© ACTTI. Todos los derechos reservados.

La cava del Sr. Vollard

por Guillaume Apollinaire, traducción de Nizza Santiago Burgoa

Traducción del francés por Nizza Santiago Burgoa
Texto original de Guillaume Apollinaire
Edición por Alfonso Conde
Imagen: «Portrait d’Ambroise Vollard au chat» de Pierre Bonnard

Cerca del bulevar, en el 8 de la calle Laffitte, había, antes de la guerra, una galería, verdadero belén en el que se amontonaban los cuadros de pintores contemporáneos y en donde el polvo reinaba por todas partes.  

Está cerrado desde la guerra. Tal vez el Sr. Vollard haya renunciado a su negocio para entregarse por completo a su fantasía de escritor y a la redacción de sus memorias sobre los pintores y autores que frecuentó. No olvidará hablar en ellas de su cava, que fue famosa de 1900 a 1908, época en la que me anunció que renunciaba a comer en su “cava de la calle Laffitte”; se había vuelto demasiado húmeda. 

Todo el mundo ha oído hablar de ese famoso hipogeo. Incluso llegó a ser de buen tono ser invitado a comer o a cenar allí. Por mi parte asistí a algunas de esas comidas. Revestida de azulejos y de paredes blanquísimas, la cava parecía un pequeño refectorio monacal. 

La cocina era simple, pero deliciosa: platillos preparados según los principios de la antigua cocina francesa, aún en vigor en las colonias, guisos que se cocían por mucho tiempo, a fuego lento y se realzaban con condimentos exóticos.  

Entre los comensales de esos ágapes subterráneos podemos citar, en primer lugar, un gran número de mujeres bonitas, luego el Sr. Léon Dierx, príncipe de los poetas y el príncipe de los dibujantes, el Sr. Forain; Alfred Jarry, Odilon Redon, Maurice Denis, Maurice De Vlaminck, José María Sert, Vuillard, Bonnard, K. X. Roussel, Aristide Maillol, Picasso, Émile Bernard, Derain, Marius-Ary Leblond, Claude Terrasse, etc., etc. 

Bonnard pintó un cuadro en el que representaba la cava y, si mal no recuerdo, en él figura Odilon Redon. 

Léon Dierx fue a casi todas esas comidas. Fue allí donde pude conocerlo. Su vista ya comenzaba a decaer. Quienes lo vieron en la calle o en las ceremonias poéticas que presidía con tan serena magnificencia no tienen idea del buen humor del viejo poeta. 

Su alegría no disminuía más que cuando recitábamos sus versos y casi siempre había alguna persona joven que, levantándose de repente, le calentaba la cabeza con una de sus poesías. 

Una noche la Sra. Berthe Raynold recitó uno de sus poemas y lo hizo tan bien que el príncipe de los poetas no se molestó. Pero justo en ese momento, uno de los comensales, que pretendía conocer París y la poesía de su época como la palma de su mano, pregunta en voz alta: “¿Es de Lamartine o de Victor Hugo?”. Fue necesario que el Sr. Vollard contara veinte historias sobre los naturales de Zanzíbar para que el Sr. Dierx se resolviera a sonreír de nuevo.

Léon Dierx contaba complacido las historias de la época en la que estaba en el ministerio. Allí hacía su labor fantaseando con la poesía. Una vez, tuvo que escribirle a un archivista de la subprefectura y en vez de Señor Archivista escribió Señor Anarquista, lo que provocó un gran escándalo en la subprefectura. 

Los pintores preferidos de Léon Dierx eran Corot, Monticelli y Forain. 

Una noche que salíamos de la cava del Sr. Vollard, el Príncipe de los poetas me invitó a encontrarme con él en su casa en Batignolles. Me recibió con gentileza. 

En las paredes, los Decamerones pintados por Monticelli rozaban los croquis de Forain, y los viejos personajes y matices del uno parecían mezclarse con las siluetas modernas y espirituales del otro, formando el cortejo extraño y lírico de este príncipe casi ciego de la aristocrática República de las letras.

Como buen parnasiano, era indulgente con los poetas de todas las escuelas (así se les llama a los distintos partidos en el país de la poesía). 

“Todas las teorías pueden ser buenas, decía, pero lo único que cuenta son las obras”. 

