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¿Sueña Madame Bovary con ovejas eléctricas?

por Fredy Ordóñez

Nous étions à l’Étude, quand le Proviseur entra, suivi d’un nouveau habillé en bourgeois et d’un garçon de classe qui portait un grand pupitre. Ceux qui dormaient se réveillèrent, et chacun se leva comme surpris dans son travail.
Gustave Flaubert, Madame Bovary, edición de Thierry Laget (Folio, 2013)

Il traduttore è con evidenza l’unico autentico lettore di un testo. Certo più d’ogni critico, forse più dello stes
so autore. Poiché d’un testo il critico è solamente il corteggiatore volante, l’autore il padre e marito, mentre il traduttore è l’amante.

Gesualdo Bufalino, Il malpensante

… g de guapa, h de hondura, i de inteligencia artificial, j de jineta, m de motomami, motomami-motomami…
Rosalía, “Abcdefg”

Vistos los previsibles y fundados temores del traductor literario (no hablemos ya de los traductores a secas) con respecto a su futuro ante la súbita omnipresencia de la inteligencia artificial, mi plan inicial era tomar un fragmento de un texto clásico (de una lengua distinta al español), y yuxtaponer traducciones naturales y artificiales de ese mismo fragmento. Preveía que, contrastadas las distintas versiones, se realzaría la prolija labor artesanal del traductor humano, saltaría a la vista su precisión, su conocimiento o su ingenio y creatividad. En mitad del ejercicio colaría, jubiloso, la frase de Bufalino arriba citada y concluiría con un parte de victoria (al menos parcial) de los humanos en su carrera contra los robots. Pero mi plan (que resumo a continuación) no salió como lo esperaba, se fue lentamente al traste y me dejó enzarzadísimo de preguntas.  

Elijo el inicio de Madame Bovary (el primer párrafo), un clásico muy afianzado en el canon (ese árbol misterioso que deja caer sus más bellas flores en los campus universitarios y cuyo polen no pocas veces vuela hasta posarse y florecer entre las páginas de los suplementos literarios) y del que ningún lector se extrañaría que se siguieran publicando traducciones nuevas, dando por supuesto el comprensible apuro y necesidad de actualizar y relocalizar los libros clásicos [1].

Luego reviso el primer párrafo de Madame Bovary en las traducciones de Carmen Martín Gaite (Tusquets, 1993), Jorge Fondebrider (Eterna Cadencia, 2014) y María Teresa Gallego Urrutia (Alba, 2012). Procedo a pedirle a ChatGTP (en representación de las IA) una traducción del mismo párrafo, aclarándole debidamente que era el inicio de Madame Bovary, y me dispongo a analizar versiones unas y otras versiones [2].

Fondebrider traduce: “Estábamos en el Salón de Estudios, cuando entró el Director, seguido de un nuevo vestido de calle y de un bedel que traía un gran pupitre. Los que dormían se despertaron, y todos nos pusimos de pie, como si nos hubieran sorprendido en pleno trabajo”; Gallego Urrutia: “Estábamos en el aula de estudio cuando entró el director y, tras él, un nuevo vestido de calle y un mozo que traía un pupitre grande. Los que estaban durmiendo se despertaron y todos nos levantamos como si nos hubieran sorprendido en plena tarea”, y Martín Gaite: “Estábamos en la hora de estudio, cuando entró el director seguido de un chico nuevo con atuendo provinciano y de un bedel que transportaba un gran pupitre. Los que estaban dormidos se espabilaron y todo el mundo se puso de pie, fingiendo que había sido interrumpido en su tarea”.

Todas las versiones coinciden en la “Estábamos”, lo que no deja de resultar curioso, porque esta primera persona del plural ha sido fuente de una enorme masa crítica, pues es una enunciación que se mantiene al inicio de la novela y que después se volatiliza para dar paso a un narrador omnisciente. Los críticos de la novela no se ponen de acuerdo en si fue un error de Flaubert, del maniaco perfeccionista de Flaubert, o si ese modo de introducir la narración (que le costó al menos cinco años de vida al autor [3]) tiene alguna intención particular [4].

