El futurismo & Esta letra mía…
Traducción del portugués por Robinson Francisco Alvarado Vargas
Texto original de Lima Barreto
Edición por Alfonso Conde
Imagen: «Sin titulo» de Almada Negreiros
El futurismo
(Publicada originalmente el 22/07/1922)
São Paulo tiene la virtud de descubrir la miel en el nido del búho. Cada cierto tiempo nos envía viejas novedades de hace 40 años. Ahora, São Paulo quiere por medio de mi simpático amigo Sergio Buarque de Holanda, imponernos como descubrimiento suyo aquel asunto del “futurismo”.
Ahora bien, ya sabíamos perfectamente de semejante locura, inventada por un tal Marinetti, que hizo representar en Paris, en un teatro de arrabal, una pieza —Le roi Bombance— cuya única virtud fue evidenciar que “il Marinetti” había leído demasiado a Rabelais.
Todos sabemos que el cura de Meudon floreció en el siglo XVI. Así todo, fíjense ustedes cómo ese “futurismo” es el mismo arte, la estética del futuro.
Recibí con agrado una revista de São Paulo titulada Klaxon. Al principio pensé que se trataba de una revista publicitaria de alguna marca de automóviles americanos. No había lugar a dudas, pues un nombre tan estrambótico no podría haber sido inventado más que por publicistas americanos para promocionar su producto.
Cualquiera que tenga el hábito de leer los anuncios y catálogos que se difunden desde los Estados Unidos en un portugués mezclado con español sabrá perfectamente que los comerciantes americanos tienen un talento especial para bautizar sus mercancías con nombres grotescos.
Estaba en este “engaño dulce y ciego” cuando me dispuse a leer la tal Klaxon o Clark. Fue entonces cuando descubrí que se trataba de una revista de Arte, de Arte trascendente, destinada a revolucionar la literatura nacional y la de otros países, incluidas la de Judea y Besarabia.
Y dije para mis adentros: ¿acaso esos muchachos tan simpáticos realmente piensan que no sabíamos de eso del futurismo? Desde hace 20 años o más que se habla de esto y no hay revista francesa más ordinaria o pasquín italiano más ordinario que desconozca las andanzas de “il Marinetti”.
La originalidad de ese señor consiste en negar cuando todos dicen sí; en lanzar absurdos que atentan no solo contra el sentido común, sino contra todo lo que es la base y fuerza de la humanidad.
Lo que hay de amargo en este articulito no representa ninguna hostilidad en contra de los muchachos que fundaron Klaxon, pero sí la manifestación de mi sincera antipatía contra su grotesco “futurismo”, que en el fondo no es sino brutalidad, grosería y escatología. Sobre todo, esta última. Eso es.
Esta letra mía…
(publicada originalmente en Gazeta da tarde, 28/06/1911)
Mi letra es un billete de lotería. A veces me da mucho, y otras veces me quita los últimos centavos de mi inteligencia. Les debía esta explicación a mis lectores, porque, es bajo mi responsabilidad que ha salido cada cosa del sombrero. No hay folletín que no contenga alguna cosa rara. Cuando no me deja mal con la gramática, me pone a reñir con el buen sentido y me lleva a decir cosas descabelladas. Hasta en el último número, aparte de uno o dos periodos completamente truncados y otras cosas, mi letra llevó a mis escasos lectores a la comprensión —de grandeza— cuando se trataba de boberías; en un artículo que publiqué hace tiempo en Estaçao Teatral, por entonces completamente desbarajustada,había cosas traídas de los cabellos.
Ya salió aquí un folletín mío, el que más estimo, Los galeones de México… tan trunco, tan demente, que parecía más un delirio que cosa de un hombre sano de espíritu. Hasta tuve miedo de que me llevaran al manicomio…
Que me llevara a incurrir en la crítica gramatical de la tierra, va; ¡pero que me lleve a decir cosas contra la clara inteligencia de las cosas!, ¡contra el buen sentido y el pensar honesto y con plena consciencia de lo que estoy haciendo! Y no sé la razón por la que mi propia letra me traiciona de manera tan insólita e inesperada. No digo que sean los tipógrafos ni los correctores; no digo que sean ellos los que me hacen escribir —la exposición de palabras siniestras— cuando se trataba de la exposición de proyectos siniestros. No, no son ellos, definitivamente no son ellos. Ni soy yo. Es mi letra.
