. But that in its proper place!
We spent some time here in this valley, but then, finding nothing new, we again took to our craft and passed over the encircling mountains, only to find other mountains beyond. Also, other valleys.
At length we came to a larger valley than any we had before seen. This was, rather, a plain between two ranges, or, to speak more accurately, a flat where the range divided and formed a huge oval, to re-unite and continue as an unbroken chain farther on.
And here we again landed where a grove of trees gave concealment for our Aethir-Torp in case of—we did not know—anything! But upon us all there lay a heavy certitude that we were in a country inimical to our very continuance of existence.
Why? We could not tell that, yet each of us felt it, knew it, and, to some extent, feared it—for the bravest may well fear the unknown.
It was Mor Ag who had spoken the words which guided our actions for some time past.
«Were Aerth inhabited as we understand the word,» he had said, sententiously, «the great city we saw would be no ruin, but teeming with life and activity, as was the custom of the Aerthons before the light of the Green Star waned. So, if any be still alive, it is in the wilderness we must seek them. Wherefore, one place is as another, until we learn differently.»
How utterly right he was, speedily became manifest.
The pit-black murk of night slowly gave place to the pallid, wan daylight wherein no actual sunlight ever shone, and as we gathered up our Blastors and other impedimenta, preparatory to setting forth, Toj Qul raised a hand in warning.
There was no need for speech. We all heard what he did. I think the dead must hear that infernal, discordant din every time it is sounded. Describe it? I cannot. There are no words!
When our ears had somewhat recovered from the shock, Vir Dax shook his head.
«O-o-o-f-f-f!» he exclaimed. «To hear that very often would produce madness! It is agony!»
«Perhaps,» growled Hul Jok. «But I have already gone mad because of it—gone mad with curiosity! Come along!»
He was commander. We went, leaving our Aethir-Torp to care for itself. But never again were we thus foolish.
We proceeded warily, spread out in a line, each keeping within sight of the next. The noise had come from the north side of the flat, and thither we directed our steps. Well for us that we were hidden by the trees and bushes!
As one we came to a sudden halt, drew together in a group, staring amazed, incredulous, horrified.
We were at the very edge of the high-bush, and before us was open space clear to the foot of towering cliff-walls, which rose sheer to some ten times the height of a tall male.
Half way up this there stuck out a broad shelf of rock, extending completely across the face of the cliff from the western end to the eastern, and at regular intervals we could perceive large, rectangular openings, covered, or closed, by doors of some dully glinting, leaden-hued metal.
And all the space between the edge of bush-growth and foot of cliff was occupied by the same sort of loathly monstrosities as we had previously encountered! There they lay, expectant, apparently, for their attentions were seemingly concentrated upon the shelf of rock high in air above them.
A door close to the western end opened and a procession emerged therefrom. At last we had found—»Great Power of Life!» ejaculated Mor Ag profanely. «Those beings are no Aerthons!»
Ron Ti is our greatest scientist. Which is to say that he is the greatest in our known universe, for we of the planet Venhez lead all the others in every attainment and accomplishment, our civilization being the oldest and most advanced.
He had called a meeting of seven of us in his «workshop», as he termed his experimental laboratory. There came Hul Jok, the gigantic Commander of the Forces of Planetary Defense; Mor Ag, who knew all there was to know about the types, languages and customs of the dwellers on every one of the major planets; Vir Dax, who could well-nigh bring the dead to life with his strange remedies, powders, and decoctions; Toj Qul, the soft-spoken, keen of brain—the one Venhezian who could «talk a bird off a bough,» as the saying goes—our Chief Diplomat of Interplanetary Affairs; and Lan Apo, whose gift was peculiar, in that he could unerringly tell, when listening to any one, be that one Venhezian, Markhurian, or from far Ooranos—planet of the unexpected—Lan Apo could, I repeat, tell whether that one spoke pure truth or plain falsehood. Nay, he could even read the truth held back, while seemingly listening attentively to the lie put forward! A valuable man—but uncomfortable to have about, at times!
Lastly, there was myself, whose sole distinction, and a very poor one, is that I am a maker of records, a writer of the deeds of others. Yet even such as I have names, and I am called Hak Iri.
Ron was excited. That was plain to be seen in the indifferent, casual manner he displayed. He is like that. The rest of us were frankly curious, all but that confounded Lan Apo. He wore a faintly superior smile, as who should say: «No mystery here, to me!»