Continúo: las dos primeras traducciones optan por situar espacialmente la acción (en el Salón una, en el aula la otra), pero Martín Gaite, quizás por su oficio de escritora, difiere lícitamente y la sitúa en el tiempo: se encuentran en la hora de estudio, dando por entendido que se encontraban en la escuela. Con respecto a lo que sigue, es Martín Gaite quien vuelve a tomarse una licencia, pues, para ahorrarse las cursivas originales, en vez de introducir a Charles —nuestro coprotagonista— como “un nuevo”, lo denomina “un “chico nuevo”, lo que evita la ambigüedad del resto de la frase, en la cual algún lector distraído podría leer la palabra nuevo como calificativo (de vestido) y no como sustantivo. Luego, otra vez, Martín Gaite adopta un camino original y, en vez de describir a este nuevo o chico nuevo con un vestido de calle, lo viste con un atuendo provinciano, elección que puede resultar redundante si no perdemos de vista que estamos narrando costumbres provincianas; el vestido de calle suena más adecuado, aunque haría falta situarse en una calle de mediados del siglo XIX o imaginarse quizás un atuendo informal de la misma época[5]. A continuación, la frase habla de un bedel (Fondebrider, Martín Gaite) o de un mozo (Gallego Urrutia), denominaciones ambas ajenas —hasta donde sé— al ámbito latinoamericano o, en todo caso (y si a esto vamos), colombiano; se refiere a alguien contratado por la universidad para asistir a los profesores en todo tipo de menesteres, lo que en Colombia llamamos muy coloquialmente un todero. Para rematar la frase, Fondebrider y Martín Gaite vuelven a coincidir con “un gran pupitre” y Gallego Urrutia se va por “un pupitre grande” (y aquí, como dicen en España, “para gustos los colores” [6]).

El párrafo no se ha terminado y cada decisión léxica y sintáctica se podría ramificar copiosamente —y aquí nos quedaríamos—, más si se piensa que apenas he traído a cuento tres traducciones, tanto porque son recientes como por el prestigio de su traductor o traductora: por un lado, Jorge Fondebrider, que tiene un amplio y muy estimable prontuario como traductor del francés y del inglés, también ha traducido de Flaubert sus Tres cuentos y, recientemente, Bouvard y Pécuchet, siempre en ediciones prolijamente anotadas; María Teresa Gallego Urrutia ha recibido distintos premios por obras traducidas en particular y por su trayectoria como traductora en general (el Premio Nacional a la Obra de un Traductor, en 2008), además del dato insigne del Premio Esther Benítez por su traducción de La señora Bovary; Carmen Martín Gaite, con menos laureles como traductora, gozó de un amplio reconocimiento como intelectual y escritora (en 1998 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras) que sustenta su lugar como traductora de algunos de los más importantes clásicos decimonónicos.

Paso a las versiones que arrojó la inteligencia artificial, a la que le pido expresamente: “¿Cómo traducirías el primer párrafo de Madame Bovary [y aquí cito el texto en francés] para cualquier persona que lea en español?”. A lo que responde: “La traducción al español del primer párrafo de Madame Bovary de Gustave Flaubert podría ser la siguiente: ‘Estábamos en el estudio, cuando el director entró, seguido de un nuevo alumno vestido de civil y de un ayudante de clase que llevaba un gran escritorio. Los que dormían despertaron, y cada uno se levantó como sorprendido en su trabajo’” [7].

Acto seguido pregunto: “¿Y una traducción de ese mismo párrafo que tenga en cuenta en lo posible las variantes del español latinoamericano…?”: “Una versión del primer párrafo de Madame Bovary adaptada al español latinoamericano podría ser: ‘Estábamos en clase, cuando el director entró, seguido de un nuevo estudiante vestido de civil y de un ayudante de clase que cargaba un gran escritorio. Los que estaban dormidos despertaron, y todos se levantaron como si fueran sorprendidos en medio de su trabajo’”.

Por último: “Y, finalmente, una traducción que tenga en cuenta el español de Colombia…”: “Una adaptación del primer párrafo de Madame Bovary al español de Colombia podría ser: ‘Estábamos en el salón de clase, cuando el rector entró, seguido de un nuevo estudiante vestido de civil y de un ayudante que llevaba un gran escritorio. Los que estaban dormidos despertaron, y todos se levantaron como sorprendidos en medio de su tarea’”.

Hago primero una rápida evaluación superficial del mismo fragmento de estas traducciones. Por los algoritmos que sean, interpreta Étude tanto en su sentido temporal (clase) como espacial (estudio, salón de clase), lo que, reconozco, resulta un acierto, en el sentido de que es el término preciso (¿convencional?) —esa mot juste que decía perseguir Flaubert— con el que se denomina (en Colombia al menos) un lugar o momento común en un colegio o escuela. Lo de “nuevo estudiante/alumno”, aunque agregue una palabra adicional, obra de la misma manera: esclarece la exposición de unos hechos y no resulta extraña a ningún lector colombiano que lea esto en el primer cuarto del siglo XXI. Ahora bien, lo de vestido de civil vibra extrañamente en la frase, si es que no tiene una connotación a todas luces equívoca (si pensamos que la contraparte semántica de civil es militar). Lo mismo ocurre con traducir pupitre por escritorio, en el que la IA inexplicablemente pasa por alto la traducción más fácil (pupitre, pues la palabra en francés es pupitre) y falla por, digamos, exceso de creatividad. (Queda para la muestra el resto de las traducciones-versiones-adaptaciones.)

