Las hermanas
Traducción del inglés por Daniela Arias
Texto original de James Joyce
Edición por Maritza García
Imagen: «The Quay Worker’s Home» de Jack B. Yeats
No había esperanza para él esta vez: era el tercer ataque. Noche tras noche yo había pasado frente a la casa (eran las vacaciones) y había estudiado el recuadro iluminado de la ventana: y noche tras noche lo había visto iluminado del mismo modo, débil y uniformemente. Si él estuviera muerto, pensaba, vería el reflejo de las velas en la cortina oscurecida, pues sabía que se deben poner dos velas a la cabeza de un cadáver. Con frecuencia me había dicho: “No me queda mucho tiempo en este mundo”, y yo había considerado ociosas sus palabras. Ahora sabía que eran ciertas. Cada noche, mientras levantaba la mirada hacia la ventana, me repetía en voz baja la palabra parálisis . Siempre había sonado extraña a mis oídos, como la palabra gnomon en la obra de Euclides y la palabra simonía en el catequismo. Pero ahora me sonaba como el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Aunque me atemorizaba, añoraba estar más cerca de ella y observar su obra letal.
El viejo Cotter estaba sentado junto al hogar, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía una porción generosa de papilla de avena, él dijo, como si retomara uno de sus comentarios:
—No, no diría que era precisamente…, pero había algo raro…, había algo misterioso en él. Les daré mi opinión…
Comenzó a darle caladas a su pipa, sin duda organizando sus pensamientos en la mente.
¡Qué viejo más necio y pesado! Cuando lo conocimos era bastante interesante; hablaba de residuos de destilación y alambiques; pero pronto me cansé de él y de sus interminables historias sobre la destilería.
—Tengo mi propia teoría al respecto — dijo—. Creo que era uno de esos… casos extraños… Pero no sabría decir…
Volvió a darle caladas a la pipa sin decirnos su teoría. Mi tío vio que me había quedado mirando y me dijo:
—Pues, te entristecerá saber que tu viejo amigo se ha ido.
—¿Quién? — pregunté.
—El padre Flynn.
—¿Está muerto?
—El Sr. Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba por la casa.
Sabía que me observaban, así que seguí comiendo como si la noticia no me hubiera interesado. Mi tío le explicó al viejo Cotter:
—El joven y él eran muy buenos amigos. El viejo sí que le enseñó cosas, y decían que lo tenía en gran estima.
—Que Dios se apiade de su alma — dijo mi tía con devoción.
El viejo Cotter se quedó mirándome un rato. Sentí que sus pequeños y brillantes ojos negros me examinaban, pero no iba a darle la satisfacción de levantar la mirada del plato. Volvió a su pipa y al final escupió toscamente en la rejilla.
—No me gustaría que un hijo mío —opinó— tuviera mucho de qué hablar con un hombre como ese.
—¿Qué quiere decir, Sr. Cotter? — preguntó mi tía.
—Lo que quiero decir —dijo el viejo Cotter— es que es malo para los niños. Yo pienso que hay que dejar que un chico corra por ahí y juegue con chicos de su misma edad y no esté… ¿tengo razón, Jack?
—Yo también sigo ese principio —dijo mi tío—. Deja que aprenda a defenderse solo. Es lo que siempre le digo a este rosacruz: ejercítate. Verán, cuando era chico, cada mañana sin falta me daba un baño frío, en invierno y en verano. Y eso es lo que me sirve ahora. La educación está muy bien, pero… El Sr. Cotter tal vez acepte una porción de esa pierna de cordero —le dijo a mi tía.
—No, no, para mí no —dijo el viejo Cotter.
Mi tía trajo el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
—¿Pero por qué piensa que no es bueno para los niños, Sr. Cotter? —preguntó.
—Es malo para los niños —dijo el viejo Cotter— porque sus mentes son muy impresionables. Cuando los niños ven cosas así, pues, los afecta…
Me atiborré la boca con papilla por miedo a expresar mi ira. ¡Qué pesado ese viejo imbécil con nariz roja!
Era tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba molesto con el viejo Cotter por llamarme referirse a mí como un niño, le di vueltas a sus frases inconclusas en mi cabeza para extraer su significado. En la oscuridad de mi habitación imaginé que volvía a ver el rostro severo y gris del paralítico. Jalé las cobijas sobre mi cabeza e intenté pensar en la Navidad. Pero el rostro gris aún me seguía. Murmuraba, y entendí que deseaba confesar algo. Sentí que mi alma se retiraba a una región placentera y viciosa, y allí volví a encontrarlo esperándome. Empezó a confesarse conmigo con una voz murmurante y me pregunté por qué sonreía continuamente y por qué los labios estaban tan húmedos de saliva. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo también estaba sonriendo lánguidamente como si absolviera lo simoniaco de su pecado.
La mañana siguiente, después del desayuno, fui a ver la casita en Great Britain Street. Era una tienda modesta, registrada bajo el vago nombre de Pañería. En la Pañería había más que todo botines tejidos para niños y sombrillas, y en días laborales en la ventana colgaba un aviso que decía: Forramos sobrillas. No se veía ningún aviso en ese momento porque las persianas estaban cerradas. Había un ramillete con crepé atado a la aldaba con una cinta. Dos pobres mujeres y el chico de los telegramas estaban leyendo la tarjeta que prendía del crepé. También me acerqué y leí:
1 de julio de 1895
El rev. James Flynn (antes de la iglesia S. Catherine, Meath Street), de sesenta y cinco años.
Q.E.P.D.
Leer la tarjeta me convenció de que había muerto y me perturbó notar que me sentía bajo control. Si no hubiera muerto yo habría ido al cuartito oscuro detrás de la tienda y lo habría encontrado sentado en su sillón cerca del fuego, casi sofocado en su gabán. Tal vez mi tía me habría dado un paquetito de High Toast para él y ese regalo lo habría sacado de la pesadez del letargo. Siempre era yo quien vaciaba el paquetito en su tabaquera negra, pues sus manos temblaban demasiado como para que pudiera hacerlo sin derramar la mitad del rapé por el suelo. Incluso cuando se llevaba la mano grande y temblorosa a la nariz, pequeñas nubes de humo se le escurrían entre los dedos sobre la parte delantera de su abrigo. Quizá habían sido esas constantes lluvias de rapé las que les daban a sus antiguas prendas sacerdotales un aspecto verde desteñido, pues el pañuelo rojo, ennegrecido, como siempre, por las manchas del rapé de una semana, con el que intentaba sacudir los granos que caían, era bastante ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve el valor de golpear. Me alejé lentamente por el costado soleado de la calle, leyendo todos los anuncios teatrales de las vitrinas por el camino. Pensé que era extraño que ni el día ni yo pareciéramos estar de luto e incluso sentí fastidio al descubrir en mí una sensación de libertad, como si su muerte me hubiera liberado de algo. Aquello me asombró pues, como mi tío había dicho la noche anterior, él me había enseñado mucho. Él había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me había enseñado a pronunciar el latín correctamente. Me había contado historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte, y me había explicado el significado de las diferentes ceremonias de la misa y de las diferentes vestiduras que usaba el sacerdote. En ocasiones se había divertido haciéndome preguntas difíciles, preguntándome qué debía hacer uno en ciertas circunstancias o si estos o aquellos pecados eran mortales, veniales o solo defectos. Sus preguntas me mostraban cuán complejas y misteriosas eran ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había considerado como los actos más simples. Los deberes del sacerdote para con la Eucaristía y el secreto de la confesión me parecían tan graves que me preguntaba cómo alguien había podido encontrar en sí mismo el valor para asumirlos; y no me sorprendí cuando me contó que los padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como el Directorio de la oficina de correos y con letra tan menuda como la de los edictos del periódico, dilucidando todas esas intrincadas cuestiones. Con frecuencia, cuando pensaba en ello, no podía dar una respuesta o solo una muy tonta y titubeante, ante lo que él sonreía y asentía con la cabeza dos o tres veces. En ocasiones me hacía repasar los responsorios de la misa que me había hecho memorizar y, mientras yo recitaba, sonreía pensativamente y asentía con la cabeza, de vez en cuando metiéndose montones de rapé en una fosa y luego en la otra. Cuando sonreía descubría sus grandes dientes descoloridos y dejaba que la lengua reposara sobre el labio inferior, un hábito que me había hecho sentir incómodo al comienzo de nuestra amistad , antes de conocerlo bien.