Ron stood before a huge dial. Now this is not a record of his invention, but a statement of the strange adventure in which we seven figured because of the events called to our attention by means of that wonderful device, so I shall not attempt its full description, merely saying that it was dial-formed, with the symbols of the major planets graven on its rim at regular intervals, and from its center there swung a long pointer, just then resting at a blank space.
«Listen,» commanded Ron, and swung the pointer to the symbol of our own world.
Instantly there broke forth in that quiet room all the sounds of diversified life with which we Venhezians are familiar. All six of us who listened nodded comprehension. Already our science knew the principle, for we had long had dials that surpassed this one, apparently; for ours, while but attuned to our planet alone, could, and did, record every event, sight, or sound thereon, at any distance, regardless of solid obstacles intervening. But this dial—it bore the symbols of all the inhabited worlds. Could it—?
Ron swung the indicator to the symbol of Markhuri, and the high-pitched uproar that immediately assailed our ears was characteristic of that world of excitable, volatile-natured, yet kindly people.
Planet after planet, near and far, we contacted thus, regardless of space, until Ron swung the pointer to the symbol of Aerth.
And silence was the result!
Ron’s look was significant. It spoke volumes. One and all, we looked into each other’s faces, and read therein reflected the same anxiety, the same apprehension which we each experienced.
That something was radically wrong with our neighbor, everybody already knew, for many years before the green light of Aerth had become perceptibly dimmer. Little attention, however, had been paid at first, for, by interplanetary law, each planet’s dwellers remained at home, unless their presence was requested elsewhere. A wise idea, if one stops to consider. And no call had come to us nor to any other world from Aerth; so we had put it down to some purely natural cause with which, doubtless, the Aerthons were perfectly capable of coping without outside help or interference.
But year by year the green light waned in the night skies until finally it vanished utterly.
That might have been due to atmospheric changes, perhaps. Life, even, might have become extinct upon Aerth, so that no one lived to hold communication with anyone on any of the other inhabited worlds of the Planetary Chain, but it was hardly likely, unless the catastrophe were instantaneous; and in that case it would needs be violent. Anything so stupendous as that would have been registered at once by instruments all over the universe.
But now—this invention of Ron Ti’s placed a remarkably serious aspect upon the question. For, if Aerth still occupied its old place—and we knew beyond doubt that it did—then what lay behind this double veil of silence and invisibility?
What terrible menace threatened the universe? For whatever had happened on one planet might well occur on another. And if Aerth should perchance be wrecked, the delicate balance of the universe would be seriously shaken, might even be thrown out completely, and Markhuri, so near the sun, go tumbling into blazing ruin.
Then, horror upon horror, until chaos and old night once more held sway, and the unguessed purposes of the Great Mind would be—
Oh, but such thoughts led to madness! What to do? That course alone held fast to sanity.
«Well?» demanded Hul Jok, the practical. «What are you going to do about it, Ron?»
That was Hul Jok all over! He was Ron’s best friend and ardent admirer. He knew Ron’s scientific ability, and firmly believed, should Venhez crack open, that inside of an hour Ron Ti would have the crevice closed tight and re-welded until inspection would fail to find any traces of the fracture! But at that, all Venhez thought the same way about Ron Ti’s abilities, so Hul Jok was, after all, no better than the rest.
«It is matter for the Supreme Council,» replied Ron gravely. «I propose that we seven obtain permission to visit Aerth in one of the great Aethir-Torps, bearing credentials from the council explaining why we have trespassed, and, if it be possible, try to ascertain if this be a thing warranting interference or no.»
Why record the obvious? When such as Ron Ti and Hul Jok make request to the Supreme Council, it is from necessity, not for amusement. And the council saw it in that aspect, and granted them free hand.
We started as promptly as might be.
The great Aethir-Torp hurtled through space in smooth, even flight, Hul Jok in command. And who better fitted? Was he not our war prince, familiar with every device known for purposes of offense and defense? Surely he whose skilled brain could direct whole fleets and armies was the logical one to handle our single craft, guide her, steer her, and, if need arose, fight her!
With this in mind I asked him casually yet curiously:
«Hul Jok, if the Aerthons resent our inquiry, and bid us begone, what will you do?»
«Run!» grinned the giant, good-humoredly.
«You will not fight, should we be attacked?»
«Hum!» he grunted. «That will be different! No race on any planet may boast that they have attacked an Aethir-Torp of Venhez with impunity. At least,» he added, decisively, «not while Hul Jok bears the emblem of the Looped Cross on his breast!»
«And if it be pestilence?» I persisted.
«Vir Dax would know more about that than I,» he returned, shortly.