Estoy en esta posición absolutamente indescriptible, genuina y difícil de clasificar: un hombre que piensa una cosa, quiere ser escritor, pero la letra escribe otra cosa, una burrada ¿Qué he de hacer?
Quiero ser escritor porque quiero y estoy dispuesto a tomar el lugar al que aspiré en la vida. Quemé las naves, dejé todo, todo, por estas cosas de letras.
No quiero hacer mi biografía aquí. Basta, creo yo, con que les diga que abandoné todos los caminos por este de las letras; y lo hice conscientemente, superiormente, sin nada más fuerte que me desviara hacia cualquier otra ambición, para que ahora venga esa cosa de letra, obstáculo último, pesadilla apremiante ¡y yo no sé qué he de hacer!
¿Abandonar la empresa, dejar el camino libre para todos aquellos genios explosivos y económicos de los que esos Brasiles y políticos nos abarrotan?
Es duro hacerlo, después de casi diez años de trabajo, de esfuerzo continuo y —¿por qué no decirlo?— de estudio, sufrimiento y humillaciones. ¡Pues cambia de letra! Me dice alguien.
Resulta curioso. Como si pudiera volverme bello, solo por el hecho de quererlo.
Ahora bien, mi consejero aquí es uno de los hombres más sencillos que he conocido. ¡Cambiar de letra! ¿Dónde habrá visto eso? Ciertamente no le dijo al señor Alcindo Guanabara que lo hiciera, cuya letra es famosa en los diarios; ciertamente tampoco se lo diría al señor Machado de Assis. El motivo es simple: el señor Alcindo es el jefe, el príncipe del periodismo: es diputado; y Machado de Assis es el canciller de las letras, aclamado y considerado; ninguno, por lo tanto, podría cambiar de letra. Pero yo, autor de apenas un libraco; yo que no soy doctor en ninguna historia; yo, por supuesto, tengo el deber y puedo cambiar de letra.
Otro consejero (son siempre personas a las que hago reclamos sobre los errores) me dice: pues escriba a máquina. Sin contar el precio de uno de aquellos desgraciados aparatos, les recuerdo señores que aquello es fatigante, cansa mucho y me obliga al trabajo detestable de hacer un artículo dos veces: escribirlo a pluma y luego pasarlo a limpio en la máquina.
Lo más interesante es que mi letra, además de haberme conferido una razonable estupidez, me sabe granjear enemigos. Y no tengo la indiferencia que toda la gente tiene hacia los enemigos; aunque no tengo miedo, no soy neutro frente a ellos; pero esto de tener enemigos por culpa de la letra causa espanto, mortifica.
Ya no consigo entrar en la redacción ni en el taller de mi casa. Ni bien entrar, ya percibo la hostilidad muda en mi contra y me muero de susto. Si se tratase del cenáculo de Garnier u otro cualquiera, estaría bien; si fuese en la tertulia literaria de Coelho Neto, yo tan contento; entre estos hombres tan simples, sin embargo, con quienes no compito yo en nada, nos juzgamos como monstruos, como pestes, como un flagelo. ¿Y todo eso por qué? ¡Por mi letra! Desespero decididamente.
En la mañana, cuando recibo la Gaceta u otra publicación en la que haya cosas mías, me lleno de miedo y es con miedo que comienzo a leer el artículo que firmo con la responsabilidad de mi humilde nombre. Y seguir la lectura es un enorme suplicio. Me dan ganas de llorar, de matar, de suicidarme; todos los deseos me pasan por el alma y todas las tragedias veo ante mis ojos. Salto de la silla, tiro el diario al suelo, lo rompo, ¡es un infierno!
Ignoro si todos en los periódicos tienen buena caligrafía. De seguro habrán de tener y sus originales llegan a las tipografías casi impresos. Con las letras, por desgracia, no es así.