Mientras caminaba bajo el sol, recordé las palabras del viejo Cotter e intenté recordar qué había sucedido después en el sueño. Recordé que había notado largas cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de estilo antiguo. Sentí que había estado muy lejos, en alguna tierra donde las costumbres eran extrañas: en Persia, pensé… Pero no podía recordar el final del sueño.
En la noche, mi tía me llevó a visitar la casa de luto. Ya había atardecido, pero los cristales de las casas que miraban al oeste reflejaban el dorado cobrizo de un gran cúmulo de nubes. Nannie nos recibió en la antesala y, como habría sido indecoroso hablarle fuerte, mi tía no hizo más que estrecharle la mano. La anciana apuntó hacia arriba con un gesto interrogativo y, al ver que mi tía asentía, procedió a subir con esfuerzo las estrechas escaleras que había ante nosotros, mientras su cabeza inclinada escasamente superaba el nivel de la barandilla. En el primer rellano se detuvo y nos hizo señas alentándonos a seguir hacia la puerta abierta del velatorio. Mi tía entró, y la anciana, al ver que yo dudaba en entrar, volvió a hacerme señas con la mano insistentemente.
Entré en puntillas. A través del borde de encaje de la persiana, la habitación se había inundado con una luz dorada y opaca bajo la cual las velas parecían llamas pálidas y débiles. Lo habían puesto en el ataúd. Siguiendo a Nannie, los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Fingí rezar, pero no podía ordenar mis pensamientos porque los murmullos de la anciana me distraían. Noté cuán torpemente estaba enganchada su falda en la parte de atrás y cuán desgastados estaban los tacones de sus botas de tela hacia un lado. Se me antojó que el viejo sacerdote estaba sonriendo mientras yacía ahí en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos a la cabecera de la cama, vi que no sonreía. Yacía ahí, solemne y opulento, vestido como si fuera al altar, sus grandes manos sosteniendo débilmente un cáliz. Su rostro era muy severo, gris e imponente, con fosas nasales negras y cavernosas, y rodeada por ralos cabellos blancos . Había un olor penetrante en la habitación: las flores.
Nos santiguamos y salimos. En la pequeña habitación de abajo encontramos a Eliza sentada con ceremonia en su sillón. Caminé a tientas hacia mi silla de siempre en el rincón mientras Nannie iba al aparador y traía un decantador de jerez y unas copas de vino. Las puso en la mesa y nos invitó a tomar una copita de vino. Luego, por pedido de su hermana, sirvió el jerez en las copas y nos las pasó. Me insistió que tomara también algunas galletas de crema, pero no acepté porque pensé que haría demasiado ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se dirigió en silencio hacia el sofá, donde se sentó detrás de su hermana. Nadie habló: todos nos quedamos viendo la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara y luego dijo:
—Ah, bueno, se ha ido a un mundo mejor.
Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía acarició el tallo de su copa antes de beber un sorbito.
—¿Él… tranquilamente? —preguntó.
—Oh, muy tranquilamente, señora —dijo Eliza—. No notamos cuando lo abandonó el aliento. Tuvo una buena muerte, alabado sea Dios.
—¿Y todo…?
—El padre O’Rourke lo acompañó el martes, lo ungió, lo preparó y demás .
—¿Entonces él sabía?
—Estaba bastante resignado.
—Se ve bastante resignado —dijo mi tía.
—Eso fue lo que dijo la mujer que conseguimos para que lo lavara. Dijo que se veía como si estuviera durmiendo, así de tranquilo y resignado se veía. Nadie habría pensado que iba a ser un cadáver tan hermoso.
—Sí, así es —dijo mi tía.
Bebió otro sorbito de su copa y dijo:
—Bueno, señorita Flynn, en todo caso debe ser un gran consuelo para usted saber que hizo todo lo que pudo por él. Las dos fueron muy bondadosas con él, debo decir.
Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.
—¡Ah, pobre James! —dijo—. Dios sabe que hicimos todo lo que pudimos; pese a ser tan pobres, no habríamos permitido que le faltara nada mientras estuvo así.
Nannie había apoyado la cabeza en el cojín del sofá y parecía a punto de quedarse dormida.
—Ahí está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—. Está agotada. Todo el trabajo que tuvimos que hacer, ella y yo, consiguiendo a la mujer para que lo lavara y luego preparándolo y luego el ataúd y luego haciendo los arreglos de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O’Rourke no sé qué habríamos hecho. Fue él quien nos trajo todas esas flores y esas dos velas de la capilla y escribió el aviso para el Freeman’s General y se encargó de todos los papeles para el cementerio y el seguro del pobre James.
—¡Qué bueno de su parte! ¿Cierto? —dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y movió la cabeza despacio.
—Ah, no hay nada como los viejos amigos —dijo—, al fin y al cabo, no se puede confiar en nadie más.
—Así es, es verdad —dijo mi tía—. Y estoy segura de que, ahora que ha recibido su recompensa eterna, no se olvidará de ustedes ni de lo bondadosas que fueron con él.
—¡Ah, pobre James! —dijo Eliza—. Él no era ningún problema para nosotras. No se le escuchaba en la casa más que ahora. Sin embargo, sé que se ha ido a…
—Cuando todo termine, lo extrañarán —dijo mi tía.
—Lo sé —dijo Eliza —. Ya no le llevaré su caldo de carne, ni usted, señora, le mandará su rapé. ¡Ah, pobre James!
Se detuvo, como si se estuviera en comunión con el pasado y luego dijo con perspicacia:
—Eso sí, noté que le ocurría algo raro últimamente. Siempre que le llevaba su sopa lo encontraba con su breviario en el suelo, recostado en la silla con la boca abierta.
Se puso un dedo sobre la nariz y frunció el ceño. Después continuó:
—Aun así, insistía en que, antes de que terminara el verano, un buen día iría a dar un paseo solo para volver a ver la vieja casa en donde nacimos todos, allá en Irishtown, y nos llevaría a mí y a Nannie. Si tan solo pudiéramos conseguir uno de esos carruajes extravagantes que no hacen ruido de los que le habló el padre O’Rourke, esos que tienen ruedas reumáticas, cuyo alquiler es barato por un día; eso dijo, allá al frente, en Johnny Rush, e irnos los tres juntos una tarde de domingo. Estaba decidido a hacerlo… ¡Pobre James!
—¡El Señor se apiade de su alma! —dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se enjugó los ojos con él. Se lo volvió a guardar en el bolsillo y se quedó mirando la rejilla vacía un momento sin hablar.
—Siempre fue demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y además su vida se vio, se podría decir, truncada.
—Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Se notaba.