«And if—» I recommenced; but the giant released one hand from the controls, and clamped his great thick fingers on my shoulder, nearly crushing it.
«If,» he growled, «you do not cease chattering when I am on duty, I shall most assuredly pitch you out through the opening of this conning tower into space, and there you may start on an orbit of your own as a cunning little planet! Are you answered?»
I was. But I grinned at him, for I knew our giant; and he returned the grin. But he was quite right. After all, speculations are the attempts of fools to forestall the future. Better to wait, and see reality.
And as for surmises, no one could possibly have dreamed any such nightmare state of affairs as we found upon our arrival.
A faint, dull, but lurid reddish glow first apprized us that we were drawing near our destination. It was Aerth’s atmosphere, truly enough, but thick, murky, almost viscous, like a damp, soggy smoke.
So dense it was, in fact, that it became necessary to slow down the speed of our Aethir-Torp, lest the intense friction set up by our passage should melt the well-nigh infusible plates of Berulion metal of which our Aethir-Torp was built. And the closer we drew to Aerth’s surface, the slower were we obliged to proceed from the same cause.
But finally we were gliding along slowly, close to the actual surface; and, oh, the picture of desolation which met our eyes! It happened that we had our first view where once had stood a great city. Had stood, I say, for now it was but tumbled heaps of ruins, save that here and there still loomed the shape of a huge building; but these, even, were in the last stages of dilapidation, ready to fall apart at any moment.
In fact, one such did collapse with a dull, crashing roar, merely from the vibrations set up by the passing of our Aethir- Torp—and we were a good half-mile distant when it fell!
In vain we sounded our discordant hoular; no sign of life could we discern, and we all were straining our eves in hopes. It was but a dead city. Was all Aerth thus?
Leaving behind this relic of a great past, we came to open country. And here the same deadly desolation prevailed. Nowhere was sign of habitation, nowhere was trace of animate life, neither bird, nor animal, nor man. Nor anywhere could we discern evidence of cultivation, and even of vegetation of wild sorts was but little to be seen. Nothing but dull, gray-brown ground, and sad-colored rocks, with here and there a dingy, grayish-green shrub, stunted, distorted, isolate.
We came eventually to a low range of mountains, rocky, gloomy, and depressing to behold. It was while flying low over these that we for the first time saw water since we arrived on Aerth. In a rather wide valley we observed a narrow ribbon of sluggish, leaden-hued fluid meandering slowly along.
Ron Ti, who was then at the controls, brought our craft to a successful landing. This valley, especially near the stream banks, was the most fertile place we had thus far seen. There grew some fairly tall trees, and in places, clumps and thickets of pallidly green bushes as high as Hul Jok’s head, or even higher. But tree trunks and bushes alike were covered with dull red and livid purple and garish yellow fungi, which Vir Dax, after one look, pronounced poisonous to touch as well as to taste.
And here we found life, such as it was. I found it, and a wondrous start the ugly thing gave me! It was in semblance but a huge pulpy blob of a loathly blue color, in diameter over twice Hul Jok’s height, with a gaping, triangular-shaped orifice for mouth, in which were set scarlet fangs; and that maw was in the center of the bloated body-. At each corner of this mouth there glared malignant an oval, opaque, silvery eye.
Well it was for me that, in obedience to Hul Jok’s imperative command, I was holding my Blastor pointing ahead of me; for as I blundered full upon the monstrosity it upheaved its ugly bulk—how, I do not know, for I saw no legs nor did it have wings—to one edge and would have flopped down upon me, but instinctively I slid forward the catch on the tiny Blastor, and the foul thing vanished—save for a few fragments of its edges—smitten into nothingness by the vibrations hurled forth from that powerful little disintegrator.
It was the first time I had ever used one of the terrific instruments, and I was appalled at the instantaneous thoroughness of its workings.
The Blastor made no noise—it never does, nor do the big Ak-Blastors which are the fighting weapons used on the Aethir- Torps, when they are discharging annihilation—but that nauseous ugliness I had removed gave vent to a sort of bubbling hiss as it returned to its original atoms; and the others of our party hastened to where I stood shaking from excitement—Hul Jok was wrong when he said it was fear—and they questioned me as to what I had encountered.
Shortly afterward, Hul Jok found another one and called us all to see it, threw a rock the size of his head at it, hit it fairly in the center of its mouth; and the rock vanished inside and was apparently appreciated, for the nightmare quivered slightly, rippled a bit, and lay still. Hul Jok tried it with another rock, but had the mischance to hit his little pet in the eye—and seven Blastors sent that livid horror to whatever limbo had first spawned it! And it was above our heads in air, hurtling downward upon us when we blew it apart! Lightning scarcely moves swifter! Even Hul Jok was satisfied thereafter, when encountering one, to confine his caresses to pointing his Blastor and pressing the release stud, instead of trying to play games with it.
