El hombre que odiaba a las moscas
Traducción del inglés por Guimel Murcia
Texto original de J. D. Beresford
Edición por Daniela Arias
Imagen: «Plate 78: Ten Insects, Including a Blue Fly» de Joris Hoefnagel
[…]
«Padre, si crees que las moscas hacen tanto daño», el niño comentó un día a modo de reflexión después de escuchar con atención uno de los discursos más intensos que el profesor le había dado a su exasperantemente despreocupada esposa, que había quitado todas las persianas de malla esa mañana por alguna teoría absurda suya sobre limpiar bien el lugar: «¿por qué no inventas algo para matarlas a todas?». Sin duda, su mente no educada tenía alguna idea romántica de una supertrampa, pero el comentario infantil hizo que los pensamientos en la mente hábil del profesor tomaran una nueva dirección.
En ese momento solo se encogió de hombros y respondió: «si tan solo pudiera, mi pequeño». A eso siguió una disertación sobre la lasitud e indiferencia del mundo en general. Porque si, como había dicho —había dicho lo mismo tantas veces que su esposa ni siquiera fingía escucharlo—, si se pudiera impulsar a la gente a actuar de manera concertada, el asunto podría realizarse. Brindar durante unos años atención escrupulosa a la destrucción de todos los desechos y la materia putrefacta; evitar o tratar todas las aguas estancadas; un poco de cuidado y previsión por parte las multitudes, y la plaga de moscas y mosquitos podría mitigarse en gran medida y, tal vez, por fin, eliminarse. «Pero la mayoría de la gente es descuidada, indiferente, incluso con su propio bienestar», concluyó dirigiendo una mirada a su esposa.
No obstante, esa sugerencia casual de su pequeño hijo volvió a su mente esa tarde; se interpuso entre él y su trabajo, le molestó casi tanto como las propias moscas.
Sucedió entonces que ese año tuvieron un verano en particular difícil. Hubo una gran plaga de insectos a principios de junio; y el clima, las moscas, y el consiguiente incentivo para resolver el problema esencial que su hijo le había planteado, comenzaron a alterar a Aumonier.
La situación no mejoró cuando fueron a Normandía en agosto. De hecho, empeoró porque entonces ni siquiera tenía el refugio de su laboratorio ni la distracción de su trabajo. Intentó olvidar el problema porque obviamente estaba fuera de su ámbito. Él era un químico experimental y estaba realizando algunas investigaciones muy importantes en el campo de la física molecular. Y, aunque habría estado dispuesto a admitir ese verano que el logro de librar al mundo de las moscas tendría más valor para la comunidad que cualquier descubrimiento que pudiera hacer relacionado con la constitución de la materia, sintió que ese no era su trabajo.
Sin embargo, en su camino de regreso a Aviñón a principios de septiembre se quedó una noche en París para visitar a un colega científico, que se estaba haciendo un nombre como biólogo. Este amigo escuchó con interés la declaración de Aumonier, pero se negó con una sonrisa a llevar a cabo la investigación propuesta. No obstante, soltó uno o dos comentarios que iban a tener un efecto decisivo sobre el futuro del mundo:
«Lo que hay que descubrir», dijo, «sería algún tipo de enfermedad en extremo infecciosa a las que las moscas fueran susceptibles, y… bueno, fortalecerla. De hecho, se sabe que las moscas sufren de alguna enfermedad que las afecta durante los veranos húmedos, una especie de hongo. Se las ve consumidas por ello; casi transparentes. A veces, como probablemente habrás notado, también se ven afectadas por un vértigo particular. Esa es, al menos, una posibilidad teórica. Pero…», sonrió de nuevo, «ese no es mi trabajo, Aumonier».
Y Aumonier se dio cuenta después de esta conversación que nunca sería el trabajo de nadie a menos que él lo hiciera propio.
No sucumbió de inmediato. Ese otoño, todavía trabajaba de forma intermitente en su propia investigación, pero comenzó dos nuevas líneas de lectura: entomología y bacteriología. Tenía una memoria maravillosa, podía leer todos los idiomas europeos principales y aprendía muy rápido.
Su esposa solo se rio cuando le dijo lo que se proponía hacer. No afectaría sus ingresos. «¡Ah! Quieres mejorar el mundo demasiado», dijo ella. «Sin duda, la providencia envió las moscas con algún buen propósito».
El profesor Aumonier tardó veinte años de arduo trabajo y experimentación en resolver su problema y, por fin, la gran clave llegó casi por accidente. El lector científico podrá entender con todo detalle la línea de la investigación en la impresionante monografía de Aumonier, titulada con modestia Musca Vulgaris. Sus memorias también proporcionan mucho material interesante al respecto. Bastará con recordar, en este lugar, las bases generales sobre las que se llevaron a cabo los experimentos, señalando en particular algo a lo que él mismo nunca alude: el heroísmo del investigador, típico de tantos de nuestros inspirados trabajadores en el campo de la ciencia.
Pues Aumonier comenzó haciendo el inmenso acto de sacrificar todas esas pacíficas horas de inmunidad que hasta entonces había pasado en su laboratorio. Ese refugio del que cada mosca había sido estrictamente excluida se convirtió en su propio hogar y lugar de cría, al que fueron invitadas, no, obligadas, a ir por medio de cualquier ingenioso cebo que se pudiera idear. En resumen, el laboratorio de Aumonier ahora estaba tan lleno de moscas durante todo el año que incluso su esposa lo encontraba insoportable.
Y allí el hombre devoto estudió todos los hábitos de la especie, aportando de forma indirecta a una reserva de conocimientos relacionados a la vida insectil, en una manera que Henri Fabre nunca había soñado. Para citar solo un ejemplo, descubrió que, dentro de ciertos límites, los individuos de la especie podían ser educados, entrenados para ir por comida al recibir determinada señal y domesticados para soportar un toque ligero.
Pero el núcleo del estudio fue la observación de las enfermedades y afecciones que atacaban a los insectos, de las cuales diagnosticó y describió de forma convincente no menos de diecinueve. No se le escapó ninguna debilidad en el mundo de las moscas, y las enfermas fueron atrapadas, marcadas, aisladas en jaulas de gasa, mantenidas bajo rigurosa vigilancia, y se hizo un «cultivo» a partir de los fluidos que se dedujo que estaban afectados. Se estableció contacto entre las moscas sanas y las enfermas, o se las inoculó con el cultivo, hasta que realmente se pudo decir que Aumonier sabía más de las enfermedades de la mosca común que lo que el médico más hábil sabe de las enfermedades que afectan a la humanidad. De hecho, ¿hay alguna puerta al conocimiento que el trabajo vitalicio de una mente como esta no pueda abrir?
Sin embargo, antes de proceder al triunfo supremo del profesor, se debe tener en cuenta un curioso problema secundario: Aumonier, sin ser consciente, se curó a sí mismo. Él, a quien el tormento de las moscas había enfurecido y desesperado, se volvió en doce meses por completo indiferente a ellas, en ese aspecto. Habían dejado de ser una intrusión, y se convirtieron en el único objeto de su interés. De hecho, en los últimos años de su investigación llegó, por lo que se infiere de sus memorias, casi a amarlas. En el invierno, temporada en la que indica que las moscas se vuelven más susceptibles a la influencia humana, tenía lo que solo se puede describir como moscas «mascota» que venían a saludarlo cuando entraba al laboratorio, comían azúcar de su dedo y se quedaban con él mientras trabajaba.