Un silencio se apoderó de la pequeña habitación y, amparado por él, me acerqué a la mesa, probé mi jerez y regresé sin hacer ruido a mi silla en el rincón. Eliza parecía sumida en un profundo ensueño. Esperamos respetuosamente a que rompiera el silencio y, tras una larga pausa, dijo despacio:
—Fue ese cáliz que rompió… Así comenzó todo. Claro, dijeron que no pasaba nada, que estaba vacío, quiero decir. Aun así… Dijeron que era culpa del niño. Pero el pobre James estaba tan nervioso, ¡Dios se apiade de él!
—Y, ¿eso fue todo? —preguntó mi tía—. Escuché algo…
Eliza asintió.
—Eso lo afectó mentalmente —dijo—. Después de eso, comenzó a ensimismarse; no hablaba con nadie y vagaba solo por ahí. Entonces una noche necesitaban que hiciera una visita y no podían encontrarlo en ninguna parte. Buscaron por cielo y tierra, pero no lo veían por ninguna parte. Entonces el clérigo sugirió que intentaran en la capilla. Entonces consiguieron las llaves y abrieron la capilla, y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba ahí llevaron una lámpara para buscarlo… Y, ¿quién iba a pensar que estaba ahí, sentado solo en la oscuridad en su confesionario, bien despierto y como riendo suavemente para sí mismo?
Se detuvo de repente como para escuchar algo. Yo también intenté, pero no había sonido alguno en la casa, y sabía que el viejo sacerdote yacía inmóvil en su ataúd como lo habíamos visto, solemne y severo en la muerte, con un cáliz vacío en el pecho.
Eliza prosiguió:
—Bien despierto y como riendo suavemente para sí mismo… Entonces, claro, cuando vieron eso, pensaron que algo no andaba bien con él…
There was no hope for him this time: it was the third stroke. Night after night I had passed the house (it was vacation time) and studied the lighted square of window: and night after night I had found it lighted in the same way, faintly and evenly. If he was dead, I thought, I would see the reflection of candles on the darkened blind for I knew that two candles must be set at the head of a corpse. He had often said to me: “I am not long for this world,” and I had thought his words idle. Now I knew they were true. Every night as I gazed up at the window I said softly to myself the word paralysis. It had always sounded strangely in my ears, like the word gnomon in the Euclid and the word simony in the Catechism. But now it sounded to me like the name of some maleficent and sinful being. It filled me with fear, and yet I longed to be nearer to it and to look upon its deadly work.
Old Cotter was sitting at the fire, smoking, when I came downstairs to supper. While my aunt was ladling out my stirabout he said, as if returning to some former remark of his:
“No, I wouldn’t say he was exactly…but there was something queer… there was something uncanny about him. I’ll tell you my opinion…”
He began to puff at his pipe, no doubt arranging his opinion in his mind. Tiresome old fool! When we knew him first he used to be rather interesting, talking of faints and worms; but I soon grew tired of him and his endless stories about the distillery.
“I have my own theory about it,” he said. “I think it was one of those… peculiar cases…But it’s hard to say…”
He began to puff again at his pipe without giving us his theory. My uncle saw me staring and said to me:
“Well, so your old friend is gone, you’ll be sorry to hear.”
“Who?” said I.
“Father Flynn.”
“Is he dead?”
“Mr. Cotter here has just told us. He was passing by the house.”
I knew that I was under observation so I continued eating as if the news had not interested me. My uncle explained to old Cotter.
“The youngster and he were great friends. The old chap taught him a great deal, mind you; and they say he had a great wish for him.”
“God have mercy on his soul,” said my aunt piously.
Old Cotter looked at me for a while. I felt that his little beady black eyes were examining me but I would not satisfy him by looking up from my plate. He returned to his pipe and finally spat rudely into the grate.
“I wouldn’t like children of mine,” he said, “to have too much to say to a man like that.”
“How do you mean, Mr. Cotter?” asked my aunt.
“What I mean is,” said old Cotter, “it’s bad for children. My idea is: let a young lad run about and play with young lads of his own age and not be…Am I right, Jack?”
“That’s my principle, too,” said my uncle. “Let him learn to box his corner. That’s what I’m always saying to that Rosicrucian there: take exercise. Why, when I was a nipper every morning of my life I had a cold bath, winter and summer. And that’s what stands to me now. Education is all very fine and large…Mr. Cotter might take a pick of that leg mutton,” he added to my aunt.
“No, no, not for me,” said old Cotter.
My aunt brought the dish from the safe and put it on the table.
“But why do you think it’s not good for children, Mr. Cotter?” she asked.
“It’s bad for children,” said old Cotter, “because their minds are so impressionable. When children see things like that, you know, it has an effect…”
I crammed my mouth with stirabout for fear I might give utterance to my anger. Tiresome old red-nosed imbecile!
It was late when I fell asleep. Though I was angry with old Cotter for alluding to me as a child, I puzzled my head to extract meaning from his unfinished sentences. In the dark of my room I imagined that I saw again the heavy grey face of the paralytic. I drew the blankets over my head and tried to think of Christmas. But the grey face still followed me. It murmured, and I understood that it desired to confess something. I felt my soul receding into some pleasant and vicious region; and there again I found it waiting for me. It began to confess to me in a murmuring voice and I wondered why it smiled continually and why the lips were so moist with spittle. But then I remembered that it had died of paralysis and I felt that I too was smiling feebly as if to absolve the simoniac of his sin.
The next morning after breakfast I went down to look at the little house in Great Britain Street. It was an unassuming shop, registered under the vague name of Drapery. The Drapery consisted mainly of children’s bootees and umbrellas; and on ordinary days a notice used to hang in the window, saying: Umbrellas Re-covered. No notice was visible now for the shutters were up. A crape bouquet was tied to the doorknocker with ribbon. Two poor women and a telegram boy were reading the card pinned on the crape. I also approached and read:
July 1st, 1895
The Rev. James Flynn (formerly of S. Catherine’s Church,
Meath Street), aged sixty-five years.
R. I. P.
The reading of the card persuaded me that he was dead and I was disturbed to find myself at check. Had he not been dead I would have gone into the little dark room behind the shop to find him sitting in his arm-chair by the fire, nearly smothered in his great-coat. Perhaps my aunt would have given me a packet of High Toast for him and this present would have roused him from his stupefied doze. It was always I who emptied the packet into his black snuff-box for his hands trembled too much to allow him to do this without spilling half the snuff about the floor. Even as he raised his large trembling hand to his nose little clouds of smoke dribbled through his fingers over the front of his coat. It may have been these constant showers of snuff which gave his ancient priestly garments their green faded look for the red handkerchief, blackened, as it always was, with the snuff-stains of a week, with which he tried to brush away the fallen grains, was quite inefficacious.
I wished to go in and look at him but I had not the courage to knock. I walked away slowly along the sunny side of the street, reading all the theatrical advertisements in the shop-windows as I went. I found it strange that neither I nor the day seemed in a mourning mood and I felt even annoyed at discovering in myself a sensation of freedom as if I had been freed from something by his death. I wondered at this for, as my uncle had said the night before, he had taught me a great deal. He had studied in the Irish college in Rome and he had taught me to pronounce Latin properly. He had told me stories about the catacombs and about Napoleon Bonaparte, and he had explained to me the meaning of the different ceremonies of the Mass and of the different vestments worn by the priest. Sometimes he had amused himself by putting difficult questions to me, asking me what one should do in certain circumstances or whether such and such sins were mortal or venial or only imperfections. His questions showed me how complex and mysterious were certain institutions of the Church which I had always regarded as the simplest acts. The duties of the priest towards the Eucharist and towards the secrecy of the confessional seemed so grave to me that I wondered how anybody had ever found in himself the courage to undertake them; and I was not surprised when he told me that the fathers of the Church had written books as thick as the Post Office Directory and as closely printed as the law notices in the newspaper, elucidating all these intricate questions. Often when I thought of this I could make no answer or only a very foolish and halting one upon which he used to smile and nod his head twice or thrice. Sometimes he used to put me through the responses of the Mass which he had made me learn by heart; and, as I pattered, he used to smile pensively and nod his head, now and then pushing huge pinches of snuff up each nostril alternately. When he smiled he used to uncover his big discoloured teeth and let his tongue lie upon his lower lip—a habit which had made me feel uneasy in the beginning of our acquaintance before I knew him well.