But that was, after all, the sole type of life we found in that valley, although what the things fed upon we could not then ascertain, unless they devoured their own species.
We found others like them in another place—blob-things that could not be destroyed by our Blastors; and we saw, too, what they were fed with. But that in its proper place!
We spent some time here in this valley, but then, finding nothing new, we again took to our craft and passed over the encircling mountains, only to find other mountains beyond. Also, other valleys.
At length we came to a larger valley than any we had before seen. This was, rather, a plain between two ranges, or, to speak more accurately, a flat where the range divided and formed a huge oval, to re-unite and continue as an unbroken chain farther on.
And here we again landed where a grove of trees gave concealment for our Aethir-Torp in case of—we did not know—anything! But upon us all there lay a heavy certitude that we were in a country inimical to our very continuance of existence.
Why? We could not tell that, yet each of us felt it, knew it, and, to some extent, feared it—for the bravest may well fear the unknown.
It was Mor Ag who had spoken the words which guided our actions for some time past.
«Were Aerth inhabited as we understand the word,» he had said, sententiously, «the great city we saw would be no ruin, but teeming with life and activity, as was the custom of the Aerthons before the light of the Green Star waned. So, if any be still alive, it is in the wilderness we must seek them. Wherefore, one place is as another, until we learn differently.»
How utterly right he was, speedily became manifest.
The pit-black murk of night slowly gave place to the pallid, wan daylight wherein no actual sunlight ever shone, and as we gathered up our Blastors and other impedimenta, preparatory to setting forth, Toj Qul raised a hand in warning.
There was no need for speech. We all heard what he did. I think the dead must hear that infernal, discordant din every time it is sounded. Describe it? I cannot. There are no words!
When our ears had somewhat recovered from the shock, Vir Dax shook his head.
«O-o-o-f-f-f!» he exclaimed. «To hear that very often would produce madness! It is agony!»
«Perhaps,» growled Hul Jok. «But I have already gone mad because of it—gone mad with curiosity! Come along!»
He was commander. We went, leaving our Aethir-Torp to care for itself. But never again were we thus foolish.
We proceeded warily, spread out in a line, each keeping within sight of the next. The noise had come from the north side of the flat, and thither we directed our steps. Well for us that we were hidden by the trees and bushes!
As one we came to a sudden halt, drew together in a group, staring amazed, incredulous, horrified.
We were at the very edge of the high-bush, and before us was open space clear to the foot of towering cliff-walls, which rose sheer to some ten times the height of a tall male.
Half way up this there stuck out a broad shelf of rock, extending completely across the face of the cliff from the western end to the eastern, and at regular intervals we could perceive large, rectangular openings, covered, or closed, by doors of some dully glinting, leaden-hued metal.
And all the space between the edge of bush-growth and foot of cliff was occupied by the same sort of loathly monstrosities as we had previously encountered! There they lay, expectant, apparently, for their attentions were seemingly concentrated upon the shelf of rock high in air above them.
A door close to the western end opened and a procession emerged therefrom. At last we had found—»Great Power of Life!» ejaculated Mor Ag profanely. «Those beings are no Aerthons!»
Ron Ti es nuestro científico más importante. Esto es igual a decir que es el más importante de todo el universo conocido pues nosotros, los del planeta Venhuz, lideramos a todos los demás en cada logro y conquista, siendo nuestra civilización la más antigua y avanzada.
Él había solicitado que siete de nosotros nos reuniéramos en su “taller”, como solía llamar a su laboratorio experimental. Vinieron Jul Hok, el colosal Comandante de las Fuerzas de Defensa Planetaria; Mor Ag, quien sabía todo lo que había que saber sobre los tipos, idiomas y costumbres de los habitantes de cada uno de los planetas principales; Vir Dax, quien podía casi revivir a los muertos con sus extraños remedios, polvos y brebajes; Toj Qul, el de voz suave y aguda inteligencia —el único venhuziano que podía convencer a un ave de dejar su nido, como dice el dicho— nuestro Jefe Diplomático de Asuntos Interplanetarios; y Lan Apo, cuyo don era peculiar en cuanto que podía determinar inequívocamente, al escuchar a cualquiera, fuera venhuziano, markhuriano o del lejano Oorano —planeta de lo inesperado— Lan Apo podía, reitero, determinar quién hablaba pura verdad o simple falsedad. ¡No, podía incluso leer la verdad retenida, mientras aparentaba escuchar atentamente la mentira expuesta! Un hombre valioso, ¡pero incomodo de tener cerca en ocasiones!