De hecho, encontramos en sus memorias algo parecido a una nota de arrepentimiento cuando anuncia que por fin había encontrado el cultivo buscado por tanto tiempo, una débil sugerencia de vacilación antes de revelar su descubrimiento al mundo. Puede ser que esa nota se deba solo al arrepentimiento de alguien que, habiendo trabajado por veinte años en busca de un fin particular, encuentra en su logro un cese demasiado repentino de un incentivo familiar; pero, sin duda, unos cuantos pasajes aquí y allá transmiten la sensación de que tuvo algunos reparos antes de promulgar la sentencia que condenó a muerte a todas las moscas del mundo.
Porque no era nada menos que eso. El bacilo que tenía, como admite, descubrió casi por accidente, era la muerte de las moscas. Ninguna era inmune. Además, la enfermedad era casi increíblemente infecciosa. El período de incubación era de cuarenta y ocho horas y durante ese tiempo la mosca infectada, que permanecía activa y en apariencia sana, podía transportar el germen por todas partes.
La eficacia del germen «A-A», llamado así por las iniciales de su brillante descubridor, se demostró más allá de toda duda durante los tres meses posteriores a su primer ensayo. De nuevo, era un verano caluroso en el sur de Francia ese año, pero en julio no hubo una sola mosca común o mosca azul en el valle del Ródano desde Lyon hasta Marsella.
Y la señora Aumonier, más robusta ahora, pero no menos apacible, fue una de las primeras en contribuir a esa recompensa de alabanzas que tan pronto llegaría a su casa desde todos los rincones del mundo habitable.
«Bueno, admitiré, Albert», dijo complacida, «que es más bien un consuelo deshacerse de ellas. La carne se conserva mejor».
El profesor Aumonier se acarició distraídamente la cabeza calva libre de moscas y miró la habitación de un lado a otro con melancolía. «Estoy contento de haber tenido éxito, Anastasie», respondió. «Pero, por mi parte, confieso que echo de menos algo».
En la obra «Vida» del profesor, escrita por su hijo, encontramos una nota fortuita de que durante sus últimos años le gustaba que le hicieran cosquillas en la cabeza con una pluma.
Si solo extrañara su trabajo, hubiera encontrado alguna compensación en las invitaciones a dar conferencias que ahora llovían sobre él. El trabajo de producir y fortalecer el cultivo «A-A» estaba fuera de su alcance. En todos los países civilizados se habían establecido laboratorios para llevar a cabo esas actividades y él era libre de ir a donde quisiera. Y sí que fue. No tenía otra ocupación, y la idea de viajar al extranjero le llamaba la atención.
Estaba en Chicago cuando le llegó de Europa la primera indicación inquietante de que había problemas. No era más que un párrafo en el London Times, hablaba sobre una nueva enfermedad que afectaba a las abejas y que últimamente había aparecido en Francia e Inglaterra. Describieron los síntomas y Aumonier supuso al instante que las abejas no eran inmunes a alguna forma de la infección «A-A».
Hizo una pausa pensativa durante unos minutos acerca de esa inferencia y luego se encogió de hombros. Después de todo, cada gran descubrimiento conllevaba una pequeña desventaja. No mencionó esta novedad en su conferencia de esa noche. Estaba disfrutando de la magnífica recepción que Estados Unidos le daba, una recepción que, si era posible, se intensificó cuando se supo que los mosquitos también habían demostrado ser susceptibles a la enfermedad de Aumonier. De acuerdo con el New York Herald, en los estados del sur todas las mujeres estaban ocupadas transformando las cortinas mosquiteras para otros usos domésticos.
Estaba en Japón cuando, casi un año después, leyó sobre el extraño fracaso de los cultivos de frutas y verduras en Occidente. El florecimiento había sido abundante y la temporada había sido favorable, pero las frutas no se habían asentado en los árboles ni se habían formado en las vainas. En un relato, probablemente exagerado, se afirmaba que no se produciría ni un kilo de guisantes ese año en toda Francia.
Y luego, casi de inmediato, todos parecían entender lo que estaba sucediendo y se dieron cuenta de que la enfermedad de Aumonier estaba funcionando mucho mejor de lo que había prometido y de que diez mil formas de vida de insectos, independientemente de la especie, estaban siendo eliminadas con rapidez. Nada parecía estar exento: mariposas, polillas, escarabajos, hormigas, arañas y (¡gracias a Dios!) pulgas estaban desapareciendo de la economía de la naturaleza. Y aunque nadie, excepto los entomólogos, lamentaría mucho perder a ninguna de esas especies, la humanidad en general se enfrentó de repente a hechos que habían sido de conocimiento común desde los días de Charles Darwin: a saber, que la existencia de la mayoría de las frutas, verduras y flores depende de la labor agradable del rebosante mundo insectil.
Por suerte, hay algunas excepciones notables a esta dependencia vegetal de los insectos. El trigo, otros cereales y la mayoría de los pastos son fertilizados por la acción de las corrientes de viento. Las papas, tubérculos que se forman bajo tierra, no se ven afectadas cuando las flores no dan fruto. Pero cosas como los guisantes y los frijoles fallaron de inmediato; la tribu de las coles ya no podía propagarse por medio de sus semillas; y la mayoría de las frutas eran tan escasas que el precio de las manzanas, las peras, los melocotones y las ciruelas rozaba los diez y veinte dólares la libra en Nueva York, tres años después de que se hubiera entregado el gran descubrimiento de Aumonier a la humanidad.
Si la enfermedad hubiera afectado solo a las moscas domésticas, no habría importado. Ellas realizan poco o ningún trabajo como portadoras de polen. Pero nadie podría haber previsto que todas las formas de vida de los insectos estarían involucradas.
Ahora no había duda de que el mundo se enfrentaba a una calamidad sin precedentes. Una forma de escrófula se estaba volviendo endémica entre las clases más pobres, así como una anemia debilitante, ambas causadas por la falta de las vitaminas proporcionadas por las frutas y verduras frescas. Algo se estaba haciendo para crear una nueva industria y, unos años más tarde, se volvió común ver a hombres, mujeres y niños equipados con cepillos de pelo de camello de mango largo, llevar laboriosamente polen de flor en flor de árboles frutales y plantas vegetales. Pero se requería un inmenso trabajo para hacer en una semana lo que las miríadas de ocupadas y pequeñas criaturas aladas habrían realizado de forma inconsciente en una hora. Y las frutas y verduras habían pasado de ser el alimento natural de muchos a ser un lujo para unos pocos.
¡Era, de hecho, un mundo transformado de forma extraña en aquellos días! Desaparecieron la mayoría de las dulces flores silvestres que habían hecho hermosa a la primavera en el norte y desaparecieron también muchas formas de vida de aves que dependían de su alimento, ya fuera de insectos voladores o de sus larvas. Y con la pérdida de insectos y pájaros, algo de música había desaparecido de la Tierra. El mundo era más silencioso que antaño, menos bello, notablemente moribundo. Había menos color, menos variedad, menos vitalidad.
El profesor Aumonier se había jubilado en su vejez. Había recibido honores y títulos, había aumentado sus ya abundantes ingresos, pero sabía muy bien que ya no era una figura popular.