As I walked along in the sun I remembered old Cotter’s words and tried to remember what had happened afterwards in the dream. I remembered that I had noticed long velvet curtains and a swinging lamp of antique fashion. I felt that I had been very far away, in some land where the customs were strange—in Persia, I thought…But I could not remember the end of the dream.
In the evening my aunt took me with her to visit the house of mourning. It was after sunset; but the window-panes of the houses that looked to the west reflected the tawny gold of a great bank of clouds. Nannie received us in the hall; and, as it would have been unseemly to have shouted at her, my aunt shook hands with her for all . The old woman pointed upwards interrogatively and, on my aunt’s nodding, proceeded to toil up the narrow staircase before us, her bowed head being scarcely above the level of the banister-rail. At the first landing she stopped and beckoned us forward encouragingly towards the open door of the dead-room. My aunt went in and the old woman, seeing that I hesitated to enter, began to beckon to me again repeatedly with her hand.
I went in on tiptoe. The room through the lace end of the blind was suffused with dusky golden light amid which the candles looked like pale thin flames. He had been coffined. Nannie gave the lead and we three knelt down at the foot of the bed. I pretended to pray but I could not gather my thoughts because the old woman’s mutterings distracted me. I noticed how clumsily her skirt was hooked at the back and how the heels of her cloth boots were trodden down all to one side. The fancy came to me that the old priest was smiling as he lay there in his coffin.
But no. When we rose and went up to the head of the bed I saw that he was not smiling. There he lay, solemn and copious, vested as for the altar, his large hands loosely retaining a chalice. His face was very truculent, grey and massive, with black cavernous nostrils and circled by a scanty white fur. There was a heavy odour in the room—the flowers.
We crossed ourselves and came away. In the little room downstairs we found Eliza seated in his arm-chair in state. I groped my way towards my usual chair in the corner while Nannie went to the sideboard and brought out a decanter of sherry and some wine-glasses. She set these on the table and invited us to take a little glass of wine. Then, at her sister’s bidding, she filled out the sherry into the glasses and passed them to us. She pressed me to take some cream crackers also but I declined because I thought I would make too much noise eating them. She seemed to be somewhat disappointed at my refusal and went over quietly to the sofa where she sat down behind her sister. No one spoke: we all gazed at the empty fireplace.
My aunt waited until Eliza sighed and then said:
“Ah, well, he’s gone to a better world.”
Eliza sighed again and bowed her head in assent. My aunt fingered the stem of her wine-glass before sipping a little.
“Did he…peacefully?” she asked.
“Oh, quite peacefully, ma’am,” said Eliza. “You couldn’t tell when the breath went out of him. He had a beautiful death, God be praised.”
“And everything…?”
“Father O’Rourke was in with him a Tuesday and mientras him and prepared him and all.”
“He knew then?”
“He was quite resigned.”
“He looks quite resigned,” said my aunt.
“That’s what the woman we had in to wash him said. She said he just looked as if he was asleep, he looked that peaceful and resigned. No one would think he’d make such a beautiful corpse.”
“Yes, indeed,” said my aunt.
She sipped a little more from her glass and said:
“Well, Miss Flynn, at any rate it must be a great comfort for you to know that you did all you could for him. You were both very kind to him, I must say.”
Eliza smoothed her dress over her knees.
“Ah, poor James!” she said. “God knows we done all we could, as poor as we are—we wouldn’t see him want anything while he was in it .”
Nannie had leaned her head against the sofa-pillow and seemed about to fall asleep.
“There’s poor Nannie,” said Eliza, looking at her, “she’s wore out. All the work we had, she and me, getting in the woman to wash him and then laying him out and then the coffin and then arranging about the Mass in the chapel. Only for Father O’Rourke I don’t know what we’d done at all. It was him brought us all them flowers and them two candlesticks out of the chapel and wrote out the notice for the Freeman’s General and took charge of all the papers for the cemetery and poor James’s insurance.”
“Wasn’t that good of him?” said my aunt.
Eliza closed her eyes and shook her head slowly.
“Ah, there’s no friends like the old friends,” she said, “when all is said and done, no friends that a body can trust.”
“Indeed, that’s true,” said my aunt. “And I’m sure now that he’s gone to his eternal reward he won’t forget you and all your kindness to him.”
“Ah, poor James!” said Eliza. “He was no great trouble to us. You wouldn’t hear him in the house any more than now. Still, I know he’s gone and all to that…”
“It’s when it’s all over that you’ll miss him,” said my aunt.
“I know that,” said Eliza. “I won’t be bringing him in his cup of beef-tea any more, nor you, ma’am, sending him his snuff. Ah, poor James!”
She stopped, as if she were communing with the past and then said shrewdly:
“Mind you, I noticed there was something queer coming over him latterly. Whenever I’d bring in his soup to him there I’d find him with his breviary fallen to the floor, lying back in the chair and his mouth open.”
She laid a finger against her nose and frowned: then she continued:
“But still and all he kept on saying that before the summer was over he’d go out for a drive one fine day just to see the old house again where we were all born down in Irishtown and take me and Nannie with him. If we could only get one of them new-fangled carriages that makes no noise that Father O’Rourke told him about, them with the rheumatic wheels, for the day cheap—he said, at Johnny Rush’s over the way there and drive out the three of us together of a Sunday evening. He had his mind set on that…Poor James!”
“The Lord have mercy on his soul!” said my aunt.
Eliza took out her handkerchief and wiped her eyes with it. Then she put it back again in her pocket and gazed into the empty grate for some time without speaking.
“He was too scrupulous always,” she said. “The duties of the priesthood was too much for him. And then his life was, you might say, crossed .”
“Yes,” said my aunt. “He was a disappointed man. You could see that.”
A silence took possession of the little room and, under cover of it, I approached the table and tasted my sherry and then returned quietly to my chair in the corner. Eliza seemed to have fallen into a deep revery. We waited respectfully for her to break the silence: and after a long pause she said slowly:
“It was that chalice he broke…That was the beginning of it. Of course, they say it was all right, that it contained nothing, I mean. But still…They say it was the boy’s fault. But poor James was so nervous, God be merciful to him!”
“And was that it?” said my aunt. “I heard something…”
Eliza nodded.
“That affected his mind,” she said. “After that he began to mope by himself, talking to no one and wandering about by himself. So one night he was wanted for to go on a call and they couldn’t find him anywhere. They looked high up and low down; and still they couldn’t see a sight of him anywhere. So then the clerk suggested to try the chapel. So then they got the keys and opened the chapel and the clerk and Father O’Rourke and another priest that was there brought in a light for to look for him…And what do you think but there he was, sitting up by himself in the dark in his confession-box, wide-awake and laughing-like softly to himself?”
She stopped suddenly as if to listen. I too listened; but there was no sound in the house: and I knew that the old priest was lying still in his coffin as we had seen him, solemn and truculent in death, an idle chalice on his breast.