Se expresaba con reserva sobre las letras contemporáneas, pero si llegaba a pronunciar el nombre de Moréas, su voz se alzaba y podía adivinarse que una preferencia secreta determinaría su elección, cual soberano en posición de elegir. 

También me dijo: 

“Nuestra época de prosa y de ciencia ha conocido a los poetas más líricos. Sus vidas, sus aventuras, constituyen la parte más extraña de la historia de nuestro tiempo”.

“Gérard de Nerval se mató para escapar de las miserias de la existencia, y el misterio en torno a su muerte sigue aún sin explicación”. 

“Baudelaire murió loco, ese Baudelaire de cuya vida se sabe tan poco, pese a los biógrafos y editores epistolares. ¿Acaso no se ha hablado de sus vicios y de sus amantes? Ahora se asegura que, en sus Memorias, Nadar se empeñó en demostrar que Baudelaire murió siendo virgen”.

“Ahora mismo, un poeta de primer orden, un poeta loco erra por el mundo… Germain Nouveau dejó un día el liceo en el que enseñaba dibujo y se hizo mendigo, siguiendo el ejemplo de San Benito Labre. Después se fue a Italia, en donde pintó y vivió de la venta de sus cuadros. Ahora continúa sus peregrinajes y me enteré de que pasó por Bruselas, Lourdes y África. Loco, es mucho decir, Germain Nouveau tiene consciencia de su condición. Ese místico no quiere que se le trate de Loco o de Poverello lírico, en vez de eso quiere que se le diga Demente”. 

“Unos amigos publicaron algunos de sus poemas, y como él renunció a su nombre, en el libro no se puso más que la indicación mística, cual nombre de religión: P. N. Humilis. Pero su humildad se vería ofendida por esta publicación, si llegara a conocerla”. 

Léon Dierx volvió a encender su pipa de espuma. Sacudió su hermosa cabeza de larga cabellera blanca. 

“Germain Nouveau aún puede pintar, dijo, yo ya no puedo hacerlo. Mi vista ha decaído a tal grado que estoy casi ciego. Ya no puedo leer los libros que me envían. Antes, me distraía pintando. Y no conozco nada más afortunado que la vida de un paisajista…”. 

Este príncipe que venía de las islas le abrió paso a otro príncipe de los poetas, Paul Fort, apenas un poco mayor que nosotros. 

Fue en la cava de la calle Laffitte que se redactó el Gran Almanaque ilustrado. Todo el mundo sabe que Alfred Jarry fue el autor del texto, Bonnard el de las ilustraciones y Claude Terrasse el de la música. En lo que se refiere a la canción, ésta es del Sr. Ambroise Vollard. Todo el mundo lo sabe y sin embargo nadie parece haber notado que el Gran Almanaque ilustrado se publicó sin los nombres de los autores ni del editor.  

La noche que se imaginó casi todo lo que compone aquella obra digna de Rabelais, Jarry horrorizó a quienes no lo conocían, al pedir, después de cenar, la botella de encurtidos que devoró con gula.

Muchos de los viejos comensales han de echar de menos este rincón pintoresco de París y la bóveda blanca de aquella cava en la que, cerca de los bulevares, se disfrutaba de una gran quietud, sin ningún cuadro en las paredes.

Près du boulevard, au 8, rue Laffitte, il y avait avant la guerre une boutique, véritable capharnaüm où s’entassaient les tableaux des peintres contemporains et où la poussière régnait partout. 

Depuis la guerre, elle est close. M. Vollard sans doute, a renoncé à son commerce pour se livrer tout entier à sa fantaisie d’écrivain et à la rédaction de ses souvenirs sur les peintres et les auteurs qu’il a fréquentés. Il n’oubliera pas d’y parler de sa cave qui fut fameuse de 1900 à 1908, époque à laquelle il m’annonça qu’il renonçait à manger dans sa «cave de la rue Laffitte»; elle était devenue trop humide. 

Tout le monde a entendu parler de ce fameux hypogée. Il fut même de bon ton d’y être invité pour y déjeuner ou y dîner. J’ai assisté pour ma part à quelques-uns de ces repas. Carrelée, les murs tout blancs, la cave ressemblait à un petit réfectoire monacal. 

La cuisine y était simple, mais savoureuse : mets préparés suivant les principes de la vieille cuisine française, encore en vigueur dans les colonies, des plats cuits longtemps, à petit feu, et relevés par des assaisonnements exotiques. 