Había sociedades de A.A. (Anti-Aumonier) activas en la mayoría de los países civilizados, y sus objetivos, además de la tarea en apariencia desesperada de restablecer la vida insectil, incluían formas de propaganda agresiva diseñadas para injuriar la fama del científico más conocido del siglo.
Así que Aumonier se mantuvo alejado del mundo. En sus pensamientos le parecía que las actividades de las sociedades A.A. eran una forma de persecución muy parecida a la que una vez había soportado por parte de las moscas. Se estaba haciendo viejo y su mente era propensa a volver a los recuerdos de su juventud, saltándose todo el periodo que había intervenido. Estaba un poco conmocionado cuando un día su hijo Bertrand vino a verlo después de una ausencia de más de tres años.
Bertrand Aumonier, cuyo nombre ahora rivaliza con el de su padre, en ese entonces no era famoso, aunque él también había sido durante veinte años un paciente y devoto estudiante de ciencias. Pero ese día, cuando llamó a su anciano padre, tuvo que hacer un gran anuncio que pronto lo puso a la altura de las otras celebridades de su tiempo.
Aumonier, medio dormido en su silla, con su esposa ahora increíblemente robusta, pero apacible como siempre a su lado, estaba sentado en el jardín cuando Bertrand lo encontró.
«He hecho el gran descubrimiento», anunció en voz baja cuando saludó a sus padres. «He descubierto una rara mosca en la parte alta del Amazonas que, aunque pica a los seres humanos, come miel y es portadora de polen. Y estoy casi seguro de que es inmune a la enfermedad de Aumonier. En unos años espero aclimatarla en todo el mundo. ¡Se reproduce con rapidez y tengo todas las esperanzas de que pronto su población se vuelva tan numerosa y se disperse tanto como la antigua mosca doméstica!»
El profesor Aumonier despabiló un poco, sacudió la cabeza y con un movimiento medio mecánico comenzó a agitar su pañuelo a su alrededor.
Su esposa rio complacida. «¡Ah! pequeño Bertrand», dijo ella. «Quieres mejorar demasiado el mundo. Sin duda, la Providencia tenía un buen propósito al permitir que todas las moscas fueran asesinadas. Y tenemos todas las verduras que queremos aquí».
[…]
“If you think flies do so much harm, father,” the child thoughtfully remarked one day, after listening attentively to one of the Professor’s fiercest lectures to his exasperantingly careless wife, who had had all the gauze blinds removed that morning on some absurd theory of giving the place a good clean: “Why don’t you invent something to kill them all?” In his uninstructed mind, he had no doubt some romantic idea of a super-trap, but the childish remark set the able mind of the Professor thinking in a new direction.
At the moment he merely shrugged his shoulders and replied: “If only I could, my little one”; following that up by a dissertation on the lassitude and indifference of the world at large. For if, as he said—he had said the same thing so often before, that his wife never even pretended to listen—if you could stimulate people to concerted action, the thing could be done. Scrupulous attention for a few years to the destruction of all waste and putrefying matter; the avoidance or treatment of all stagnant water; a little care and forethought exhibited by the many; and the pest of flies and mosquitoes could be greatly alleviated, and perhaps, finally, eliminated. “But the mass of the people are careless, indifferent, even to their own welfare,” he concluded with a glance at his wife.
Nevertheless, that casual suggestion of his little son’s returned to him that afternoon; got between him and his work, bothered him almost as much as the flies themselves.
And it so happened that that year they had a particularly trying summer. There was a very plague of insect life in early June; and the weather, the flies, and the consequent stimulus to solve the essential problem his son hadset him, began to get on Aumonier’s nerves.
It was no better when they went to Normandy in August; worse, in fact, for he had then neither the refuge of his laboratory nor the distraction of his work. He tried to forget the problem because it was obviously outside his proper sphere. He was an experimental chemist and was conducting some very important investigations in the realm of molecular physics. And although he would have been willing to admit that summer, that the achievement of ridding the world of flies would be one of far greater value to the community than any discovery he was likely to make relative to the constitution of matter, he felt that it was not his job.
On their way back to Avignon at the beginning of September, however, he stayed a night in Paris in order to call on a brother scientist, who was making a name as a biologist. This friend listened with interest to Aumonier’s statement, but smilingly declined to undertake the proposed investigation. Nevertheless, he let fall one or two comments that were to have a decisive effect upon the future of the world.
“The thing to discover,” he said, “would be some kind of highly infectious disease to which flies were subject, and—well, intensify it. As a matter of fact, it is known that flies do suffer from some disease that gets hold of them in wet summers—a sort of fungus. You’ll find them wasted by it; almost transparent. Sometimes, too, as you’ve probably noticed, they get affected with a peculiar giddiness. It is at least, a theoretical possibility. But—” he smiled again, “it’s not my job, Aumonier.”
And Aumonier realized after this conversation, that it would never be anybody’s job unless he made it his own.
He did not succumb immediately. That autumn, he still worked intermittently at his own research; but he began two new lines of reading, entomology and bacteriology. He had a wonderful memory; he could read all the principal European languages; and he learned very fast.
His wife only laughed when he told her what he proposed to do. It would not affect their income. “Ah! You want to improve the world too much”; she said. “No doubt, Providence sent the flies for some good purpose.”
It took Professor Aumonier twenty years of arduous labour and experiment to solve his problem, and the great clue came at last almost by accident. The scientific reader will be able to follow in full detail the line of the research in Aumonier’s tremendous monograph, modestly entitled “Musca Vulgaris”. His Memoirs also provide much interesting material in this connection. It will be sufficient to recall, in this place, the broad lines upon which the experiments were conducted, noting more particularly what he, himself, never alludes to, the heroism of the researcher—typical as it is of so many of our inspired workers in the field of science.
For Aumonier began by making the immense sacrifice of all those peaceful hours of immunity he had hitherto spent in his laboratory. That refuge from which every fly had been strictly excluded, now became their very home and breeding-place; to which they were invited, nay, compelled, to come by every ingenious bait that could be devised. In short, Aumonier’s laboratory now so swarmed with flies all the year round, that even his wife found it unendurable.
And there the devoted man studied every habit of the species, contributing incidentally a store of knowledge relative to insect life, such as Henri Fabre had never dreamed of. To quote but one instance, he discovered that within certain limits, individuals of the species could be educated, trained to come at a given signal for food, and tamed so far as to suffer a light touch.
But the core of the study was the observation of insect diseases and ailments; no less than nineteen of which he has convincingly diagnosed and described. No weakness in the world of flies escaped him, and the sufferers were caught, marked, isolated in gauze cages, kept under rigorous observation, and a “culture” made of their inferentially affected fluids. Other healthy flies were then brought into contact with the sufferers, or inoculated with the culture, until it may truly be said that Aumonier knew more of the diseases of the common house-fly than the most skilled physician knows of the diseases of humanity. Is there, indeed, any door to knowledge that cannot be opened by the life-work of such a mind as this?
Before proceeding to the Professor’s supreme triumph, however, one curious side-issue must be noted: Aumonier, all unwittingly, cured himself. He who had been driven to fury and desperation by the torment of flies, became within twelve months, utterly indifferent to them, in this aspect. They had ceased to be an intrusion, becoming instead the single object of his interest. Indeed, in the later years of his research, he came, so one infers from his Memoirs, almost to love them. In the winter, at which season he tells us flies become more amenable to human influence, he had what can be described only as “pet” flies, which came to greet him when he entered the laboratory, would eat sugar from his finger, and stayed with him while he worked.