Finalmente, estaba yo, cuya única distinción, y una muy pobre, es que soy quien lleva los registros, un escritor de las obras de los otros. Aun quienes son como yo tienen nombre y yo me llamo Hak Iri.
Ron estaba emocionado. Era fácil verlo en la actitud indiferente y despreocupada que mostraba. Él es así. El resto de nosotros estábamos francamente curiosos, todos menos el condenado Lan Apo. Exhibía una sutil sonrisa de superioridad, como quien dice: “¡Aquí no hay misterio para mí!”.
Ron estaba de pie frente a un dial gigante. Ahora, este no es un registro de su invención, sino una declaración de la extraña aventura en que terminamos los siete debido a los eventos que llamaron nuestra atención a través de ese maravilloso aparato, así que no intentaré describirlo por completo. Basta decir que tenía forma de dial, con los símbolos de los planetas principales gravados en su circunferencia externa a intervalos regulares y un puntero que oscilaba desde su centro, justo entonces suspendido en un espacio vacío.
—Escuchen —dijo Ron y dirigió el puntero hacia el símbolo de nuestro propio mundo.
Instantáneamente, irrumpieron en aquella callada habitación todos los sonidos de la vida diversificada que nos son familiares a nosotros los venhuzianos. Los seis de nosotros que escuchábamos asentimos en comprensión. Nuestra ciencia ya conocía el principio científico, pues desde hace tiempo teníamos diales que, aparentemente, sobrepasaban a este. Nuestros diales —aunque sintonizados únicamente con nuestro planeta— podían grabar cada evento, visión o sonido, y así lo hacían, a cualquier distancia, sin importar los obstáculos sólidos a su paso. Este dial, sin embargo, tenía los símbolos de todos los mundos habitados. ¿Podría acaso…?
Ron dirigió el puntero hacia el símbolo de Markhurio e inmediatamente asaltó nuestros oídos el agudo griterío característico de aquel mundo de gentes amables, aunque agitadas y de naturaleza volátil.
Contactamos planeta tras planeta, cercanos y lejanos, sin importar el espacio, hasta que Ron dirigió el puntero hacia el símbolo de Tærra.
¡El resultado fue silencio!
La mirada de Ron era diciente. Hablaba por sí sola. Todos y cada uno nos miramos a los ojos y vimos reflejada en el otro la misma ansiedad, la misma aprehensión que cada uno experimentó.
Algo andaba extremadamente mal con nuestro vecino, ya todos lo sabíamos, pues muchos años atrás la luz verde de Tærra se había atenuado perceptiblemente. Se le había prestado poca atención al principio puesto que, por ley interplanetaria, los habitantes de cada planeta debían permanecer en su hogar, a menos que su presencia fuera requerida en otro planeta. Una idea sabia, si uno se pone a pensarlo. Y ni nosotros ni algún otro planeta había recibido ningún llamado proveniente de Tærra, así que adjudicamos el fenómeno a alguna causa natural que, sin duda, los tærrestres serían capaces de manejar sin ayuda o interferencia externa.
Año tras año, sin embargo, la luz verde en el cielo nocturno menguaba hasta que finalmente desapareció por completo.
Podría haber ocurrido debido a cambios atmosféricos, tal vez. La vida, incluso, podría haberse extinguido en Tærra, de forma que nadie pudiera comunicarse con alguien en ningún otro mundo habitado de la Cadena Planetaria, pero era poco probable, a menos que la catástrofe hubiera sido instantánea y —en ese caso— necesariamente violenta. Algo así de extraordinario habría sido inmediatamente percibido por instrumentos en todo el universo.
Ahora esta invención de Ron Ti otorgaba especial seriedad a la cuestión. Si Tærra todavía ocupaba su viejo lugar —y no teníamos duda de que así era— entonces, ¿qué yacía tras aquel doble velo de silencio e invisibilidad?
¿Qué terrible peligro amenazaba el universo? Lo que había sucedido en un planeta bien podría ocurrir en cualquier otro. Y en caso que Tærra fuese destruida el delicado balance del universo se vería seriamente sacudido, incluso totalmente desbaratado, y Markhurio, tan cerca del sol, se iría de bruces hacia la abrasadora ruina.