On peut citer parmi les convives de ces agapes souterraines, tout d’abord un grand nombre de jolies femmes, puis M. Léon Dierx, prince des poètes, le prince des dessinateurs, M. Forain ; Alfred Jarry, Odilon Redon, Maurice Denis, Maurice De Vlaminck, José-Maria Sert, Vuillard, Bonnard, K. X. Roussel, Aristide Maillol, Picasso, Émile Bernard, Derain, Marius-Ary Leblond, Claude Terrasse, etc., etc. 

Bonnard a peint un tableau représentant la cave et, autant qu’il m’en souvienne, Odilon Redon y figure. 

Léon Dierx fut de presque tous ces repas. C’est là que j’appris à le connaître. Sa vue baissait déjà. Ceux qui l’ont vu dans la rue ou aux cérémonies poétiques qu’il présidait avec tant de sereine majesté n’ont pas idée de la bonne humeur du vieux poète. 

Sa gaîté ne diminuait que lorsqu’on récitait de ses vers et il y avait presque toujours quelque jeune personne qui, se levant soudain, lui jetait à la tête une de ses poésies. 

Un soir Mme Berthe Raynold avait récité un de ses poèmes et l’avait si bien dit que le prince des poètes n’en avait pas été fâché. Mais voilà qu’un des convives, qui prétendait cependant connaître sur le bout des doigts et Paris et la poésie de son temps, demande à haute voix: «Est-ce de Lamartine ou de Victor Hugo ?» Il fallut que M. Vollard racontât vingt histoires touchant les naturels de Zanzibar pour que M. Dierx se redécidât à sourire. 

Léon Dierx racontait avec complaisance des histoires du temps où il était au ministère. Il y faisait sa besogne en songeant à la poésie. Une fois, il devait écrire à un archiviste de sous-préfecture et au lieu de Monsieur l’Archiviste, il écrivit Monsieur l’Anarchiste, ce qui causa un grand scandale dans la sous-préfecture. 

Les peintres préférés de Léon Dierx étaient Corot, Monticelli et Forain. 

Un soir que nous sortions de la cave de M. Vollard, le Prince des Poètes m’invita à aller le trouver chez lui aux Batignolles. Il me reçut avec bonté. 

Aux murs, des Décamérons peints par Monticelli voisinent avec des croquis de Forain, et les personnages anciens et diaprés de l’un semblent se mêler aux silhouettes modernes et spirituelles de l’autre, pour former une cour étrange et lyrique à ce prince presque aveugle de l’aristocratique République des lettres. 

Parnassien, il avait de l’indulgence pour les poètes de toutes les écoles (c’est ainsi que l’on nomme les partis au pays de la poésie). 

«Toutes les théories peuvent être bonnes, disait-il, mais les œuvres seules comptent.» 

Il s’exprimait avec réserve sur les lettres contemporaines, mais s’il lui arrivait de prononcer le nom de Moréas, sa voix s’enflait et l’on devinait qu’une préférence secrète déterminerait son choix, si un souverain avait à choisir. 

Il me dit aussi: 

«Notre époque de prose et de science a connu les poètes les plus lyriques. Leur vie, leurs aventures constituent la partie la plus étrange de l’histoire de notre temps. 

«Gérard de Nerval se tue pour échapper aux misères de l’existence, et le mystère qui entoure sa mort n’est pas encore expliqué. 

«Baudelaire est mort fou, ce Baudelaire dont on connaît si mal la vie, en dépit des biographes et des éditeurs épistolaires. N’a-t-on pas parlé de ses vices et de ses maîtresses? On assure maintenant que, dans ses Mémoires, Nadar se fait fort de démontrer que Baudelaire est mort vierge. 

«En ce moment même, un poète du premier ordre, un poète fou erre à travers le monde… Germain Nouveau quitta un jour le lycée où il professait le dessin et se fit mendiant, pour suivre l’exemple de saint Benoît Labre. Il alla ensuite en Italie, où il peignait et vivait en vendant ses tableaux. Maintenant il suit les pèlerinages et j’ai su qu’il avait passé à Bruxelles, à Lourdes, en Afrique. Fou, c’est trop dire, Germain Nouveau a conscience de son état. Ce mystique ne veut pas qu’on l’appelle un Fou et Poverello lyrique, il veut qu’on n’emploie à son endroit que le mot Dément. 