No cito autores, porque solo se puede citar autores ilustres, y sería demasiado atrevimiento compararme con ellos, incluso tratándose de la caligrafía. Así que los dejo de lado y solo quiero recordar a los que han escrito grandes obras, bellas, correctas, hasta el punto en que las cosas humanas pueden ser perfectas. ¿Cómo lo conseguirán?
No lo sé, pero debe haber quien lo sepa y espero encontrar a esa persona para que me lo explique.
Este asunto de la letra está interviniendo tanto en mi futuro que ya pienso en casarme. Habrán de sorprenderse de ver estas dos cuestiones mezcladas: buena letra y matrimonio. El motivo es muy simple y voy a explicar el origen de tal asociación con toda claridad y detalle.
Fue el otro día. Venía en el tren muy enfurruñado porque mi folletín había salido todo mal. El aspecto desordenado de nuestros suburbios se había desplegado ante mis ojos; el tren se llenaba de la crema y nata de la aristocracia de los suburbios. Seguro no sabían los señores que en los suburbios también hay una aristocracia.
Pues la hay. Una aristocracia curiosa en cuya composición entró una gran parte de los elementos medios de la ciudad entera: funcionarios de baja categoría, jefes de taller, militares menores, médicos de pobres rendimientos, abogados sin causa, entre otros.
Iban entrando con la morgue que caracteriza a una aristocracia tan antigua y de tan fuertes rendimientos cuando una joven, cargada con lápices, plumas, reglas, cuadernos, libros, entró y vino a sentarse a mi lado.
No era fea ni tampoco bella. Tenía unas facciones jóvenes, un mirar triste y opaco, cabellos poco abundantes, un cuello caído y delgado. En ella todo era pequeñito, modesto; al final era toda bonita como dicen por allá los enamorados.
La miré con el temor con el que miro siempre a las damas y seguí masticando mis penas.
En algún momento, ella sacó uno de los cuadernos que traía, lo abrió y se puso a leer. ¡Que no me tomen a mal el Binóculo y la Nota Chic ni me excomulguen por ello! Sé bien que no es de buena educación leer lo que los otros están leyendo a nuestro lado; pero no me pude contener y eché una ojeadita, sobre todo (que lo sepan bien los señores del Binóculo y la Nota Chic) porque me pareció que la muchacha lo hacía para causarme envidia o llenarme de admiración por ella.
Se trataba de un álgebra, y las mujeres tienen una como idolatría por la matemática. Fue, por tanto, para mostrarme que ella lo entendía, que sacó el cuaderno; o entonces para decirme sin palabras: ¡Vea, usted, señor hombre! Podrá andar usted con pantalones, pero no sabe esto… y se engañaba un poco.
Pero… como iba diciendo: miraba yo el cuaderno y lo que vi, ¡Dios mío! Una letra, una cursiva irreprensible, con todos sus pequeños trazos y todas las filigranas. Las “tt” todas bien trazadas. ¡Una maravilla!
¡Ay!, pensé. Si esa muchacha se quisiera casar conmigo, ¡cómo sería de feliz! ¡Cómo disminuirían mis enemigos y las tonterías que se escriben por cuenta mía! Me copiaría los artículos y…
Quise enamorarla, pero no sé enamorar, no solo porque no sé, sino porque tengo plena conciencia de mi fealdad. Fui, en todo caso, tan poco diestro, tan torpe, tan poco hábil, que ella ni se enteró. Enamoramiento… platónico.
Casarme con ella sería una solución para mi problema de la letra, pero ni eso pude encontrar y debo aún aguantar a mi enemiga, esa traición que llevo en las manos, buitre que me devora diariamente la frágil reputación y apocada inteligencia.
O futurismo
São Paulo tem a virtude de descobrir o mel do pau em ninho de coruja. De quando em quando, ele nos manda umas novidades velhas de 40 anos. Agora, por intermédio do meu simpático amigo Sérgio Buarque de Holanda, quer nos impingir como descoberta dele, São Paulo, o tal de “futurismo”.
Ora, nós já sabíamos perfeitamente da existência de semelhante maluquice, inventada por um senhor Marinetti, que fez representar em Paris, num teatro de arrabalde, uma peça – Le Roi Bombance – cuja única virtude era mostrar que “il Marinetti” tinha lido demais Rabelais.