Luego, horror tras horror, hasta que reinaran nuevamente el caos y la antigua noche, y los desconocidos propósitos de la Gran Mente serían…
¡Ah, pero tales pensamientos conducen a la locura! ¿Qué hacer? Solo ese curso de acción se aferraba a la cordura.
—¿Y bien? —demandó Hul Jok, el práctico— ¿Qué harás al respecto, Ron?
¡Así era Hul Jok! Era el mejor amigo de Ron y su más ferviente admirador. ¡Conocía la habilidad científica de Ron y creía firmemente que, si Venhuz se abriera en dos, en menos de una hora Ron Ti habría cerrado y soldado la grieta tan bien que ninguna inspección podría encontrar rastro de la fractura! Sin embargo, todo Venhuz pensaba lo mismo sobre las habilidades de Ron Ti de modo que Hul Jok, después de todo, no era diferente al resto.
—Es un asunto para el Concejo Supremo —respondió Ron seriamente—. Propongo que los siete obtengamos permiso para viajar a Tærra en uno de los grandes Étir-Torps, llevando credenciales del Concejo explicando nuestra intrusión y, si es posible, que intentemos determinar si este asunto amerita interferencia o no.
¿Por qué registrar lo obvio? Cuando alguien como Ron Ti y Hul Jok hace una solicitud al Concejo Supremo es por necesidad y no por deporte. Y el Concejo lo vio bajo esa luz y les concedió vía libre.
Partimos tan pronto como fue posible.
El gran Étir-Torp atravesó el espacio en suave y estable vuelo, Hul Jok al mando. ¿Y quién mejor que él? ¿No era él nuestro príncipe de guerra, familiarizado con cada aparato conocido para fines de ofensa y defensa? ¡Seguro él, cuyo habilidoso cerebro podía dirigir ejércitos y flotas enteras, era la elección lógica para manejar nuestra nave solitaria, guiarla, dirigirla y, si surgía la necesidad, luchar con ella!
Con ello en mente, le pregunté tranquilo, aunque con curiosidad:
—Hul Jok, si los tærrestres rechazan nuestra misión y piden que nos vayamos, ¿qué harás?
—¡Correr! —sonrió el gigante de buen humor.
—¿No lucharás si nos atacan?
—¡Hum! —resopló— ¡Eso sería diferente! Ninguna raza en ningún planeta puede presumir haber atacado impunemente un Étir-Torp de Venhuz. ¡Al menos —agregó decisivamente—, no mientras Hul Jok lleve el emblema de la Cruz Ansada sobre su pecho!”
—¿Y si es pestilencia? —persistí.
—Vir Dax sabría más al respecto que yo —respondió brevemente.
—Y si… —continué, pero el gigante soltó una mano de los controles y agarró mi hombro con sus grandes y gruesos dedos, casi triturándolo.
—¡Si no dejas de parlotear mientras estoy trabajando —gruñó—, te arrojaré yo mismo con toda certeza hacia el espacio a través de la apertura de esta torre de mando y allá podrás empezar tu propia órbita como un pequeño y astuto plantea! ¿Respondí tu pregunta?
Sí, pregunta resuelta. Le sonreí, porque conocía a nuestro gigante, y él me devolvió la sonrisa. Pero tenía razón. Después de todo, las especulaciones son los intentos de los necios por anticiparse al futuro. Mejor esperar y ver la realidad.
Y si de suposiciones se trata, nadie podría haber siquiera soñado la pesadilla que encontramos tras nuestra llegada.
Un brillo rojizo, sutil y opaco, aunque escabroso, nos alertó de que estábamos acercándonos a nuestro destino. Era la atmósfera de Tærra, ciertamente, pero espesa, turbia, casi viscosa, como un humo pastoso y mojado.
Era tan densa que, de hecho, fue necesario reducir la velocidad de nuestro Étir-Torp para que la intensa fricción producida por nuestro paso no derritiera las infusibles placas de metal Berulión que componían nuestra nave. Entre más nos acercábamos a la superficie de Tærra, más despacio debíamos proseguir.
Finalmente planeamos a baja velocidad cerca de la superficie, ¡ay, la imagen de desolación que vieron nuestros ojos! Resultó que nuestra primera vista fue de donde antes se había erigido una gran ciudad. Digo se había erigido puesto que ahora apenas había un montón de ruinas desplomadas, excepto donde todavía asomaba la forma de un gigante edificio aquí y allá. Pero incluso estos se encontraban en las últimas etapas de deterioro, prestos a caer destruidos en cualquier momento.