«Des amis ont publié quelques-uns de ses poèmes, et comme il a renoncé à son nom, on n’a mis sur ce livre que cette indication mystique comme un nom de religion : P. N. Humilis. Mais son humilité serait choquée de cette publication, s’il la connaissait.» 

Léon Dierx ralluma sa pipe d’écume. Il secoua sa belle tête aux longs cheveux blancs. 

«Germain Nouveau peut encore peindre, dit-il, je ne peux plus le faire. Ma vue a baissé au point que je suis presque aveugle. Je ne peux plus lire les livres qu’on m’envoie. Autrefois, je me récréais en peignant. Et je ne connais rien de plus heureux que la vie d’un paysagiste…» 

Ce prince qui venait des îles a fait place à un autre prince des poètes, Paul Fort, à peine notre aîné. 

C’est dans la cave de la rue Laffitte que fut composé le Grand Almanach illustré. Tout le monde sait que les auteurs en sont Alfred Jarry pour le texte, Bonnard pour les illustrations et Claude Terrasse pour la musique. Quant à la chanson, elle est de M. Ambroise Vollard. Tout le monde sait cela et cependant personne ne semble avoir remarqué que le Grand Almanach illustré a été publié sans noms d’auteurs ni d’éditeur. 

Le soir où il imagina presque tout ce dont se compose cet ouvrage digne de Rabelais, Jarry épouvanta ceux qui ne le connaissaient pas, en demandant après dîner la bouteille aux pickles qu’il mangea avec gloutonnerie. 

Nombre des anciens convives regretteront ce coin pittoresque de Paris, la voûte blanche de cette cave où, près des boulevards, on goûtait une grande quiétude et sans aucun tableau aux murs.

Près du boulevard, au 8, rue Laffitte, il y avait avant la guerre une boutique, véritable capharnaüm où s’entassaient les tableaux des peintres contemporains et où la poussière régnait partout. 

Depuis la guerre, elle est close. M. Vollard sans doute, a renoncé à son commerce pour se livrer tout entier à sa fantaisie d’écrivain et à la rédaction de ses souvenirs sur les peintres et les auteurs qu’il a fréquentés. Il n’oubliera pas d’y parler de sa cave qui fut fameuse de 1900 à 1908, époque à laquelle il m’annonça qu’il renonçait à manger dans sa «cave de la rue Laffitte»; elle était devenue trop humide. 

Tout le monde a entendu parler de ce fameux hypogée. Il fut même de bon ton d’y être invité pour y déjeuner ou y dîner. J’ai assisté pour ma part à quelques-uns de ces repas. Carrelée, les murs tout blancs, la cave ressemblait à un petit réfectoire monacal. 

La cuisine y était simple, mais savoureuse : mets préparés suivant les principes de la vieille cuisine française, encore en vigueur dans les colonies, des plats cuits longtemps, à petit feu, et relevés par des assaisonnements exotiques. 

On peut citer parmi les convives de ces agapes souterraines, tout d’abord un grand nombre de jolies femmes, puis M. Léon Dierx, prince des poètes, le prince des dessinateurs, M. Forain ; Alfred Jarry, Odilon Redon, Maurice Denis, Maurice De Vlaminck, José-Maria Sert, Vuillard, Bonnard, K. X. Roussel, Aristide Maillol, Picasso, Émile Bernard, Derain, Marius-Ary Leblond, Claude Terrasse, etc., etc. 

Bonnard a peint un tableau représentant la cave et, autant qu’il m’en souvienne, Odilon Redon y figure. 

Léon Dierx fut de presque tous ces repas. C’est là que j’appris à le connaître. Sa vue baissait déjà. Ceux qui l’ont vu dans la rue ou aux cérémonies poétiques qu’il présidait avec tant de sereine majesté n’ont pas idée de la bonne humeur du vieux poète. 

Sa gaîté ne diminuait que lorsqu’on récitait de ses vers et il y avait presque toujours quelque jeune personne qui, se levant soudain, lui jetait à la tête une de ses poésies. 