We find in his Memoirs, in fact, something like a note of regret when he announces that the long-sought culture had at last been found—the faint suggestion of a brief hesitation before he gave his discovery to the world. It may be that that note is due only to the regret of one who, having worked twenty years for a particular end, finds with its attainment a too sudden cessation of the familiar stimulus; but a passage here and there, unquestionably conveys the feeling that he suffered a qualm or two before promulgating the sentence that condemned every fly in the world to death.
For it was nothing less than that. The bacillus he had, as he admits, almost accidentally stumbled upon at last, was death to flies. None was immune. Moreover, the disease was almost incredibly infectious. The period of incubation was forty-eight hours, and during that time the infected fly which remained active and to all appearances healthy, could carry the germ far and wide.
The efficacy of the “A-A” germ, as it was called from the initials of its brilliant discoverer, was proved beyond all question within three months from its first trial. It was a hot summer again in the South of France that year, but in July there was never a fly or a blue-bottle to be found in the Rhone Valley from Lyons to Marseilles.
And Mme. Aumonier, grown stouter now, but not less placid, was one of the first to contribute to that meed of praise which was so soon to flow in upon her household from every corner of the habitable globe.
“Well, I will admit, Albert,” she said complacently, “that it is rather a comfort to be rid of them. The meat keeps better.”
Professor Aumonier absently stroked his fly-free bald head and looked wistfully about the room. “I am glad to have succeeded, Anastasie,” he replied. “But for myself, I confess that I miss something.”
In his son’s “Life” of the Professor, we find a casual note that in his later years, he had a taste for having his head tickled with a feather.
If it were his work alone that he missed, he must have found some compensation in the invitations to lecture that now poured in upon him. The work of producing and intensifying the “A-A” culture was out of his hands. In every civilized country, laboratories had been established to carry on those operations, and he was free to go whither he would. He went. He had no other occupation, and the thought of foreign travel appealed to him.
He was in Chicago when the first disturbing suggestion of trouble reached him from Europe. It was no more than a paragraph in the London Times, relative to the new disease among bees, which had lately made its appearance in France and England. But the symptoms were described, and Aumonier guessed instantly that bees were not immune to some form of the “A-A” infection.
He paused thoughtfully for a few minutes on that inference, and then shrugged his shoulders. After all, every great discovery carried with it some minor disadvantage. And he made no mention of this new development in his lecture that evening. He was enjoying the magnificent reception America was giving him, a reception that was, if possible, heightened when it became known that mosquitoes had also proved susceptible to Aumonier’s disease. In the Southern States, said the New York Herald, all the women were busy transforming mosquito-curtains to other household uses.
He was in Japan when, nearly a year later, he read of the strange failure of the fruit and vegetable crops in the West. There had been abundant blossom and the season had been favourable, but the fruit had not set on the trees or formed in the pods. One account, probably exaggerated, declared that there would not be a kilo of peas, that year, to be found in the whole of France.
And then, almost at once, everyone seemed to understand what was happening; to realize that the Aumonier disease was performing far more than it had promised; and that ten thousand forms of insect life, irrespective of species, were being rapidly eliminated. Nothing seemed to be exempt: butterflies, moths, beetles, ants, spiders, and (thank goodness!) fleas were vanishing from the economy of nature. And although no one except the entomologists would greatly regret any of them, humanity at large was suddenly brought face to face with facts that had been common knowledge since the days of Charles Darwin, namely, that the majority of fruits, vegetables and flowers are dependent for their existence upon the pleasant labour of the swarming world of insects.
Fortunately there are some notable exceptions to this dependence of vegetable upon insect life. Wheat, other cereals, and most grasses are fertilized by the action of wind current. Potatoes, forming tubers underground, are not influenced by the failure of the flowers to fruit. But such things as peas and beans failed at once; the whole cabbage tribe could no longer be propagated by seed; and the majority of fruits were so scarce that apples, pears, peaches and plums were fetching anything from ten to twenty dollars a pound in New York, three years after Aumonier’s great discovery had been given to humanity.
If the disease had affected house-flies only, it would not have mattered. They perform little or no work as pollen-carriers. But no one could have foreseen that every form of insect life would be involved.
There could be no question, now, that the world was faced with an unprecedented calamity. A form of scrofula was becoming endemic among the poorer classes; and a wasting anaemia; both due to the lack of the vitamines provided by fresh fruit and vegetables. Something was being done in the creation of a new industry, and a few years later it became a common sight to see men, women and children armed with long-handled camel-hair brushes, industriously carrying pollen from flower to flower of fruit trees and vegetable plants. But immense labour was required to do in a week what the myriads of busy little winged creatures had unconsciously performed in an hour. And fruit and vegetables from being the natural food of the many, had become a luxury for the few.
It was, indeed, a strangely altered world in those days! Gone were the majority of the sweet wild-flowers that had made beautiful the Northern Spring; and gone, too, were many forms of bird-life dependent for their food either upon flying insects or their grubs. And with the loss of insects and birds, something of music had gone from the Earth. The world was stiller than of old, less beautiful, noticeably moribund. There was less colour, less variety, less vitality.
Professor Aumonier had taken to living in retirement in his old age. Honours and degrees had been showered upon him; he had increased his already ample income; but he was not, he knew it all too well, any longer a popular figure.
There were active A.A. (Anti-Aumonier) Societies in most civilized countries; and their aims beside the apparently hopeless task of re-establishing insect-life, included forms of virulent propaganda designed to asperse the fame of the best-known scientist of the century.
So Aumonier kept apart from the world. In his thoughts it seemed to him as if the activities of the A.A. Societies was a form of persecution very like that he had once endured from flies. He was getting old, and his mind was apt to return to memories of his youth, skipping all the period that had intervened. He was little stirred when one day his son Bertrand came to see him after an absence of over three years.
Bertrand Aumonier, whose name now rivals that of his father, was not then famous, although he, too, had been for twenty years a patient, devoted student of science. But that day when he called upon his old father, he had the great announcement to make which soon put him on a level with the other celebrities of his time.
Aumonier, half dozing in his chair, with his wife incredibly stout now, but still placid as ever beside him, was sitting in the garden when Bertrand found him.
“I have made the great discovery,” he announced quietly when he had greeted his parents. “I have discovered a rare fly on the upper Amazon, that although it stings human beings, is a honey-eater and a pollen-carrier. And it is, almost certainly, immune to the Aumonier disease. In a few years I hope to acclimatize it all over the world. It breeds rapidly, and I have every hope that it will soon become as numerous and as widely distributed as the old house-fly!”
Professor Aumonier roused himself a little, shook his head, and with a half-mechanical movement began to flap about him with his handkerchief.
His wife chuckled complacently. “Ah! you little Bertrand,” she said. “You want to improve the world too much. No doubt, Providence had some good purpose in letting all the flies be killed. And we have all the vegetables we want here.”