De hecho, uno edificio tal colapsó con un rugido sordo e intenso solo con la vibración al pasar de nuestro Étir-Torp, ¡y estábamos a una buena milla y media cuando cayó!
En vano hicimos sonar nuestro discordante aullador; no podíamos discernir ninguna señal de vida y esforzábamos la vista guardando la esperanza. No era más que una ciudad muerta. ¿Estaba muerta toda Tærra?
Dejando atrás esta reliquia de un gran pasado, llegamos a campo abierto. Y aquí prevalecía la misma mortal desolación. No había en algún lado señal de sus habitantes o rastro de vida animada, ni aves, ni animales, ni hombres. Tampoco había evidencia de agricultura e incluso había muy poca vegetación silvestre para ver. Nada más que suelo opaco y gris, rocas de color triste y un arbustico verde-grisáceo, atrofiado, torcido, y aislado por aquí y por allá.
Eventualmente llegamos a una cadena de montañas bajas, rocosas, sombrías y deprimentes a la vista. Fue mientras volábamos bajo por encima de ellas que vimos agua por primera vez desde que llegamos a Tærra. En un valle más bien amplio observamos una franja estrecha de un fluido color plomo que serpenteaba lentamente.
Ron Ti, quien estaba entonces en los controles, llevó nuestra nave a un aterrizaje exitoso. Este valle, especialmente cerca a la orilla del riachuelo, era el lugar más fértil que habíamos visto hasta ahora. Allí crecían algunos árboles más o menos altos y, en algunos lugares, montoncitos y marañas de arbustos verde pálido tan altos como la cabeza de Hul Jok o tal vez más. Pero los troncos de los árboles, así como los arbustos, estaban cubiertos con hongos de rojo opaco, púrpura vívido y amarillo chillón que Vir Dax, con tan solo una mirada, declaró venenosos tanto al tacto como al gusto.
Y aquí encontramos vida, por llamarla de alguna manera. ¡Yo la encontré y tremendo susto me dio la cosa fea! Tenía la apariencia de una enorme masa pulposa y un horrible color azul, dos veces la altura de Hul Jok en diámetro, con un enorme orificio triangular por boca del que sobresalían colmillos escarlata. Ese hocico estaba en el centro del cuerpo inflamado y un ovalado ojo plateado opaco miraba malignamente desde cada esquina de esa boca.
Para mi fortuna, y obedeciendo la orden de Hul Jok, llevaba mi Blastor apuntando frente a mí pues en cuanto me tropecé de frente con la monstruosidad esta agitó su horrible masa —cómo, no lo sé, pues no le vi patas ni tenía alas— hacia un costado y habría caído sobre mí, pero instintivamente deslicé el seguro del pequeño Blastor y la horrible cosa se desvaneció —excepto por algunos fragmentos de sus bordes— reducida a la nada por las vibraciones emitidas desde el pequeño aunque poderoso desintegrador.
Era la primera vez que usaba uno de aquellos fantásticos instrumentos y estaba aterrado por la instantánea rigurosidad del mecanismo.
El Blastor no hizo ruido alguno —nunca lo hace, tampoco los modelos AK usados como armas de guerra en los Étir-Torps cuando de aniquilar se trata—, pero la nauseabunda fealdad que había eliminado emitió un siseo burbujeante mientras retornaba a sus átomos originales; el resto de nuestro grupo se apresuró a donde yo estaba temblando de la conmoción —Hul Jok estaba equivocado cuando dijo que era miedo— y me preguntaron qué era lo que había encontrado.
Justo después, Hul Jok encontró otra criatura y nos llamó a todos para verla, le lanzó una roca del tamaño de su cabeza, golpeándola casi en el centro de la boca, y la roca desapareció dentro de la criatura, aparentemente con aprecio pues la pesadilla se estremeció levemente, onduló un poco y se quedó quieta. Hul Jok intentó con otra roca, pero tuvo la mala fortuna de golpear a su pequeña mascota en el ojo, ¡y siete Blastors enviaron aquel horror furioso de vuelta al limbo que lo había engendrado! ¡Ni un relámpago se mueve tan rápido! Incluso Hul Jok quedó satisfecho después cuando, al encontrarse con otro, limitó sus caricias a apuntar su Blastor y liberar el seguro en lugar de intentar jugar con él.
Pero esa era, después de todo, la única forma de vida que encontramos en ese valle, aunque no podíamos determinar de qué se alimentaban las cosas, a menos de que devoraran a su propia especie.
Encontramos algunas similares en otro lugar —masas amorfas que no podían ser destruidas por nuestros Blastors— y también vimos de qué se alimentaban. ¡Aunque de ello hablaré en su debido momento!