Un soir Mme Berthe Raynold avait récité un de ses poèmes et l’avait si bien dit que le prince des poètes n’en avait pas été fâché. Mais voilà qu’un des convives, qui prétendait cependant connaître sur le bout des doigts et Paris et la poésie de son temps, demande à haute voix: «Est-ce de Lamartine ou de Victor Hugo ?» Il fallut que M. Vollard racontât vingt histoires touchant les naturels de Zanzibar pour que M. Dierx se redécidât à sourire. 

Léon Dierx racontait avec complaisance des histoires du temps où il était au ministère. Il y faisait sa besogne en songeant à la poésie. Une fois, il devait écrire à un archiviste de sous-préfecture et au lieu de Monsieur l’Archiviste, il écrivit Monsieur l’Anarchiste, ce qui causa un grand scandale dans la sous-préfecture. 

Les peintres préférés de Léon Dierx étaient Corot, Monticelli et Forain. 

Un soir que nous sortions de la cave de M. Vollard, le Prince des Poètes m’invita à aller le trouver chez lui aux Batignolles. Il me reçut avec bonté. 

Aux murs, des Décamérons peints par Monticelli voisinent avec des croquis de Forain, et les personnages anciens et diaprés de l’un semblent se mêler aux silhouettes modernes et spirituelles de l’autre, pour former une cour étrange et lyrique à ce prince presque aveugle de l’aristocratique République des lettres. 

Parnassien, il avait de l’indulgence pour les poètes de toutes les écoles (c’est ainsi que l’on nomme les partis au pays de la poésie). 

«Toutes les théories peuvent être bonnes, disait-il, mais les œuvres seules comptent.» 

Il s’exprimait avec réserve sur les lettres contemporaines, mais s’il lui arrivait de prononcer le nom de Moréas, sa voix s’enflait et l’on devinait qu’une préférence secrète déterminerait son choix, si un souverain avait à choisir. 

Il me dit aussi: 

«Notre époque de prose et de science a connu les poètes les plus lyriques. Leur vie, leurs aventures constituent la partie la plus étrange de l’histoire de notre temps. 

«Gérard de Nerval se tue pour échapper aux misères de l’existence, et le mystère qui entoure sa mort n’est pas encore expliqué. 

«Baudelaire est mort fou, ce Baudelaire dont on connaît si mal la vie, en dépit des biographes et des éditeurs épistolaires. N’a-t-on pas parlé de ses vices et de ses maîtresses? On assure maintenant que, dans ses Mémoires, Nadar se fait fort de démontrer que Baudelaire est mort vierge. 

«En ce moment même, un poète du premier ordre, un poète fou erre à travers le monde… Germain Nouveau quitta un jour le lycée où il professait le dessin et se fit mendiant, pour suivre l’exemple de saint Benoît Labre. Il alla ensuite en Italie, où il peignait et vivait en vendant ses tableaux. Maintenant il suit les pèlerinages et j’ai su qu’il avait passé à Bruxelles, à Lourdes, en Afrique. Fou, c’est trop dire, Germain Nouveau a conscience de son état. Ce mystique ne veut pas qu’on l’appelle un Fou et Poverello lyrique, il veut qu’on n’emploie à son endroit que le mot Dément. 

«Des amis ont publié quelques-uns de ses poèmes, et comme il a renoncé à son nom, on n’a mis sur ce livre que cette indication mystique comme un nom de religion : P. N. Humilis. Mais son humilité serait choquée de cette publication, s’il la connaissait.» 

Léon Dierx ralluma sa pipe d’écume. Il secoua sa belle tête aux longs cheveux blancs. 

«Germain Nouveau peut encore peindre, dit-il, je ne peux plus le faire. Ma vue a baissé au point que je suis presque aveugle. Je ne peux plus lire les livres qu’on m’envoie. Autrefois, je me récréais en peignant. Et je ne connais rien de plus heureux que la vie d’un paysagiste…» 

Ce prince qui venait des îles a fait place à un autre prince des poètes, Paul Fort, à peine notre aîné. 

C’est dans la cave de la rue Laffitte que fut composé le Grand Almanach illustré. Tout le monde sait que les auteurs en sont Alfred Jarry pour le texte, Bonnard pour les illustrations et Claude Terrasse pour la musique. Quant à la chanson, elle est de M. Ambroise Vollard. Tout le monde sait cela et cependant personne ne semble avoir remarqué que le Grand Almanach illustré a été publié sans noms d’auteurs ni d’éditeur. 