En este punto, y como si se rompiera un inmenso dique, me abruman una gran cantidad de preguntas [8] para las que no tengo asomo de respuesta: ¿por qué ChatGTP presenta sus traducciones consecutivamente como traducción, versión y al cabo adaptación (si la formulación de mi petición fue siempre la misma)? ¿Cómo traducen esencialmente las IA? [9] ¿Y qué tan consistente es su trabajo? [10] ¿Qué pasa con los derechos de autor? [11] Si a estas IA se las puede entrenar, ¿de qué manera se puede hacer esto para que arrojen una traducción de calidad o “la mejor traducción posible de un texto clásico”? [12] ¿Qué ocurre —éticamente, valga decirlo— si los insumos de los que se vale la IA para formular su versión son las muchas otras traducciones ya existentes? [13] Si damos por sentado que las IA se alimentan de lo que se publica en internet, ¿esto incluye los audios de los videos o lo que hablamos en nuestras conversaciones personales cuyos datos hemos regalado en medio de este tránsito de época (malamente regulada o desregulada)? [14] Aunque los resultados de las IA cobren un carácter cada vez más eficazmente orgánico, ¿no faltaría siempre la injerencia de una figura humana —un editor, un traductor— que verifique que no se deslizó un vocablo impreciso o anacrónico, o pleonasmos, o incoherencias narrativas (por ejemplo)? Finalmente, ¿nos espera un futuro en el que, adiestradas estas tecnologías, el papel del traductor sea el de evaluación y afinación de los textos entregados por las IA?


[1] Es apabullante el caudal de traducciones de este clásico. Para dar una idea, hay un artículo de María José Hernández Guerrero en el que se documentan las traducciones al español de Madame Bovary de 1875 hasta 1935, año en el que entró en declive la industria editorial en España; en ese lapso ya se pueden contar al menos quince traducciones.

[2] Sin haber entrado en materia, pensé, por un lado, en el rosario de decisiones editoriales que había detrás de, en nuestro caso, Madame Bovary, basta fijarse en el título para internarnos en un campo enmalezado. Para la muestra, justamente, nuestras tres traducciones: la de Jorge Fondebrider no se corta y añade el subtítulo puesto por Flaubert (obviado por la gran mayoría de traducciones, al menos en la carátula), Costumbres de provincia, aclarando que este seguramente corresponde a una cierta deuda narrativa contraída por Flaubert a partir (y en contraste) de su propia de lectura de Scènes de la vie de province de Honoré de Balzac. Pero no acaban aquí las disquisiciones, porque María Teresa Gallego Urrutia la titula La señora Bovary (y, sin ánimo de profundizar, en la portadilla del libro, no en la carátula, subtitula Costumbres de provincias, en plural, añadiendo una sutileza que cumplo con señalarle al lector); y, finalmente, con un carácter estrictamente sumario, anoto que Martín Gaite (o su editor) se inclina por Madame Bovary, el nombre con que se suele conocer esta novela, que por lo demás tal vez también se ha titulado —en la prehistoria de estas traducciones— como Madama Bovary y —¡ojo la condena y el espóiler!— ¡¡Adúltera!!

[3] En una carta (del 27 de julio de 1852) a Louise Colet, confidente del calvario que le supuso escribir esta novela, Flaubert afirmó: “Al escribir este libro soy como un hombre que tocase el piano con bolas de plomo en cada falange”.

[4] Para quien quiera saber más, la edición de Eterna Cadencia (la de Fondebrider), en la nota al pie 50, hace un balance muy animado alrededor de esta cuestión, en medio del cual cita a Sartre que zanja el asunto diciendo que Flaubert no se sabía leer muy bien a sí mismo (porque era medio tonto) y que seguramente era un error.

[5] Aquí cabría todo tipo de preguntas sobre los muy variados modos de decodificación que tiene un lectorentre muchas, planteo una: a partir de determinada descripción, ¿el lector imagina aquello que le están describiendo (con la poca o mucha la información histórica o geográfica que posea) o más bien escucha el ritmo o a la sonoridad de la frase y evita distraerse la poca o mucha nitidez con que se prefigura la situación?

[6] Me sorprende que ninguno se hubiera decantado por un pupitre enorme, porque, por un lado, el “gran” tiene una connotación no necesariamente física, de tamaño, sino simbólica, y, por otro lado, el “grande” junto a pupitre —dos palabras seguidas con eres incrustadas— roza la cacofonía.