Sabemos todos que o cura de Meudon floresceu no século XVI. Assim sendo, vejam os senhores como esse “futurismo” é mesmo arte, estética do futuro.
Recebi e agradeço uma revista de São Paulo que se intitula Klaxon*. Em começo, pensei que se tratasse de uma revista de propaganda de alguma marca de automóveis americanos. Não havia para tal motivos de dúvidas, porque um nome tão estrambótico não podia ser senão inventado por mercadores americanos, para vender o seu produto.
Quem tem hábito de ler anúncios e catálogos que os Estados Unidos nos expedem num português misturado com espanhol sabe perfeitamente que os negociantes americanos possuem um talento especial para criar nomes grotescos para batizar as suas mercancias.
Estava neste “engano ledo e cego”, quando me dispus a ler a tal Klaxon ou Clark. Foi então que descobri que se tratava de uma revista de Arte, de Arte transcendente, destinada a revolucionar a literatura nacional e de outros países, inclusive a Judeia e a Bessarábia.
Disse cá comigo: esses moços tão estimáveis pensam mesmo que nós não sabíamos disso de futurismo? Há 20 anos, ou mais, que se fala nisto e não há quem leia a mais ordinária revista francesa ou o pasquim mais ordinário da Itália que não conheça as cabotinagens do “il Marinetti”.
A originalidade desse senhor consiste em negar quando todos dizem sim; em avançar absurdos que ferem não só o senso comum, mas tudo o que é base e força da humanidade.
O que há de azedume neste artiguete não representa nenhuma hostilidade aos moços que fundaram a Klaxon; mas, sim, a manifestação da minha sincera antipatia contra o grotesco “futurismo”, que no fundo não é senão brutalidade, grosseria e escatologia, sobretudo esta. Eis aí.
Esta minha letra…
A minha letra é um bilhete de loteria. Às vezes ela me dá muito, outras vezes tira-me os últimos tostões da minha inteligência. Eu devia esta explicação aos meus leitores, porque, sob a minha responsabilidade, tem saído cada coisa de se tirar o chapéu. Não há folhetim em que não venham coisas extraordinárias. Se, às vezes, não me põe mal com a gramática, põe-me em hostilidade com o bom senso e arrasta-me a dizer coisas descabidas. Ainda no último folhetim, além de um ou dois períodos completamente truncados e outras coisas, ela levou à compreensão dos meus raros leitores – grandeza – quando se tratava de pândega; num artigo que publiquei há dias na Estação Teatral, este então totalmente empastelado, havia coisas do arco-da-velha.
Aqui já saiu um folhetim meu, aquele que eu mais estimo, “Os galeões do México”, tão truncado, tão doido, que mais parecia delírio que coisa de homem são de espírito. Tive medo de ser recolhido ao hospício…
Que ela me levasse a incorrer na crítica gramatical da terra, vá; mas que me leve a dizer coisas contra a clara inteligência das coisas, contra o bom senso e o pensar honesto e com plena consciência do que estou fazendo! e não sei a razão por que a minha letra me trai de maneira tão insólita e inesperada. Não digo que sejam os tipógrafos ou os revisores; eu não digo que sejam eles que me fazem escrever – a exposição de palavras sinistras – quando se tratava de exposição de projetos sinistros. Não, não são eles, absolutamente não são eles. Nem eu. É a minha letra.
Estou nesta posição absolutamente inqualificável, original e pouco classificável: um homem que pensa uma coisa, quer ser escritor, mas a letra escreve outra coisa e asnática. Que hei de fazer?
Eu quero ser escritor, porque quero e estou disposto a tomar na vida o lugar que colimei. Queimei os meus navios; deixei tudo, tudo, por essas coisas de letras.
Não quero aqui fazer a minha biografia; basta, penso eu, que lhes diga que abandonei todos os caminhos, por esse das letras; e o fiz conscientemente, superiormente, sem nada de mais forte que me desviasse de qualquer outra ambição; e agora vem essa coisa de letra, esse último obstáculo, esse premente pesadelo, e não sei que hei de fazer!
Abandonar o propósito; deixar a estrada desembaraçada a todos os gênios explosivos e econômicos de que esses Brasis e os políticos nos abarrotam?