Le soir où il imagina presque tout ce dont se compose cet ouvrage digne de Rabelais, Jarry épouvanta ceux qui ne le connaissaient pas, en demandant après dîner la bouteille aux pickles qu’il mangea avec gloutonnerie. 

Nombre des anciens convives regretteront ce coin pittoresque de Paris, la voûte blanche de cette cave où, près des boulevards, on goûtait une grande quiétude et sans aucun tableau aux murs.

Cerca del bulevar, en el 8 de la calle Laffitte, había, antes de la guerra, una galería, verdadero belén en el que se amontonaban los cuadros de pintores contemporáneos y en donde el polvo reinaba por todas partes.  

Está cerrado desde la guerra. Tal vez el Sr. Vollard haya renunciado a su negocio para entregarse por completo a su fantasía de escritor y a la redacción de sus memorias sobre los pintores y autores que frecuentó. No olvidará hablar en ellas de su cava, que fue famosa de 1900 a 1908, época en la que me anunció que renunciaba a comer en su “cava de la calle Laffitte”; se había vuelto demasiado húmeda. 

Todo el mundo ha oído hablar de ese famoso hipogeo. Incluso llegó a ser de buen tono ser invitado a comer o a cenar allí. Por mi parte asistí a algunas de esas comidas. Revestida de azulejos y de paredes blanquísimas, la cava parecía un pequeño refectorio monacal. 

La cocina era simple, pero deliciosa: platillos preparados según los principios de la antigua cocina francesa, aún en vigor en las colonias, guisos que se cocían por mucho tiempo, a fuego lento y se realzaban con condimentos exóticos.  

Entre los comensales de esos ágapes subterráneos podemos citar, en primer lugar, un gran número de mujeres bonitas, luego el Sr. Léon Dierx, príncipe de los poetas y el príncipe de los dibujantes, el Sr. Forain; Alfred Jarry, Odilon Redon, Maurice Denis, Maurice De Vlaminck, José María Sert, Vuillard, Bonnard, K. X. Roussel, Aristide Maillol, Picasso, Émile Bernard, Derain, Marius-Ary Leblond, Claude Terrasse, etc., etc. 

Bonnard pintó un cuadro en el que representaba la cava y, si mal no recuerdo, en él figura Odilon Redon. 

Léon Dierx fue a casi todas esas comidas. Fue allí donde pude conocerlo. Su vista ya comenzaba a decaer. Quienes lo vieron en la calle o en las ceremonias poéticas que presidía con tan serena magnificencia no tienen idea del buen humor del viejo poeta. 

Su alegría no disminuía más que cuando recitábamos sus versos y casi siempre había alguna persona joven que, levantándose de repente, le calentaba la cabeza con una de sus poesías. 

Una noche la Sra. Berthe Raynold recitó uno de sus poemas y lo hizo tan bien que el príncipe de los poetas no se molestó. Pero justo en ese momento, uno de los comensales, que pretendía conocer París y la poesía de su época como la palma de su mano, pregunta en voz alta: “¿Es de Lamartine o de Victor Hugo?”. Fue necesario que el Sr. Vollard contara veinte historias sobre los naturales de Zanzíbar para que el Sr. Dierx se resolviera a sonreír de nuevo.

Léon Dierx contaba complacido las historias de la época en la que estaba en el ministerio. Allí hacía su labor fantaseando con la poesía. Una vez, tuvo que escribirle a un archivista de la subprefectura y en vez de Señor Archivista escribió Señor Anarquista, lo que provocó un gran escándalo en la subprefectura. 

Los pintores preferidos de Léon Dierx eran Corot, Monticelli y Forain. 

Una noche que salíamos de la cava del Sr. Vollard, el Príncipe de los poetas me invitó a encontrarme con él en su casa en Batignolles. Me recibió con gentileza. 

En las paredes, los Decamerones pintados por Monticelli rozaban los croquis de Forain, y los viejos personajes y matices del uno parecían mezclarse con las siluetas modernas y espirituales del otro, formando el cortejo extraño y lírico de este príncipe casi ciego de la aristocrática República de las letras.

Como buen parnasiano, era indulgente con los poetas de todas las escuelas (así se les llama a los distintos partidos en el país de la poesía). 