Eliza resumed:
“Wide-awake and laughing-like to himself…So then, of course, when they saw that, that made them think that there was something gone wrong with him…”
There was no hope for him this time: it was the third stroke. Night after night I had passed the house (it was vacation time) and studied the lighted square of window: and night after night I had found it lighted in the same way, faintly and evenly. If he was dead, I thought, I would see the reflection of candles on the darkened blind for I knew that two candles must be set at the head of a corpse. He had often said to me: “I am not long for this world,” and I had thought his words idle. Now I knew they were true. Every night as I gazed up at the window I said softly to myself the word paralysis. It had always sounded strangely in my ears, like the word gnomon in the Euclid and the word simony in the Catechism. But now it sounded to me like the name of some maleficent and sinful being. It filled me with fear, and yet I longed to be nearer to it and to look upon its deadly work.
Old Cotter was sitting at the fire, smoking, when I came downstairs to supper. While my aunt was ladling out my stirabout he said, as if returning to some former remark of his:
“No, I wouldn’t say he was exactly…but there was something queer… there was something uncanny about him. I’ll tell you my opinion…”
He began to puff at his pipe, no doubt arranging his opinion in his mind. Tiresome old fool! When we knew him first he used to be rather interesting, talking of faints and worms; but I soon grew tired of him and his endless stories about the distillery.
“I have my own theory about it,” he said. “I think it was one of those… peculiar cases…But it’s hard to say…”
He began to puff again at his pipe without giving us his theory. My uncle saw me staring and said to me:
“Well, so your old friend is gone, you’ll be sorry to hear.”
“Who?” said I.
“Father Flynn.”
“Is he dead?”
“Mr. Cotter here has just told us. He was passing by the house.”
I knew that I was under observation so I continued eating as if the news had not interested me. My uncle explained to old Cotter.
“The youngster and he were great friends. The old chap taught him a great deal, mind you; and they say he had a great wish for him.”
“God have mercy on his soul,” said my aunt piously.
Old Cotter looked at me for a while. I felt that his little beady black eyes were examining me but I would not satisfy him by looking up from my plate. He returned to his pipe and finally spat rudely into the grate.
“I wouldn’t like children of mine,” he said, “to have too much to say to a man like that.”
“How do you mean, Mr. Cotter?” asked my aunt.
“What I mean is,” said old Cotter, “it’s bad for children. My idea is: let a young lad run about and play with young lads of his own age and not be…Am I right, Jack?”
“That’s my principle, too,” said my uncle. “Let him learn to box his corner. That’s what I’m always saying to that Rosicrucian there: take exercise. Why, when I was a nipper every morning of my life I had a cold bath, winter and summer. And that’s what stands to me now. Education is all very fine and large…Mr. Cotter might take a pick of that leg mutton,” he added to my aunt.
“No, no, not for me,” said old Cotter.
My aunt brought the dish from the safe and put it on the table.
“But why do you think it’s not good for children, Mr. Cotter?” she asked.
“It’s bad for children,” said old Cotter, “because their minds are so impressionable. When children see things like that, you know, it has an effect…”
I crammed my mouth with stirabout for fear I might give utterance to my anger. Tiresome old red-nosed imbecile!
It was late when I fell asleep. Though I was angry with old Cotter for alluding to me as a child, I puzzled my head to extract meaning from his unfinished sentences. In the dark of my room I imagined that I saw again the heavy grey face of the paralytic. I drew the blankets over my head and tried to think of Christmas. But the grey face still followed me. It murmured, and I understood that it desired to confess something. I felt my soul receding into some pleasant and vicious region; and there again I found it waiting for me. It began to confess to me in a murmuring voice and I wondered why it smiled continually and why the lips were so moist with spittle. But then I remembered that it had died of paralysis and I felt that I too was smiling feebly as if to absolve the simoniac of his sin.
The next morning after breakfast I went down to look at the little house in Great Britain Street. It was an unassuming shop, registered under the vague name of Drapery. The Drapery consisted mainly of children’s bootees and umbrellas; and on ordinary days a notice used to hang in the window, saying: Umbrellas Re-covered. No notice was visible now for the shutters were up. A crape bouquet was tied to the doorknocker with ribbon. Two poor women and a telegram boy were reading the card pinned on the crape. I also approached and read:
July 1st, 1895
The Rev. James Flynn (formerly of S. Catherine’s Church,
Meath Street), aged sixty-five years.
R. I. P.
The reading of the card persuaded me that he was dead and I was disturbed to find myself at check. Had he not been dead I would have gone into the little dark room behind the shop to find him sitting in his arm-chair by the fire, nearly smothered in his great-coat. Perhaps my aunt would have given me a packet of High Toast for him and this present would have roused him from his stupefied doze. It was always I who emptied the packet into his black snuff-box for his hands trembled too much to allow him to do this without spilling half the snuff about the floor. Even as he raised his large trembling hand to his nose little clouds of smoke dribbled through his fingers over the front of his coat. It may have been these constant showers of snuff which gave his ancient priestly garments their green faded look for the red handkerchief, blackened, as it always was, with the snuff-stains of a week, with which he tried to brush away the fallen grains, was quite inefficacious.
I wished to go in and look at him but I had not the courage to knock. I walked away slowly along the sunny side of the street, reading all the theatrical advertisements in the shop-windows as I went. I found it strange that neither I nor the day seemed in a mourning mood and I felt even annoyed at discovering in myself a sensation of freedom as if I had been freed from something by his death. I wondered at this for, as my uncle had said the night before, he had taught me a great deal. He had studied in the Irish college in Rome and he had taught me to pronounce Latin properly. He had told me stories about the catacombs and about Napoleon Bonaparte, and he had explained to me the meaning of the different ceremonies of the Mass and of the different vestments worn by the priest. Sometimes he had amused himself by putting difficult questions to me, asking me what one should do in certain circumstances or whether such and such sins were mortal or venial or only imperfections. His questions showed me how complex and mysterious were certain institutions of the Church which I had always regarded as the simplest acts. The duties of the priest towards the Eucharist and towards the secrecy of the confessional seemed so grave to me that I wondered how anybody had ever found in himself the courage to undertake them; and I was not surprised when he told me that the fathers of the Church had written books as thick as the Post Office Directory and as closely printed as the law notices in the newspaper, elucidating all these intricate questions. Often when I thought of this I could make no answer or only a very foolish and halting one upon which he used to smile and nod his head twice or thrice. Sometimes he used to put me through the responses of the Mass which he had made me learn by heart; and, as I pattered, he used to smile pensively and nod his head, now and then pushing huge pinches of snuff up each nostril alternately. When he smiled he used to uncover his big discoloured teeth and let his tongue lie upon his lower lip—a habit which had made me feel uneasy in the beginning of our acquaintance before I knew him well.
As I walked along in the sun I remembered old Cotter’s words and tried to remember what had happened afterwards in the dream. I remembered that I had noticed long velvet curtains and a swinging lamp of antique fashion. I felt that I had been very far away, in some land where the customs were strange—in Persia, I thought…But I could not remember the end of the dream.
In the evening my aunt took me with her to visit the house of mourning. It was after sunset; but the window-panes of the houses that looked to the west reflected the tawny gold of a great bank of clouds. Nannie received us in the hall; and, as it would have been unseemly to have shouted at her, my aunt shook hands with her for all . The old woman pointed upwards interrogatively and, on my aunt’s nodding, proceeded to toil up the narrow staircase before us, her bowed head being scarcely above the level of the banister-rail. At the first landing she stopped and beckoned us forward encouragingly towards the open door of the dead-room. My aunt went in and the old woman, seeing that I hesitated to enter, began to beckon to me again repeatedly with her hand.
I went in on tiptoe. The room through the lace end of the blind was suffused with dusky golden light amid which the candles looked like pale thin flames. He had been coffined. Nannie gave the lead and we three knelt down at the foot of the bed. I pretended to pray but I could not gather my thoughts because the old woman’s mutterings distracted me. I noticed how clumsily her skirt was hooked at the back and how the heels of her cloth boots were trodden down all to one side. The fancy came to me that the old priest was smiling as he lay there in his coffin.