(Original title: The Man Who Hated Flies)
[…]
“If you think flies do so much harm, father,” the child thoughtfully remarked one day, after listening attentively to one of the Professor’s fiercest lectures to his exasperantingly careless wife, who had had all the gauze blinds removed that morning on some absurd theory of giving the place a good clean: “Why don’t you invent something to kill them all?” In his uninstructed mind, he had no doubt some romantic idea of a super-trap, but the childish remark set the able mind of the Professor thinking in a new direction.
At the moment he merely shrugged his shoulders and replied: “If only I could, my little one”; following that up by a dissertation on the lassitude and indifference of the world at large. For if, as he said—he had said the same thing so often before, that his wife never even pretended to listen—if you could stimulate people to concerted action, the thing could be done. Scrupulous attention for a few years to the destruction of all waste and putrefying matter; the avoidance or treatment of all stagnant water; a little care and forethought exhibited by the many; and the pest of flies and mosquitoes could be greatly alleviated, and perhaps, finally, eliminated. “But the mass of the people are careless, indifferent, even to their own welfare,” he concluded with a glance at his wife.
Nevertheless, that casual suggestion of his little son’s returned to him that afternoon; got between him and his work, bothered him almost as much as the flies themselves.
And it so happened that that year they had a particularly trying summer. There was a very plague of insect life in early June; and the weather, the flies, and the consequent stimulus to solve the essential problem his son hadset him, began to get on Aumonier’s nerves.
It was no better when they went to Normandy in August; worse, in fact, for he had then neither the refuge of his laboratory nor the distraction of his work. He tried to forget the problem because it was obviously outside his proper sphere. He was an experimental chemist and was conducting some very important investigations in the realm of molecular physics. And although he would have been willing to admit that summer, that the achievement of ridding the world of flies would be one of far greater value to the community than any discovery he was likely to make relative to the constitution of matter, he felt that it was not his job.
On their way back to Avignon at the beginning of September, however, he stayed a night in Paris in order to call on a brother scientist, who was making a name as a biologist. This friend listened with interest to Aumonier’s statement, but smilingly declined to undertake the proposed investigation. Nevertheless, he let fall one or two comments that were to have a decisive effect upon the future of the world.
“The thing to discover,” he said, “would be some kind of highly infectious disease to which flies were subject, and—well, intensify it. As a matter of fact, it is known that flies do suffer from some disease that gets hold of them in wet summers—a sort of fungus. You’ll find them wasted by it; almost transparent. Sometimes, too, as you’ve probably noticed, they get affected with a peculiar giddiness. It is at least, a theoretical possibility. But—” he smiled again, “it’s not my job, Aumonier.”
And Aumonier realized after this conversation, that it would never be anybody’s job unless he made it his own.
He did not succumb immediately. That autumn, he still worked intermittently at his own research; but he began two new lines of reading, entomology and bacteriology. He had a wonderful memory; he could read all the principal European languages; and he learned very fast.
His wife only laughed when he told her what he proposed to do. It would not affect their income. “Ah! You want to improve the world too much”; she said. “No doubt, Providence sent the flies for some good purpose.”
It took Professor Aumonier twenty years of arduous labour and experiment to solve his problem, and the great clue came at last almost by accident. The scientific reader will be able to follow in full detail the line of the research in Aumonier’s tremendous monograph, modestly entitled “Musca Vulgaris”. His Memoirs also provide much interesting material in this connection. It will be sufficient to recall, in this place, the broad lines upon which the experiments were conducted, noting more particularly what he, himself, never alludes to, the heroism of the researcher—typical as it is of so many of our inspired workers in the field of science.
For Aumonier began by making the immense sacrifice of all those peaceful hours of immunity he had hitherto spent in his laboratory. That refuge from which every fly had been strictly excluded, now became their very home and breeding-place; to which they were invited, nay, compelled, to come by every ingenious bait that could be devised. In short, Aumonier’s laboratory now so swarmed with flies all the year round, that even his wife found it unendurable.
And there the devoted man studied every habit of the species, contributing incidentally a store of knowledge relative to insect life, such as Henri Fabre had never dreamed of. To quote but one instance, he discovered that within certain limits, individuals of the species could be educated, trained to come at a given signal for food, and tamed so far as to suffer a light touch.
But the core of the study was the observation of insect diseases and ailments; no less than nineteen of which he has convincingly diagnosed and described. No weakness in the world of flies escaped him, and the sufferers were caught, marked, isolated in gauze cages, kept under rigorous observation, and a “culture” made of their inferentially affected fluids. Other healthy flies were then brought into contact with the sufferers, or inoculated with the culture, until it may truly be said that Aumonier knew more of the diseases of the common house-fly than the most skilled physician knows of the diseases of humanity. Is there, indeed, any door to knowledge that cannot be opened by the life-work of such a mind as this?
Before proceeding to the Professor’s supreme triumph, however, one curious side-issue must be noted: Aumonier, all unwittingly, cured himself. He who had been driven to fury and desperation by the torment of flies, became within twelve months, utterly indifferent to them, in this aspect. They had ceased to be an intrusion, becoming instead the single object of his interest. Indeed, in the later years of his research, he came, so one infers from his Memoirs, almost to love them. In the winter, at which season he tells us flies become more amenable to human influence, he had what can be described only as “pet” flies, which came to greet him when he entered the laboratory, would eat sugar from his finger, and stayed with him while he worked.
We find in his Memoirs, in fact, something like a note of regret when he announces that the long-sought culture had at last been found—the faint suggestion of a brief hesitation before he gave his discovery to the world. It may be that that note is due only to the regret of one who, having worked twenty years for a particular end, finds with its attainment a too sudden cessation of the familiar stimulus; but a passage here and there, unquestionably conveys the feeling that he suffered a qualm or two before promulgating the sentence that condemned every fly in the world to death.
For it was nothing less than that. The bacillus he had, as he admits, almost accidentally stumbled upon at last, was death to flies. None was immune. Moreover, the disease was almost incredibly infectious. The period of incubation was forty-eight hours, and during that time the infected fly which remained active and to all appearances healthy, could carry the germ far and wide.
The efficacy of the “A-A” germ, as it was called from the initials of its brilliant discoverer, was proved beyond all question within three months from its first trial. It was a hot summer again in the South of France that year, but in July there was never a fly or a blue-bottle to be found in the Rhone Valley from Lyons to Marseilles.
And Mme. Aumonier, grown stouter now, but not less placid, was one of the first to contribute to that meed of praise which was so soon to flow in upon her household from every corner of the habitable globe.
“Well, I will admit, Albert,” she said complacently, “that it is rather a comfort to be rid of them. The meat keeps better.”
Professor Aumonier absently stroked his fly-free bald head and looked wistfully about the room. “I am glad to have succeeded, Anastasie,” he replied. “But for myself, I confess that I miss something.”
In his son’s “Life” of the Professor, we find a casual note that in his later years, he had a taste for having his head tickled with a feather.
If it were his work alone that he missed, he must have found some compensation in the invitations to lecture that now poured in upon him. The work of producing and intensifying the “A-A” culture was out of his hands. In every civilized country, laboratories had been established to carry on those operations, and he was free to go whither he would. He went. He had no other occupation, and the thought of foreign travel appealed to him.
He was in Chicago when the first disturbing suggestion of trouble reached him from Europe. It was no more than a paragraph in the London Times, relative to the new disease among bees, which had lately made its appearance in France and England. But the symptoms were described, and Aumonier guessed instantly that bees were not immune to some form of the “A-A” infection.