Pasamos algún tiempo en el valle, pero al no encontrar nada nuevo, despegamos en la nave y pasamos sobre las montañas circundantes, solo para encontrar más montañas adelante. Más valles, también.
Al final llegamos a un valle más grande que todos los que habíamos visto. Era más bien un claro entre dos cordilleras o, más precisamente, una planicie donde la cordillera se dividía y formaba un enorme óvalo, para reunirse y continuar como una cadena ininterrumpida más adelante.
Y aquí aterrizamos de nuevo, donde un grupo de árboles podían ocultar nuestro Étir-Torp en caso de, no sabíamos, ¡cualquier cosa! Pero sobre todos pesaba la certeza de que estábamos en un territorio hostil a la continuidad de nuestra misma existencia.
¿Por qué? No podíamos decirlo, pero lo sentíamos, lo sabíamos y, hasta cierto punto, lo temíamos, pues los más valientes bien pueden temer a lo desconocido.
Fue Mor Ag quien dijo las palabras que nos guiaron por algún tiempo.
—Si Tærra estuviera habitada, como entendemos la palabra —afirmó—, la gran ciudad que vimos no estaría en ruinas, sino rebosante de vida y actividad, como era costumbre para los tærrestres antes de que menguara la luz de la Estrella Verde. Así que, si alguno aún vive, es en la naturaleza que debemos buscarle. Por eso, cualquier lugar es como cualquier otro, hasta que hallemos algo diferente.
Cuánta razón tenía se hizo manifiesto rápidamente.
La negra oscuridad de la noche dio lugar lentamente a la pálida y desvanecida luz del día, aunque nunca brillaba el sol y, mientras agarrábamos nuestros Blastors y otra indumentaria, preparándonos para avanzar, Toj Qul alzó la mano en advertencia.
No hubo necesidad de palabras. Todo escuchamos lo que pasó. Hasta los muertos deben oír aquel estruendo infernal y discordante cada vez que suena. ¿Que lo describa? No podría. ¡No hay palabras!
Cuando nuestros oídos se recuperaron un poco del shock, Vir-Dax sacudió la cabeza.
—¡O-o-o-f-f-f! —exclamó—. ¡Escuchar eso a menudo conduciría a la locura! ¡Es una agonía!
—Tal vez —gruñó Hul Jok—, pero a mí ya me hizo enloquecer, ¡enloquecer de curiosidad! ¡Vamos!
Él era el comandante. Fuimos tras él, dejando nuestro Étir-Torp desprotegido, pero nunca fuimos tan tontos de nuevo.
Avanzamos con cautela, desplegados en una línea, manteniéndonos a la vista uno del otro. El ruido había venido del lado norte de la planicie y hacia allá dirigimos nuestros pasos, afortunadamente escondidos por los árboles y arbustos.
Como uno solo nos detuvimos abruptamente y nos reagrupamos, mientras mirábamos asombrados, incrédulos, horrorizados.
Nos encontrábamos justo al borde de un arbusto alto y ante nosotros había un espacio abierto al pie de las altísimas paredes de un risco escarpado que medía tanto como diez hombres altos.
A medio camino sobresalía una amplia plataforma de roca que se extendía completamente a lo largo del risco, de oeste a este, y a intervalos regulares podíamos percibir grandes aperturas rectangulares, cubiertas o cerradas por puertas de algún tipo de metal color plomo de sutil brillo.
¡Y todo el espacio entre el borde de los arbustos y el pie del risco estaba ocupado por el mismo tipo de horribles monstruosidades que ya nos habíamos encontrado! Yacían allí expectantes, aparentemente, pues su atención parecía concentrarse en la plataforma de roca sobre ellas.
Una puerta cerca al borde occidental se abrió y emergió de ella una procesión. Al fin habíamos encontrado…
—¡Gran Poder de la Vida! —exclamó Mor Ag profanamente— ¡Esos seres no son tærrestres!
Laura Yolanda Calderón Benítez es profesional en Lenguajes y Estudios Culturales y Magíster en Literatura de la Universidad de los Andes. Ha sido docente de inglés y portugués en educación superior, y actualmente se desempeña como documentadora técnica y traductora en el área de tecnología y desarrollo de software. También trabaja como traductora freelancer de artículos académicos y contenido audiovisual de ciencias sociales y humanidades. En su tiempo libre es una lectora ávida de fantasía y ciencia ficción, novelas y poesía. El traductor, para Laura, es un autor que se dedica a escribir puentes entre mundos.