But no. When we rose and went up to the head of the bed I saw that he was not smiling. There he lay, solemn and copious, vested as for the altar, his large hands loosely retaining a chalice. His face was very truculent, grey and massive, with black cavernous nostrils and circled by a scanty white fur. There was a heavy odour in the room—the flowers.
We crossed ourselves and came away. In the little room downstairs we found Eliza seated in his arm-chair in state. I groped my way towards my usual chair in the corner while Nannie went to the sideboard and brought out a decanter of sherry and some wine-glasses. She set these on the table and invited us to take a little glass of wine. Then, at her sister’s bidding, she filled out the sherry into the glasses and passed them to us. She pressed me to take some cream crackers also but I declined because I thought I would make too much noise eating them. She seemed to be somewhat disappointed at my refusal and went over quietly to the sofa where she sat down behind her sister. No one spoke: we all gazed at the empty fireplace.
My aunt waited until Eliza sighed and then said:
“Ah, well, he’s gone to a better world.”
Eliza sighed again and bowed her head in assent. My aunt fingered the stem of her wine-glass before sipping a little.
“Did he…peacefully?” she asked.
“Oh, quite peacefully, ma’am,” said Eliza. “You couldn’t tell when the breath went out of him. He had a beautiful death, God be praised.”
“And everything…?”
“Father O’Rourke was in with him a Tuesday and mientras him and prepared him and all.”
“He knew then?”
“He was quite resigned.”
“He looks quite resigned,” said my aunt.
“That’s what the woman we had in to wash him said. She said he just looked as if he was asleep, he looked that peaceful and resigned. No one would think he’d make such a beautiful corpse.”
“Yes, indeed,” said my aunt.
She sipped a little more from her glass and said:
“Well, Miss Flynn, at any rate it must be a great comfort for you to know that you did all you could for him. You were both very kind to him, I must say.”
Eliza smoothed her dress over her knees.
“Ah, poor James!” she said. “God knows we done all we could, as poor as we are—we wouldn’t see him want anything while he was in it .”
Nannie had leaned her head against the sofa-pillow and seemed about to fall asleep.
“There’s poor Nannie,” said Eliza, looking at her, “she’s wore out. All the work we had, she and me, getting in the woman to wash him and then laying him out and then the coffin and then arranging about the Mass in the chapel. Only for Father O’Rourke I don’t know what we’d done at all. It was him brought us all them flowers and them two candlesticks out of the chapel and wrote out the notice for the Freeman’s General and took charge of all the papers for the cemetery and poor James’s insurance.”
“Wasn’t that good of him?” said my aunt.
Eliza closed her eyes and shook her head slowly.
“Ah, there’s no friends like the old friends,” she said, “when all is said and done, no friends that a body can trust.”
“Indeed, that’s true,” said my aunt. “And I’m sure now that he’s gone to his eternal reward he won’t forget you and all your kindness to him.”
“Ah, poor James!” said Eliza. “He was no great trouble to us. You wouldn’t hear him in the house any more than now. Still, I know he’s gone and all to that…”
“It’s when it’s all over that you’ll miss him,” said my aunt.
“I know that,” said Eliza. “I won’t be bringing him in his cup of beef-tea any more, nor you, ma’am, sending him his snuff. Ah, poor James!”
She stopped, as if she were communing with the past and then said shrewdly:
“Mind you, I noticed there was something queer coming over him latterly. Whenever I’d bring in his soup to him there I’d find him with his breviary fallen to the floor, lying back in the chair and his mouth open.”
She laid a finger against her nose and frowned: then she continued:
“But still and all he kept on saying that before the summer was over he’d go out for a drive one fine day just to see the old house again where we were all born down in Irishtown and take me and Nannie with him. If we could only get one of them new-fangled carriages that makes no noise that Father O’Rourke told him about, them with the rheumatic wheels, for the day cheap—he said, at Johnny Rush’s over the way there and drive out the three of us together of a Sunday evening. He had his mind set on that…Poor James!”
“The Lord have mercy on his soul!” said my aunt.
Eliza took out her handkerchief and wiped her eyes with it. Then she put it back again in her pocket and gazed into the empty grate for some time without speaking.
“He was too scrupulous always,” she said. “The duties of the priesthood was too much for him. And then his life was, you might say, crossed .”
“Yes,” said my aunt. “He was a disappointed man. You could see that.”
A silence took possession of the little room and, under cover of it, I approached the table and tasted my sherry and then returned quietly to my chair in the corner. Eliza seemed to have fallen into a deep revery. We waited respectfully for her to break the silence: and after a long pause she said slowly:
“It was that chalice he broke…That was the beginning of it. Of course, they say it was all right, that it contained nothing, I mean. But still…They say it was the boy’s fault. But poor James was so nervous, God be merciful to him!”
“And was that it?” said my aunt. “I heard something…”
Eliza nodded.
“That affected his mind,” she said. “After that he began to mope by himself, talking to no one and wandering about by himself. So one night he was wanted for to go on a call and they couldn’t find him anywhere. They looked high up and low down; and still they couldn’t see a sight of him anywhere. So then the clerk suggested to try the chapel. So then they got the keys and opened the chapel and the clerk and Father O’Rourke and another priest that was there brought in a light for to look for him…And what do you think but there he was, sitting up by himself in the dark in his confession-box, wide-awake and laughing-like softly to himself?”
She stopped suddenly as if to listen. I too listened; but there was no sound in the house: and I knew that the old priest was lying still in his coffin as we had seen him, solemn and truculent in death, an idle chalice on his breast.
Eliza resumed:
“Wide-awake and laughing-like to himself…So then, of course, when they saw that, that made them think that there was something gone wrong with him…”
No había esperanza para él esta vez: era el tercer ataque. Noche tras noche yo había pasado frente a la casa (eran las vacaciones) y había estudiado el recuadro iluminado de la ventana: y noche tras noche lo había visto iluminado del mismo modo, débil y uniformemente. Si él estuviera muerto, pensaba, vería el reflejo de las velas en la cortina oscurecida, pues sabía que se deben poner dos velas a la cabeza de un cadáver. Con frecuencia me había dicho: “No me queda mucho tiempo en este mundo”, y yo había considerado ociosas sus palabras. Ahora sabía que eran ciertas. Cada noche, mientras levantaba la mirada hacia la ventana, me repetía en voz baja la palabra parálisis . Siempre había sonado extraña a mis oídos, como la palabra gnomon en la obra de Euclides y la palabra simonía en el catequismo. Pero ahora me sonaba como el nombre de algún ser maléfico y pecaminoso. Aunque me atemorizaba, añoraba estar más cerca de ella y observar su obra letal.
El viejo Cotter estaba sentado junto al hogar, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía una porción generosa de papilla de avena, él dijo, como si retomara uno de sus comentarios:
—No, no diría que era precisamente…, pero había algo raro…, había algo misterioso en él. Les daré mi opinión…
Comenzó a darle caladas a su pipa, sin duda organizando sus pensamientos en la mente.
¡Qué viejo más necio y pesado! Cuando lo conocimos era bastante interesante; hablaba de residuos de destilación y alambiques; pero pronto me cansé de él y de sus interminables historias sobre la destilería.
—Tengo mi propia teoría al respecto — dijo—. Creo que era uno de esos… casos extraños… Pero no sabría decir…
Volvió a darle caladas a la pipa sin decirnos su teoría. Mi tío vio que me había quedado mirando y me dijo:
—Pues, te entristecerá saber que tu viejo amigo se ha ido.