“Todas las teorías pueden ser buenas, decía, pero lo único que cuenta son las obras”. 

Se expresaba con reserva sobre las letras contemporáneas, pero si llegaba a pronunciar el nombre de Moréas, su voz se alzaba y podía adivinarse que una preferencia secreta determinaría su elección, cual soberano en posición de elegir. 

También me dijo: 

“Nuestra época de prosa y de ciencia ha conocido a los poetas más líricos. Sus vidas, sus aventuras, constituyen la parte más extraña de la historia de nuestro tiempo”.

“Gérard de Nerval se mató para escapar de las miserias de la existencia, y el misterio en torno a su muerte sigue aún sin explicación”. 

“Baudelaire murió loco, ese Baudelaire de cuya vida se sabe tan poco, pese a los biógrafos y editores epistolares. ¿Acaso no se ha hablado de sus vicios y de sus amantes? Ahora se asegura que, en sus Memorias, Nadar se empeñó en demostrar que Baudelaire murió siendo virgen”.

“Ahora mismo, un poeta de primer orden, un poeta loco erra por el mundo… Germain Nouveau dejó un día el liceo en el que enseñaba dibujo y se hizo mendigo, siguiendo el ejemplo de San Benito Labre. Después se fue a Italia, en donde pintó y vivió de la venta de sus cuadros. Ahora continúa sus peregrinajes y me enteré de que pasó por Bruselas, Lourdes y África. Loco, es mucho decir, Germain Nouveau tiene consciencia de su condición. Ese místico no quiere que se le trate de Loco o de Poverello lírico, en vez de eso quiere que se le diga Demente”. 

“Unos amigos publicaron algunos de sus poemas, y como él renunció a su nombre, en el libro no se puso más que la indicación mística, cual nombre de religión: P. N. Humilis. Pero su humildad se vería ofendida por esta publicación, si llegara a conocerla”. 

Léon Dierx volvió a encender su pipa de espuma. Sacudió su hermosa cabeza de larga cabellera blanca. 

“Germain Nouveau aún puede pintar, dijo, yo ya no puedo hacerlo. Mi vista ha decaído a tal grado que estoy casi ciego. Ya no puedo leer los libros que me envían. Antes, me distraía pintando. Y no conozco nada más afortunado que la vida de un paisajista…”. 

Este príncipe que venía de las islas le abrió paso a otro príncipe de los poetas, Paul Fort, apenas un poco mayor que nosotros. 

Fue en la cava de la calle Laffitte que se redactó el Gran Almanaque ilustrado. Todo el mundo sabe que Alfred Jarry fue el autor del texto, Bonnard el de las ilustraciones y Claude Terrasse el de la música. En lo que se refiere a la canción, ésta es del Sr. Ambroise Vollard. Todo el mundo lo sabe y sin embargo nadie parece haber notado que el Gran Almanaque ilustrado se publicó sin los nombres de los autores ni del editor.  

La noche que se imaginó casi todo lo que compone aquella obra digna de Rabelais, Jarry horrorizó a quienes no lo conocían, al pedir, después de cenar, la botella de encurtidos que devoró con gula.

Muchos de los viejos comensales han de echar de menos este rincón pintoresco de París y la bóveda blanca de aquella cava en la que, cerca de los bulevares, se disfrutaba de una gran quietud, sin ningún cuadro en las paredes.

Nizza Santiago Burgoa (Oaxaca, México 1979) es historiadora del arte por la Escuela del Louvre y la Universidad de París Sorbonne y traductora literaria formada en el marco del diplomado en traducción literaria y humanística de Ametli-UDIR-UNAM. Vive en París, en donde trabaja como guía-conferencista en el Museo del Louvre y en el Museo Picasso. Es autora de artículos de historia del arte que se han publicado en revistas internacionales en francés y en español (Icomos, Histoire de l’art, Istor, IIE-UNAM). Ha editado y traducido numerosos textos de divulgación en torno a exposiciones monográficas y colectivas de los Fondos regionales de arte contemporáneo de Provenza y del Franco Condado. También ha escrito y traducido numerosas audioguías para el Museo nacional Picasso-París. Es co-creadora del taller colaborativo de traducción literaria que alberga actualmente el Instituto cultural de México, en París y colabora regularmente con fundaciones de cine y casas de producción francesas, como traductora al francés.