[7] Luego siempre aclaraba la máquina (y sin que se lo pidiera): “Esta traducción busca mantener el tono y el sentido original del texto, respetando las diferencias culturales y lingüísticas entre el francés y el español” (¡!).

[8] Referentes a muy distintas cuestiones: el proceso editorial mismo, el funcionamiento esencial de las IA —y su naturaleza fagocitadora—, los claroscuros éticos que surgen de nuestras interacciones cada vez más apasionadas con estas tecnologías y, cómo no, las evoluciones imaginables de todas estas cuestiones juntas, superpuestas y mezcladas.

[9] Cualquiera que haya traducido textos de largo aliento sabe que es pretencioso esperar hacer un trabajo lineal, pues siempre surgen ajustes (unificaciones o búsqueda de atenuaciones o énfasis expresivos) que parecerán necesariamente evidentes a medida que se avanza en la obra (es decir, siempre tendrá que ir y volver, para tener una visión global, nítida, de la obra); ¿se puede esperar de una IA esos mismos repliegues, pausas y movimientos erráticos que traza propiamente una traducción natural?

[10] Esto a raíz de que, antes de las respuestas consignadas, había hecho una incursión inicial, en la que le preguntaba lo mismo (pero en este caso le pedía una traducción para un público colombiano), pero me había dado unas respuestas distintas, inútiles pero graciosas: “Estábamos en la clase cuando llegó el Director, seguido de un estudiante nuevo vestido como un cachaco y otro pelado que llevaba un pupitre grandote”.

[11] Se me hace de repente extraño que en esta etapa inicial de las IA (en todos los ámbitos creativos) no existan estos conflictos autorales en el ámbito de la traducción, muy a diferencia de lo que ha ocurrido con la ilustración (por ejemplo), en el que hay una inclinación por rechazar imágenes creadas por IA. Quiero decir: tanto en uno como en otro ámbito (y en todos los demás) son muy opacas o están virtualmente invisibilizadas las fuentes de las que se alimentan vorazmente las IA.

[12] ¿Introduciendo en su banco de datos diarios de mujeres francesas del siglo XIX, o las cartas que el autor le escribió a Louise Colet durante la escritura de la novela, o La orgía perpetua de Mario Vargas Llosa, o El loro de Flaubert de Julian Barnes, o cualquier otra obra subsidiaria que apunte a una comprensión plena de la obra, sea porque señale sus matices lingüísticos, sea porque amplíe su contexto histórico o sea porque desenrede el proceso creativo del autor a la luz de su correspondencia, sus otras novelas, o el sumario del juicio por inmoralidad que debió sufrir el autor tras la publicación de esta obra?

[13] Lo que se corresponde con el método de muchos traductores profesionales: revisar otras traducciones, pero sin el ánimo de “copiarse”, sino de humanamente encontrar su mejor versión posible (no sé cómo proceda una máquina para, adoptando el mismo método, no expoliarlas mecánicamente). En el curso de redactar esto, me tope con esto de Lydia Davis sobre su traducción de Madame Bovary al inglés (y que entra como un estilete en el corazón de nuestro asunto): “A good sentence in prose, says Flaubert, should be like a good line in poetry, unchangeable, as rhythmic, as sonorous. To achieve a translation that matches this high standard is difficult, perhaps impossible. Of course, a translation even of a less exacting stylist requires millions of tiny, detailed decisions; many reconsiderations; the testing of one word or phrase against another multiple times. In the case of Madame Bovary, there are unusually many previous translations—I count at least nineteen into English—and it is intriguing to observe how differently previous translators have made these decisions.

”In the second draft of my translation, I looked at ten others, eventually an eleventh, the most recent. As I made extensive comparisons, trying to arrive at good solutions in meaning, vocabulary, and construction, I came to know five or six of them quite well. The great variety among the translations depends, of course, on two factors: how each translator handles expressive English and how liberally or narrowly each defines the task of the translator”.

[14] No es una pregunta ingenua, pues, algo que auténticamente puede ofrecer un traductor humano es ese oído, esa sensibilidad al lenguaje de la calle, esa intuición que dirige su atención a la naturalidad del lenguaje —y con la que podríamos esperar leer un clásico—, el poder decir “eso no me suena”.

Fredy Ordóñez es corrector de estilo, director de Ediciones Milserifas y ex editor de Libro al Viento (2020-2023). Lector de Kafka, Keret y Katchadjian. Vive en Madrid (España). La ilustración que acompaña este ensayo es también de su autoría.