He paused thoughtfully for a few minutes on that inference, and then shrugged his shoulders. After all, every great discovery carried with it some minor disadvantage. And he made no mention of this new development in his lecture that evening. He was enjoying the magnificent reception America was giving him, a reception that was, if possible, heightened when it became known that mosquitoes had also proved susceptible to Aumonier’s disease. In the Southern States, said the New York Herald, all the women were busy transforming mosquito-curtains to other household uses.
He was in Japan when, nearly a year later, he read of the strange failure of the fruit and vegetable crops in the West. There had been abundant blossom and the season had been favourable, but the fruit had not set on the trees or formed in the pods. One account, probably exaggerated, declared that there would not be a kilo of peas, that year, to be found in the whole of France.
And then, almost at once, everyone seemed to understand what was happening; to realize that the Aumonier disease was performing far more than it had promised; and that ten thousand forms of insect life, irrespective of species, were being rapidly eliminated. Nothing seemed to be exempt: butterflies, moths, beetles, ants, spiders, and (thank goodness!) fleas were vanishing from the economy of nature. And although no one except the entomologists would greatly regret any of them, humanity at large was suddenly brought face to face with facts that had been common knowledge since the days of Charles Darwin, namely, that the majority of fruits, vegetables and flowers are dependent for their existence upon the pleasant labour of the swarming world of insects.
Fortunately there are some notable exceptions to this dependence of vegetable upon insect life. Wheat, other cereals, and most grasses are fertilized by the action of wind current. Potatoes, forming tubers underground, are not influenced by the failure of the flowers to fruit. But such things as peas and beans failed at once; the whole cabbage tribe could no longer be propagated by seed; and the majority of fruits were so scarce that apples, pears, peaches and plums were fetching anything from ten to twenty dollars a pound in New York, three years after Aumonier’s great discovery had been given to humanity.
If the disease had affected house-flies only, it would not have mattered. They perform little or no work as pollen-carriers. But no one could have foreseen that every form of insect life would be involved.
There could be no question, now, that the world was faced with an unprecedented calamity. A form of scrofula was becoming endemic among the poorer classes; and a wasting anaemia; both due to the lack of the vitamines provided by fresh fruit and vegetables. Something was being done in the creation of a new industry, and a few years later it became a common sight to see men, women and children armed with long-handled camel-hair brushes, industriously carrying pollen from flower to flower of fruit trees and vegetable plants. But immense labour was required to do in a week what the myriads of busy little winged creatures had unconsciously performed in an hour. And fruit and vegetables from being the natural food of the many, had become a luxury for the few.
It was, indeed, a strangely altered world in those days! Gone were the majority of the sweet wild-flowers that had made beautiful the Northern Spring; and gone, too, were many forms of bird-life dependent for their food either upon flying insects or their grubs. And with the loss of insects and birds, something of music had gone from the Earth. The world was stiller than of old, less beautiful, noticeably moribund. There was less colour, less variety, less vitality.
Professor Aumonier had taken to living in retirement in his old age. Honours and degrees had been showered upon him; he had increased his already ample income; but he was not, he knew it all too well, any longer a popular figure.
There were active A.A. (Anti-Aumonier) Societies in most civilized countries; and their aims beside the apparently hopeless task of re-establishing insect-life, included forms of virulent propaganda designed to asperse the fame of the best-known scientist of the century.
So Aumonier kept apart from the world. In his thoughts it seemed to him as if the activities of the A.A. Societies was a form of persecution very like that he had once endured from flies. He was getting old, and his mind was apt to return to memories of his youth, skipping all the period that had intervened. He was little stirred when one day his son Bertrand came to see him after an absence of over three years.
Bertrand Aumonier, whose name now rivals that of his father, was not then famous, although he, too, had been for twenty years a patient, devoted student of science. But that day when he called upon his old father, he had the great announcement to make which soon put him on a level with the other celebrities of his time.
Aumonier, half dozing in his chair, with his wife incredibly stout now, but still placid as ever beside him, was sitting in the garden when Bertrand found him.
“I have made the great discovery,” he announced quietly when he had greeted his parents. “I have discovered a rare fly on the upper Amazon, that although it stings human beings, is a honey-eater and a pollen-carrier. And it is, almost certainly, immune to the Aumonier disease. In a few years I hope to acclimatize it all over the world. It breeds rapidly, and I have every hope that it will soon become as numerous and as widely distributed as the old house-fly!”
Professor Aumonier roused himself a little, shook his head, and with a half-mechanical movement began to flap about him with his handkerchief.
His wife chuckled complacently. “Ah! you little Bertrand,” she said. “You want to improve the world too much. No doubt, Providence had some good purpose in letting all the flies be killed. And we have all the vegetables we want here.”
[…]
«Padre, si crees que las moscas hacen tanto daño», el niño comentó un día a modo de reflexión después de escuchar con atención uno de los discursos más intensos que el profesor le había dado a su exasperantemente despreocupada esposa, que había quitado todas las persianas de malla esa mañana por alguna teoría absurda suya sobre limpiar bien el lugar: «¿por qué no inventas algo para matarlas a todas?». Sin duda, su mente no educada tenía alguna idea romántica de una supertrampa, pero el comentario infantil hizo que los pensamientos en la mente hábil del profesor tomaran una nueva dirección.
En ese momento solo se encogió de hombros y respondió: «si tan solo pudiera, mi pequeño». A eso siguió una disertación sobre la lasitud e indiferencia del mundo en general. Porque si, como había dicho —había dicho lo mismo tantas veces que su esposa ni siquiera fingía escucharlo—, si se pudiera impulsar a la gente a actuar de manera concertada, el asunto podría realizarse. Brindar durante unos años atención escrupulosa a la destrucción de todos los desechos y la materia putrefacta; evitar o tratar todas las aguas estancadas; un poco de cuidado y previsión por parte las multitudes, y la plaga de moscas y mosquitos podría mitigarse en gran medida y, tal vez, por fin, eliminarse. «Pero la mayoría de la gente es descuidada, indiferente, incluso con su propio bienestar», concluyó dirigiendo una mirada a su esposa.
No obstante, esa sugerencia casual de su pequeño hijo volvió a su mente esa tarde; se interpuso entre él y su trabajo, le molestó casi tanto como las propias moscas.
Sucedió entonces que ese año tuvieron un verano en particular difícil. Hubo una gran plaga de insectos a principios de junio; y el clima, las moscas, y el consiguiente incentivo para resolver el problema esencial que su hijo le había planteado, comenzaron a alterar a Aumonier.
La situación no mejoró cuando fueron a Normandía en agosto. De hecho, empeoró porque entonces ni siquiera tenía el refugio de su laboratorio ni la distracción de su trabajo. Intentó olvidar el problema porque obviamente estaba fuera de su ámbito. Él era un químico experimental y estaba realizando algunas investigaciones muy importantes en el campo de la física molecular. Y, aunque habría estado dispuesto a admitir ese verano que el logro de librar al mundo de las moscas tendría más valor para la comunidad que cualquier descubrimiento que pudiera hacer relacionado con la constitución de la materia, sintió que ese no era su trabajo.