É duro fazê-lo, depois de quase dez anos de trabalho, de esforço contínuo e – por que não dizer? – de estudo, sofrimento e humilhações. Mude de letra, disse-me alguém.
É curioso. Como se eu pudesse ficar bonito, só pelo fato de querer.
Ora, esse meu conselheiro é um dos homens mais simples que eu conheço. Mudar de letra! Onde é que ele viu isso? Com certeza ele não disse isso ao senhor Alcindo Guanabara, cuja letra é famosa nos jornais, que o fizesse; com certeza, ele não diria ao senhor Machado de Assis também. O motivo é simples: o senhor Alcindo é o chefe, é príncipe do jornalismo, é deputado; e Machado de Assis era grande chanceler das letras, homem aclamado e considerado; ambos, portanto, não podiam mudar de letra; mas eu, pobre autor de um livreco, eu que não sou nem doutor em qualquer história – eu, decerto, tenho o dever e posso mudar de letra.
Outro conselheiro (são sempre pessoas a quem faço reclamações sobre os erros) disse-me: escreva em máquina. Ponho de parte o custo de um desses desgraciosos aparelhos e lembro aqui aos senhores que aquilo é fatigante, cansa muito e obrigava-me ao trabalho nauseante de fazer um artigo duas vezes: escrever à pena e passar a limpo em máquina.
O mais interessante é que a minha letra, além de me ter emprestado uma razoável estupidez, fez-me arranjar inimigos. Não tenho a indiferença que toda a gente tem pelos inimigos; se não tenho medo, não sou neutro diante deles; mas isso de ter inimigos só por causa da letra é de espantar, é de mortificar.
Já não posso entrar na revisão e nas oficinas aqui da casa. Logo na entrada percebo a hostilidade muda contra mim e me apavoro. Se fosse no cenáculo do Garnier ou em outro qualquer, seria bom; se fosse mesmo no salão literário do Coelho Neto, eu ficaria contente; entre aqueles homens simples, porém, com os quais eu não compito em nada, é para a gente julgar-se um monstro, um peste, um flagelo. E tudo isso por quê? Por causa da minha letra. Desespero decididamente.
De manhã, quando recebo a Gazeta ou outra publicação em que haja coisas minhas, eu me encho de medo, e é com medo que começo a ler o artigo que firmo com a responsabilidade do meu humilde nome. A continuação da leitura é então um suplício. Tenho vontade de chorar, de matar, de suicidar-me; todos os desejos me passam pela alma e todas as tragédias vejo diante dos olhos. Salto da cadeira, atiro o jornal ao chão, rasgo-o; é um inferno.
Eu não sei se todos nos jornais têm boa caligrafia. Certamente, hão de ter e os seus originais devem chegar à tipografia quase impressos. Nas letras, porém, não é assim.
Eu não cito autores, porque citar autores só se pode fazer aos ilustres, e seria demasia eu me pôr em paralelo com eles, mesmo sendo em negócio de caligrafia. Deixo-os de parte e só quero lembrar os que escreveram grandes obras, belas, corretas, até ao ponto em que as coisas humanas podem ser perfeitas. Como conseguiram isso?
Não sei; mas há de haver quem o saiba e espero encontrar esse alguém para explicar-me.
De tal modo essa questão de letra está implicando com o meu futuro que eu já penso em casar-me. Hão de surpreender-se em ver estas duas coisas misturadas: boa letra e casamento. O motivo é muito simples e vou explicar a gênese da associação com toda a clareza de detalhes.
Foi um dia destes. Eu vinha de trem muito aborrecido porque saíra o meu folhetim todo errado. O aspecto desordenado dos nossos subúrbios ia se desenrolando aos meus olhos; o trem se enchia da mais fina flor da aristocracia dos subúrbios. Os senhores com certeza não sabiam que os subúrbios têm uma aristocracia.
Pois têm. É uma aristocracia curiosa, em cuja composição entrou uma grande parte dos elementos médios da cidade inteira: funcionários de pequena categoria, chefes de oficinas, pequenos militares, médicos de fracos rendimentos, advogados sem causa, etc.