—¿Quién? — pregunté.
—El padre Flynn.
—¿Está muerto?
—El Sr. Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba por la casa.
Sabía que me observaban, así que seguí comiendo como si la noticia no me hubiera interesado. Mi tío le explicó al viejo Cotter:
—El joven y él eran muy buenos amigos. El viejo sí que le enseñó cosas, y decían que lo tenía en gran estima.
—Que Dios se apiade de su alma — dijo mi tía con devoción.
El viejo Cotter se quedó mirándome un rato. Sentí que sus pequeños y brillantes ojos negros me examinaban, pero no iba a darle la satisfacción de levantar la mirada del plato. Volvió a su pipa y al final escupió toscamente en la rejilla.
—No me gustaría que un hijo mío —opinó— tuviera mucho de qué hablar con un hombre como ese.
—¿Qué quiere decir, Sr. Cotter? — preguntó mi tía.
—Lo que quiero decir —dijo el viejo Cotter— es que es malo para los niños. Yo pienso que hay que dejar que un chico corra por ahí y juegue con chicos de su misma edad y no esté… ¿tengo razón, Jack?
—Yo también sigo ese principio —dijo mi tío—. Deja que aprenda a defenderse solo. Es lo que siempre le digo a este rosacruz: ejercítate. Verán, cuando era chico, cada mañana sin falta me daba un baño frío, en invierno y en verano. Y eso es lo que me sirve ahora. La educación está muy bien, pero… El Sr. Cotter tal vez acepte una porción de esa pierna de cordero —le dijo a mi tía.
—No, no, para mí no —dijo el viejo Cotter.
Mi tía trajo el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
—¿Pero por qué piensa que no es bueno para los niños, Sr. Cotter? —preguntó.
—Es malo para los niños —dijo el viejo Cotter— porque sus mentes son muy impresionables. Cuando los niños ven cosas así, pues, los afecta…
Me atiborré la boca con papilla por miedo a expresar mi ira. ¡Qué pesado ese viejo imbécil con nariz roja!
Era tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba molesto con el viejo Cotter por llamarme referirse a mí como un niño, le di vueltas a sus frases inconclusas en mi cabeza para extraer su significado. En la oscuridad de mi habitación imaginé que volvía a ver el rostro severo y gris del paralítico. Jalé las cobijas sobre mi cabeza e intenté pensar en la Navidad. Pero el rostro gris aún me seguía. Murmuraba, y entendí que deseaba confesar algo. Sentí que mi alma se retiraba a una región placentera y viciosa, y allí volví a encontrarlo esperándome. Empezó a confesarse conmigo con una voz murmurante y me pregunté por qué sonreía continuamente y por qué los labios estaban tan húmedos de saliva. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo también estaba sonriendo lánguidamente como si absolviera lo simoniaco de su pecado.
La mañana siguiente, después del desayuno, fui a ver la casita en Great Britain Street. Era una tienda modesta, registrada bajo el vago nombre de Pañería. En la Pañería había más que todo botines tejidos para niños y sombrillas, y en días laborales en la ventana colgaba un aviso que decía: Forramos sobrillas. No se veía ningún aviso en ese momento porque las persianas estaban cerradas. Había un ramillete con crepé atado a la aldaba con una cinta. Dos pobres mujeres y el chico de los telegramas estaban leyendo la tarjeta que prendía del crepé. También me acerqué y leí:
1 de julio de 1895
El rev. James Flynn (antes de la iglesia S. Catherine, Meath Street), de sesenta y cinco años.
Q.E.P.D.
Leer la tarjeta me convenció de que había muerto y me perturbó notar que me sentía bajo control. Si no hubiera muerto yo habría ido al cuartito oscuro detrás de la tienda y lo habría encontrado sentado en su sillón cerca del fuego, casi sofocado en su gabán. Tal vez mi tía me habría dado un paquetito de High Toast para él y ese regalo lo habría sacado de la pesadez del letargo. Siempre era yo quien vaciaba el paquetito en su tabaquera negra, pues sus manos temblaban demasiado como para que pudiera hacerlo sin derramar la mitad del rapé por el suelo. Incluso cuando se llevaba la mano grande y temblorosa a la nariz, pequeñas nubes de humo se le escurrían entre los dedos sobre la parte delantera de su abrigo. Quizá habían sido esas constantes lluvias de rapé las que les daban a sus antiguas prendas sacerdotales un aspecto verde desteñido, pues el pañuelo rojo, ennegrecido, como siempre, por las manchas del rapé de una semana, con el que intentaba sacudir los granos que caían, era bastante ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve el valor de golpear. Me alejé lentamente por el costado soleado de la calle, leyendo todos los anuncios teatrales de las vitrinas por el camino. Pensé que era extraño que ni el día ni yo pareciéramos estar de luto e incluso sentí fastidio al descubrir en mí una sensación de libertad, como si su muerte me hubiera liberado de algo. Aquello me asombró pues, como mi tío había dicho la noche anterior, él me había enseñado mucho. Él había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me había enseñado a pronunciar el latín correctamente. Me había contado historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte, y me había explicado el significado de las diferentes ceremonias de la misa y de las diferentes vestiduras que usaba el sacerdote. En ocasiones se había divertido haciéndome preguntas difíciles, preguntándome qué debía hacer uno en ciertas circunstancias o si estos o aquellos pecados eran mortales, veniales o solo defectos. Sus preguntas me mostraban cuán complejas y misteriosas eran ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había considerado como los actos más simples. Los deberes del sacerdote para con la Eucaristía y el secreto de la confesión me parecían tan graves que me preguntaba cómo alguien había podido encontrar en sí mismo el valor para asumirlos; y no me sorprendí cuando me contó que los padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como el Directorio de la oficina de correos y con letra tan menuda como la de los edictos del periódico, dilucidando todas esas intrincadas cuestiones. Con frecuencia, cuando pensaba en ello, no podía dar una respuesta o solo una muy tonta y titubeante, ante lo que él sonreía y asentía con la cabeza dos o tres veces. En ocasiones me hacía repasar los responsorios de la misa que me había hecho memorizar y, mientras yo recitaba, sonreía pensativamente y asentía con la cabeza, de vez en cuando metiéndose montones de rapé en una fosa y luego en la otra. Cuando sonreía descubría sus grandes dientes descoloridos y dejaba que la lengua reposara sobre el labio inferior, un hábito que me había hecho sentir incómodo al comienzo de nuestra amistad , antes de conocerlo bien.
Mientras caminaba bajo el sol, recordé las palabras del viejo Cotter e intenté recordar qué había sucedido después en el sueño. Recordé que había notado largas cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de estilo antiguo. Sentí que había estado muy lejos, en alguna tierra donde las costumbres eran extrañas: en Persia, pensé… Pero no podía recordar el final del sueño.
En la noche, mi tía me llevó a visitar la casa de luto. Ya había atardecido, pero los cristales de las casas que miraban al oeste reflejaban el dorado cobrizo de un gran cúmulo de nubes. Nannie nos recibió en la antesala y, como habría sido indecoroso hablarle fuerte, mi tía no hizo más que estrecharle la mano. La anciana apuntó hacia arriba con un gesto interrogativo y, al ver que mi tía asentía, procedió a subir con esfuerzo las estrechas escaleras que había ante nosotros, mientras su cabeza inclinada escasamente superaba el nivel de la barandilla. En el primer rellano se detuvo y nos hizo señas alentándonos a seguir hacia la puerta abierta del velatorio. Mi tía entró, y la anciana, al ver que yo dudaba en entrar, volvió a hacerme señas con la mano insistentemente.