Sin embargo, en su camino de regreso a Aviñón a principios de septiembre se quedó una noche en París para visitar a un colega científico, que se estaba haciendo un nombre como biólogo. Este amigo escuchó con interés la declaración de Aumonier, pero se negó con una sonrisa a llevar a cabo la investigación propuesta. No obstante, soltó uno o dos comentarios que iban a tener un efecto decisivo sobre el futuro del mundo:
«Lo que hay que descubrir», dijo, «sería algún tipo de enfermedad en extremo infecciosa a las que las moscas fueran susceptibles, y… bueno, fortalecerla. De hecho, se sabe que las moscas sufren de alguna enfermedad que las afecta durante los veranos húmedos, una especie de hongo. Se las ve consumidas por ello; casi transparentes. A veces, como probablemente habrás notado, también se ven afectadas por un vértigo particular. Esa es, al menos, una posibilidad teórica. Pero…», sonrió de nuevo, «ese no es mi trabajo, Aumonier».
Y Aumonier se dio cuenta después de esta conversación que nunca sería el trabajo de nadie a menos que él lo hiciera propio.
No sucumbió de inmediato. Ese otoño, todavía trabajaba de forma intermitente en su propia investigación, pero comenzó dos nuevas líneas de lectura: entomología y bacteriología. Tenía una memoria maravillosa, podía leer todos los idiomas europeos principales y aprendía muy rápido.
Su esposa solo se rio cuando le dijo lo que se proponía hacer. No afectaría sus ingresos. «¡Ah! Quieres mejorar el mundo demasiado», dijo ella. «Sin duda, la providencia envió las moscas con algún buen propósito».
El profesor Aumonier tardó veinte años de arduo trabajo y experimentación en resolver su problema y, por fin, la gran clave llegó casi por accidente. El lector científico podrá entender con todo detalle la línea de la investigación en la impresionante monografía de Aumonier, titulada con modestia Musca Vulgaris. Sus memorias también proporcionan mucho material interesante al respecto. Bastará con recordar, en este lugar, las bases generales sobre las que se llevaron a cabo los experimentos, señalando en particular algo a lo que él mismo nunca alude: el heroísmo del investigador, típico de tantos de nuestros inspirados trabajadores en el campo de la ciencia.
Pues Aumonier comenzó haciendo el inmenso acto de sacrificar todas esas pacíficas horas de inmunidad que hasta entonces había pasado en su laboratorio. Ese refugio del que cada mosca había sido estrictamente excluida se convirtió en su propio hogar y lugar de cría, al que fueron invitadas, no, obligadas, a ir por medio de cualquier ingenioso cebo que se pudiera idear. En resumen, el laboratorio de Aumonier ahora estaba tan lleno de moscas durante todo el año que incluso su esposa lo encontraba insoportable.
Y allí el hombre devoto estudió todos los hábitos de la especie, aportando de forma indirecta a una reserva de conocimientos relacionados a la vida insectil, en una manera que Henri Fabre nunca había soñado. Para citar solo un ejemplo, descubrió que, dentro de ciertos límites, los individuos de la especie podían ser educados, entrenados para ir por comida al recibir determinada señal y domesticados para soportar un toque ligero.
Pero el núcleo del estudio fue la observación de las enfermedades y afecciones que atacaban a los insectos, de las cuales diagnosticó y describió de forma convincente no menos de diecinueve. No se le escapó ninguna debilidad en el mundo de las moscas, y las enfermas fueron atrapadas, marcadas, aisladas en jaulas de gasa, mantenidas bajo rigurosa vigilancia, y se hizo un «cultivo» a partir de los fluidos que se dedujo que estaban afectados. Se estableció contacto entre las moscas sanas y las enfermas, o se las inoculó con el cultivo, hasta que realmente se pudo decir que Aumonier sabía más de las enfermedades de la mosca común que lo que el médico más hábil sabe de las enfermedades que afectan a la humanidad. De hecho, ¿hay alguna puerta al conocimiento que el trabajo vitalicio de una mente como esta no pueda abrir?
Sin embargo, antes de proceder al triunfo supremo del profesor, se debe tener en cuenta un curioso problema secundario: Aumonier, sin ser consciente, se curó a sí mismo. Él, a quien el tormento de las moscas había enfurecido y desesperado, se volvió en doce meses por completo indiferente a ellas, en ese aspecto. Habían dejado de ser una intrusión, y se convirtieron en el único objeto de su interés. De hecho, en los últimos años de su investigación llegó, por lo que se infiere de sus memorias, casi a amarlas. En el invierno, temporada en la que indica que las moscas se vuelven más susceptibles a la influencia humana, tenía lo que solo se puede describir como moscas «mascota» que venían a saludarlo cuando entraba al laboratorio, comían azúcar de su dedo y se quedaban con él mientras trabajaba.
De hecho, encontramos en sus memorias algo parecido a una nota de arrepentimiento cuando anuncia que por fin había encontrado el cultivo buscado por tanto tiempo, una débil sugerencia de vacilación antes de revelar su descubrimiento al mundo. Puede ser que esa nota se deba solo al arrepentimiento de alguien que, habiendo trabajado por veinte años en busca de un fin particular, encuentra en su logro un cese demasiado repentino de un incentivo familiar; pero, sin duda, unos cuantos pasajes aquí y allá transmiten la sensación de que tuvo algunos reparos antes de promulgar la sentencia que condenó a muerte a todas las moscas del mundo.
Porque no era nada menos que eso. El bacilo que tenía, como admite, descubrió casi por accidente, era la muerte de las moscas. Ninguna era inmune. Además, la enfermedad era casi increíblemente infecciosa. El período de incubación era de cuarenta y ocho horas y durante ese tiempo la mosca infectada, que permanecía activa y en apariencia sana, podía transportar el germen por todas partes.
La eficacia del germen «A-A», llamado así por las iniciales de su brillante descubridor, se demostró más allá de toda duda durante los tres meses posteriores a su primer ensayo. De nuevo, era un verano caluroso en el sur de Francia ese año, pero en julio no hubo una sola mosca común o mosca azul en el valle del Ródano desde Lyon hasta Marsella.
Y la señora Aumonier, más robusta ahora, pero no menos apacible, fue una de las primeras en contribuir a esa recompensa de alabanzas que tan pronto llegaría a su casa desde todos los rincones del mundo habitable.
«Bueno, admitiré, Albert», dijo complacida, «que es más bien un consuelo deshacerse de ellas. La carne se conserva mejor».
El profesor Aumonier se acarició distraídamente la cabeza calva libre de moscas y miró la habitación de un lado a otro con melancolía. «Estoy contento de haber tenido éxito, Anastasie», respondió. «Pero, por mi parte, confieso que echo de menos algo».
En la obra «Vida» del profesor, escrita por su hijo, encontramos una nota fortuita de que durante sus últimos años le gustaba que le hicieran cosquillas en la cabeza con una pluma.
Si solo extrañara su trabajo, hubiera encontrado alguna compensación en las invitaciones a dar conferencias que ahora llovían sobre él. El trabajo de producir y fortalecer el cultivo «A-A» estaba fuera de su alcance. En todos los países civilizados se habían establecido laboratorios para llevar a cabo esas actividades y él era libre de ir a donde quisiera. Y sí que fue. No tenía otra ocupación, y la idea de viajar al extranjero le llamaba la atención.