Iam entrando com a morgue que caracteriza uma aristocracia de tal antiguidade e tão fortes rendimentos, quando uma moça, carregada de lápis, penas, réguas, cadernos, livros, entrou também e veio sentar-se a meu lado.
Não era feia, mas não era bela. Tinha umas feições miúdas, um triste olhar pardo de fraco brilho, uns cabelos pouco abundantes, um colo deprimido e pouco cheio. Tudo nela era pequenino, modesto; mas era, afinal, bonitinha, como lá dizem os namorados.
Olhei-a com o temor com que sempre olho as damas e continuei a mastigar as minhas mágoas.
Num dado momento, ela puxou um dos muitos cadernos que trazia, abriu-o, dobrou-o e pôs-se a ler. Que não me levem a mal o Binóculo e a Nota Chic e não deitem por isso excomunhão sobre mim! Sei bem que não é de boa educação ler o que os outros estão lendo ao nosso lado; mas não me contive e deitei uma olhadela, tanto mais (notem bem os senhores do Binóculo e da Nota Chic) que, me pareceu, a moça o fazia para ralar-me de inveja ou encher-me de admiração por ela.
Tratava-se de álgebra e as mulheres têm pela matemática uma fascinação de ídolo inacessível. Foi, portanto, para mostrar-me que ela o ia atingindo que desdobrou o caderno; ou então para dizer-me sem palavras: Veja, você, seu homem! Você anda de calças, mas não sabe isso… Ela se enganava um pouco.
Mas… como dizia: olhei o caderno e o que vi, meu Deus! Uma letra, um cursivo irrepreensível, com todos os tracinhos, com todas as filigranas. Os “tt” muito bem-traçados – uma maravilha!
Ah! pensei eu. Se essa moça se quisesse casar comigo, como eu não seria feliz? Como diminuiriam os meus inimigos e as tolices que são escritas por minha conta? Copiava-me os artigos e…
Quis namorá-la, mas não sei namorar, não só porque não sei, como também porque tenho consciência da minha fealdade. Fui, pois, tão canhestro, tão tolo, tão inábil, que ela nem percebeu. Um namoro de… caboclo.
Seria, casar-me com ela, uma solução para esse meu problema da letra, mas nem este mesmo eu posso encontrar e tenho que aguentar esse meu inimigo, essa traição que está nas minhas mãos, esse abutre que me devora diariamente a fraca reputação e apoucada inteligência.
O futurismo
São Paulo tem a virtude de descobrir o mel do pau em ninho de coruja. De quando em quando, ele nos manda umas novidades velhas de 40 anos. Agora, por intermédio do meu simpático amigo Sérgio Buarque de Holanda, quer nos impingir como descoberta dele, São Paulo, o tal de “futurismo”.
Ora, nós já sabíamos perfeitamente da existência de semelhante maluquice, inventada por um senhor Marinetti, que fez representar em Paris, num teatro de arrabalde, uma peça – Le Roi Bombance – cuja única virtude era mostrar que “il Marinetti” tinha lido demais Rabelais.
Sabemos todos que o cura de Meudon floresceu no século XVI. Assim sendo, vejam os senhores como esse “futurismo” é mesmo arte, estética do futuro.
Recebi e agradeço uma revista de São Paulo que se intitula Klaxon*. Em começo, pensei que se tratasse de uma revista de propaganda de alguma marca de automóveis americanos. Não havia para tal motivos de dúvidas, porque um nome tão estrambótico não podia ser senão inventado por mercadores americanos, para vender o seu produto.
Quem tem hábito de ler anúncios e catálogos que os Estados Unidos nos expedem num português misturado com espanhol sabe perfeitamente que os negociantes americanos possuem um talento especial para criar nomes grotescos para batizar as suas mercancias.
Estava neste “engano ledo e cego”, quando me dispus a ler a tal Klaxon ou Clark. Foi então que descobri que se tratava de uma revista de Arte, de Arte transcendente, destinada a revolucionar a literatura nacional e de outros países, inclusive a Judeia e a Bessarábia.