Entré en puntillas. A través del borde de encaje de la persiana, la habitación se había inundado con una luz dorada y opaca bajo la cual las velas parecían llamas pálidas y débiles. Lo habían puesto en el ataúd. Siguiendo a Nannie, los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Fingí rezar, pero no podía ordenar mis pensamientos porque los murmullos de la anciana me distraían. Noté cuán torpemente estaba enganchada su falda en la parte de atrás y cuán desgastados estaban los tacones de sus botas de tela hacia un lado. Se me antojó que el viejo sacerdote estaba sonriendo mientras yacía ahí en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos a la cabecera de la cama, vi que no sonreía. Yacía ahí, solemne y opulento, vestido como si fuera al altar, sus grandes manos sosteniendo débilmente un cáliz. Su rostro era muy severo, gris e imponente, con fosas nasales negras y cavernosas, y rodeada por ralos cabellos blancos . Había un olor penetrante en la habitación: las flores.
Nos santiguamos y salimos. En la pequeña habitación de abajo encontramos a Eliza sentada con ceremonia en su sillón. Caminé a tientas hacia mi silla de siempre en el rincón mientras Nannie iba al aparador y traía un decantador de jerez y unas copas de vino. Las puso en la mesa y nos invitó a tomar una copita de vino. Luego, por pedido de su hermana, sirvió el jerez en las copas y nos las pasó. Me insistió que tomara también algunas galletas de crema, pero no acepté porque pensé que haría demasiado ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se dirigió en silencio hacia el sofá, donde se sentó detrás de su hermana. Nadie habló: todos nos quedamos viendo la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara y luego dijo:
—Ah, bueno, se ha ido a un mundo mejor.
Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía acarició el tallo de su copa antes de beber un sorbito.
—¿Él… tranquilamente? —preguntó.
—Oh, muy tranquilamente, señora —dijo Eliza—. No notamos cuando lo abandonó el aliento. Tuvo una buena muerte, alabado sea Dios.
—¿Y todo…?
—El padre O’Rourke lo acompañó el martes, lo ungió, lo preparó y demás .
—¿Entonces él sabía?
—Estaba bastante resignado.
—Se ve bastante resignado —dijo mi tía.
—Eso fue lo que dijo la mujer que conseguimos para que lo lavara. Dijo que se veía como si estuviera durmiendo, así de tranquilo y resignado se veía. Nadie habría pensado que iba a ser un cadáver tan hermoso.
—Sí, así es —dijo mi tía.
Bebió otro sorbito de su copa y dijo:
—Bueno, señorita Flynn, en todo caso debe ser un gran consuelo para usted saber que hizo todo lo que pudo por él. Las dos fueron muy bondadosas con él, debo decir.
Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.
—¡Ah, pobre James! —dijo—. Dios sabe que hicimos todo lo que pudimos; pese a ser tan pobres, no habríamos permitido que le faltara nada mientras estuvo así.
Nannie había apoyado la cabeza en el cojín del sofá y parecía a punto de quedarse dormida.
—Ahí está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—. Está agotada. Todo el trabajo que tuvimos que hacer, ella y yo, consiguiendo a la mujer para que lo lavara y luego preparándolo y luego el ataúd y luego haciendo los arreglos de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O’Rourke no sé qué habríamos hecho. Fue él quien nos trajo todas esas flores y esas dos velas de la capilla y escribió el aviso para el Freeman’s General y se encargó de todos los papeles para el cementerio y el seguro del pobre James.
—¡Qué bueno de su parte! ¿Cierto? —dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y movió la cabeza despacio.
—Ah, no hay nada como los viejos amigos —dijo—, al fin y al cabo, no se puede confiar en nadie más.
—Así es, es verdad —dijo mi tía—. Y estoy segura de que, ahora que ha recibido su recompensa eterna, no se olvidará de ustedes ni de lo bondadosas que fueron con él.
—¡Ah, pobre James! —dijo Eliza—. Él no era ningún problema para nosotras. No se le escuchaba en la casa más que ahora. Sin embargo, sé que se ha ido a…
—Cuando todo termine, lo extrañarán —dijo mi tía.
—Lo sé —dijo Eliza —. Ya no le llevaré su caldo de carne, ni usted, señora, le mandará su rapé. ¡Ah, pobre James!
Se detuvo, como si se estuviera en comunión con el pasado y luego dijo con perspicacia:
—Eso sí, noté que le ocurría algo raro últimamente. Siempre que le llevaba su sopa lo encontraba con su breviario en el suelo, recostado en la silla con la boca abierta.
Se puso un dedo sobre la nariz y frunció el ceño. Después continuó:
—Aun así, insistía en que, antes de que terminara el verano, un buen día iría a dar un paseo solo para volver a ver la vieja casa en donde nacimos todos, allá en Irishtown, y nos llevaría a mí y a Nannie. Si tan solo pudiéramos conseguir uno de esos carruajes extravagantes que no hacen ruido de los que le habló el padre O’Rourke, esos que tienen ruedas reumáticas, cuyo alquiler es barato por un día; eso dijo, allá al frente, en Johnny Rush, e irnos los tres juntos una tarde de domingo. Estaba decidido a hacerlo… ¡Pobre James!
—¡El Señor se apiade de su alma! —dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se enjugó los ojos con él. Se lo volvió a guardar en el bolsillo y se quedó mirando la rejilla vacía un momento sin hablar.
—Siempre fue demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y además su vida se vio, se podría decir, truncada.
—Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Se notaba.
Un silencio se apoderó de la pequeña habitación y, amparado por él, me acerqué a la mesa, probé mi jerez y regresé sin hacer ruido a mi silla en el rincón. Eliza parecía sumida en un profundo ensueño. Esperamos respetuosamente a que rompiera el silencio y, tras una larga pausa, dijo despacio:
—Fue ese cáliz que rompió… Así comenzó todo. Claro, dijeron que no pasaba nada, que estaba vacío, quiero decir. Aun así… Dijeron que era culpa del niño. Pero el pobre James estaba tan nervioso, ¡Dios se apiade de él!
—Y, ¿eso fue todo? —preguntó mi tía—. Escuché algo…
Eliza asintió.
—Eso lo afectó mentalmente —dijo—. Después de eso, comenzó a ensimismarse; no hablaba con nadie y vagaba solo por ahí. Entonces una noche necesitaban que hiciera una visita y no podían encontrarlo en ninguna parte. Buscaron por cielo y tierra, pero no lo veían por ninguna parte. Entonces el clérigo sugirió que intentaran en la capilla. Entonces consiguieron las llaves y abrieron la capilla, y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba ahí llevaron una lámpara para buscarlo… Y, ¿quién iba a pensar que estaba ahí, sentado solo en la oscuridad en su confesionario, bien despierto y como riendo suavemente para sí mismo?
Se detuvo de repente como para escuchar algo. Yo también intenté, pero no había sonido alguno en la casa, y sabía que el viejo sacerdote yacía inmóvil en su ataúd como lo habíamos visto, solemne y severo en la muerte, con un cáliz vacío en el pecho.
Eliza prosiguió:
—Bien despierto y como riendo suavemente para sí mismo… Entonces, claro, cuando vieron eso, pensaron que algo no andaba bien con él…
Daniela Arias es profesional en estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia y obtuvo su título de maestría en teoría e historia del cine en la Universidad Estatal Rusa para las Humanidades de Moscú. Es miembro de la ACTTI y colaboradora de Eslavia, revista de estudios eslavos. Actualmente es traductora para el Consejo Noruego de Refugiados y el Centro de Derechos Reproductivos, y cursa su posgrado en lenguas y literaturas eslavas en la Universidad de Wisconsin Madison.