Estaba en Chicago cuando le llegó de Europa la primera indicación inquietante de que había problemas. No era más que un párrafo en el London Times, hablaba sobre una nueva enfermedad que afectaba a las abejas y que últimamente había aparecido en Francia e Inglaterra. Describieron los síntomas y Aumonier supuso al instante que las abejas no eran inmunes a alguna forma de la infección «A-A».
Hizo una pausa pensativa durante unos minutos acerca de esa inferencia y luego se encogió de hombros. Después de todo, cada gran descubrimiento conllevaba una pequeña desventaja. No mencionó esta novedad en su conferencia de esa noche. Estaba disfrutando de la magnífica recepción que Estados Unidos le daba, una recepción que, si era posible, se intensificó cuando se supo que los mosquitos también habían demostrado ser susceptibles a la enfermedad de Aumonier. De acuerdo con el New York Herald, en los estados del sur todas las mujeres estaban ocupadas transformando las cortinas mosquiteras para otros usos domésticos.
Estaba en Japón cuando, casi un año después, leyó sobre el extraño fracaso de los cultivos de frutas y verduras en Occidente. El florecimiento había sido abundante y la temporada había sido favorable, pero las frutas no se habían asentado en los árboles ni se habían formado en las vainas. En un relato, probablemente exagerado, se afirmaba que no se produciría ni un kilo de guisantes ese año en toda Francia.
Y luego, casi de inmediato, todos parecían entender lo que estaba sucediendo y se dieron cuenta de que la enfermedad de Aumonier estaba funcionando mucho mejor de lo que había prometido y de que diez mil formas de vida de insectos, independientemente de la especie, estaban siendo eliminadas con rapidez. Nada parecía estar exento: mariposas, polillas, escarabajos, hormigas, arañas y (¡gracias a Dios!) pulgas estaban desapareciendo de la economía de la naturaleza. Y aunque nadie, excepto los entomólogos, lamentaría mucho perder a ninguna de esas especies, la humanidad en general se enfrentó de repente a hechos que habían sido de conocimiento común desde los días de Charles Darwin: a saber, que la existencia de la mayoría de las frutas, verduras y flores depende de la labor agradable del rebosante mundo insectil.
Por suerte, hay algunas excepciones notables a esta dependencia vegetal de los insectos. El trigo, otros cereales y la mayoría de los pastos son fertilizados por la acción de las corrientes de viento. Las papas, tubérculos que se forman bajo tierra, no se ven afectadas cuando las flores no dan fruto. Pero cosas como los guisantes y los frijoles fallaron de inmediato; la tribu de las coles ya no podía propagarse por medio de sus semillas; y la mayoría de las frutas eran tan escasas que el precio de las manzanas, las peras, los melocotones y las ciruelas rozaba los diez y veinte dólares la libra en Nueva York, tres años después de que se hubiera entregado el gran descubrimiento de Aumonier a la humanidad.
Si la enfermedad hubiera afectado solo a las moscas domésticas, no habría importado. Ellas realizan poco o ningún trabajo como portadoras de polen. Pero nadie podría haber previsto que todas las formas de vida de los insectos estarían involucradas.
Ahora no había duda de que el mundo se enfrentaba a una calamidad sin precedentes. Una forma de escrófula se estaba volviendo endémica entre las clases más pobres, así como una anemia debilitante, ambas causadas por la falta de las vitaminas proporcionadas por las frutas y verduras frescas. Algo se estaba haciendo para crear una nueva industria y, unos años más tarde, se volvió común ver a hombres, mujeres y niños equipados con cepillos de pelo de camello de mango largo, llevar laboriosamente polen de flor en flor de árboles frutales y plantas vegetales. Pero se requería un inmenso trabajo para hacer en una semana lo que las miríadas de ocupadas y pequeñas criaturas aladas habrían realizado de forma inconsciente en una hora. Y las frutas y verduras habían pasado de ser el alimento natural de muchos a ser un lujo para unos pocos.
¡Era, de hecho, un mundo transformado de forma extraña en aquellos días! Desaparecieron la mayoría de las dulces flores silvestres que habían hecho hermosa a la primavera en el norte y desaparecieron también muchas formas de vida de aves que dependían de su alimento, ya fuera de insectos voladores o de sus larvas. Y con la pérdida de insectos y pájaros, algo de música había desaparecido de la Tierra. El mundo era más silencioso que antaño, menos bello, notablemente moribundo. Había menos color, menos variedad, menos vitalidad.
El profesor Aumonier se había jubilado en su vejez. Había recibido honores y títulos, había aumentado sus ya abundantes ingresos, pero sabía muy bien que ya no era una figura popular.
Había sociedades de A.A. (Anti-Aumonier) activas en la mayoría de los países civilizados, y sus objetivos, además de la tarea en apariencia desesperada de restablecer la vida insectil, incluían formas de propaganda agresiva diseñadas para injuriar la fama del científico más conocido del siglo.
Así que Aumonier se mantuvo alejado del mundo. En sus pensamientos le parecía que las actividades de las sociedades A.A. eran una forma de persecución muy parecida a la que una vez había soportado por parte de las moscas. Se estaba haciendo viejo y su mente era propensa a volver a los recuerdos de su juventud, saltándose todo el periodo que había intervenido. Estaba un poco conmocionado cuando un día su hijo Bertrand vino a verlo después de una ausencia de más de tres años.
Bertrand Aumonier, cuyo nombre ahora rivaliza con el de su padre, en ese entonces no era famoso, aunque él también había sido durante veinte años un paciente y devoto estudiante de ciencias. Pero ese día, cuando llamó a su anciano padre, tuvo que hacer un gran anuncio que pronto lo puso a la altura de las otras celebridades de su tiempo.
Aumonier, medio dormido en su silla, con su esposa ahora increíblemente robusta, pero apacible como siempre a su lado, estaba sentado en el jardín cuando Bertrand lo encontró.
«He hecho el gran descubrimiento», anunció en voz baja cuando saludó a sus padres. «He descubierto una rara mosca en la parte alta del Amazonas que, aunque pica a los seres humanos, come miel y es portadora de polen. Y estoy casi seguro de que es inmune a la enfermedad de Aumonier. En unos años espero aclimatarla en todo el mundo. ¡Se reproduce con rapidez y tengo todas las esperanzas de que pronto su población se vuelva tan numerosa y se disperse tanto como la antigua mosca doméstica!»
El profesor Aumonier despabiló un poco, sacudió la cabeza y con un movimiento medio mecánico comenzó a agitar su pañuelo a su alrededor.
Su esposa rio complacida. «¡Ah! pequeño Bertrand», dijo ella. «Quieres mejorar demasiado el mundo. Sin duda, la Providencia tenía un buen propósito al permitir que todas las moscas fueran asesinadas. Y tenemos todas las verduras que queremos aquí».
Guimel Murcia es oriunda de Bogotá, Colombia y tiene 24 años. Su formación académica incluye estudiar literatura en la Universidad de los Andes donde, además, tomó cursos adicionales relacionados con el mandarín y la cultura china. Su formación en traducción comenzó en el pregrado con algunas materias optativas en este ámbito, lo que incluyó traducción general y traducción literaria. Después de culminar su pregrado, cursó la especialización de traducción en la Universidad del Rosario, lo cual le ofreció herramientas en el campo y le permitió conocer el panorama del oficio del traductor. En este momento, sus intereses en el campo de la traducción se orientan en seguir formándose en traducción literaria y, potencialmente, traducción audiovisual.