Disse cá comigo: esses moços tão estimáveis pensam mesmo que nós não sabíamos disso de futurismo? Há 20 anos, ou mais, que se fala nisto e não há quem leia a mais ordinária revista francesa ou o pasquim mais ordinário da Itália que não conheça as cabotinagens do “il Marinetti”.
A originalidade desse senhor consiste em negar quando todos dizem sim; em avançar absurdos que ferem não só o senso comum, mas tudo o que é base e força da humanidade.
O que há de azedume neste artiguete não representa nenhuma hostilidade aos moços que fundaram a Klaxon; mas, sim, a manifestação da minha sincera antipatia contra o grotesco “futurismo”, que no fundo não é senão brutalidade, grosseria e escatologia, sobretudo esta. Eis aí.
Esta minha letra…
A minha letra é um bilhete de loteria. Às vezes ela me dá muito, outras vezes tira-me os últimos tostões da minha inteligência. Eu devia esta explicação aos meus leitores, porque, sob a minha responsabilidade, tem saído cada coisa de se tirar o chapéu. Não há folhetim em que não venham coisas extraordinárias. Se, às vezes, não me põe mal com a gramática, põe-me em hostilidade com o bom senso e arrasta-me a dizer coisas descabidas. Ainda no último folhetim, além de um ou dois períodos completamente truncados e outras coisas, ela levou à compreensão dos meus raros leitores – grandeza – quando se tratava de pândega; num artigo que publiquei há dias na Estação Teatral, este então totalmente empastelado, havia coisas do arco-da-velha.
Aqui já saiu um folhetim meu, aquele que eu mais estimo, “Os galeões do México”, tão truncado, tão doido, que mais parecia delírio que coisa de homem são de espírito. Tive medo de ser recolhido ao hospício…
Que ela me levasse a incorrer na crítica gramatical da terra, vá; mas que me leve a dizer coisas contra a clara inteligência das coisas, contra o bom senso e o pensar honesto e com plena consciência do que estou fazendo! e não sei a razão por que a minha letra me trai de maneira tão insólita e inesperada. Não digo que sejam os tipógrafos ou os revisores; eu não digo que sejam eles que me fazem escrever – a exposição de palavras sinistras – quando se tratava de exposição de projetos sinistros. Não, não são eles, absolutamente não são eles. Nem eu. É a minha letra.
Estou nesta posição absolutamente inqualificável, original e pouco classificável: um homem que pensa uma coisa, quer ser escritor, mas a letra escreve outra coisa e asnática. Que hei de fazer?
Eu quero ser escritor, porque quero e estou disposto a tomar na vida o lugar que colimei. Queimei os meus navios; deixei tudo, tudo, por essas coisas de letras.
Não quero aqui fazer a minha biografia; basta, penso eu, que lhes diga que abandonei todos os caminhos, por esse das letras; e o fiz conscientemente, superiormente, sem nada de mais forte que me desviasse de qualquer outra ambição; e agora vem essa coisa de letra, esse último obstáculo, esse premente pesadelo, e não sei que hei de fazer!
Abandonar o propósito; deixar a estrada desembaraçada a todos os gênios explosivos e econômicos de que esses Brasis e os políticos nos abarrotam?
É duro fazê-lo, depois de quase dez anos de trabalho, de esforço contínuo e – por que não dizer? – de estudo, sofrimento e humilhações. Mude de letra, disse-me alguém.
É curioso. Como se eu pudesse ficar bonito, só pelo fato de querer.
Ora, esse meu conselheiro é um dos homens mais simples que eu conheço. Mudar de letra! Onde é que ele viu isso? Com certeza ele não disse isso ao senhor Alcindo Guanabara, cuja letra é famosa nos jornais, que o fizesse; com certeza, ele não diria ao senhor Machado de Assis também. O motivo é simples: o senhor Alcindo é o chefe, é príncipe do jornalismo, é deputado; e Machado de Assis era grande chanceler das letras, homem aclamado e considerado; ambos, portanto, não podiam mudar de letra; mas eu, pobre autor de um livreco, eu que não sou nem doutor em qualquer história – eu, decerto, tenho o dever e posso mudar de letra.
Outro conselheiro (são sempre pessoas a quem faço reclamações sobre os erros) disse-me: escreva em máquina. Ponho de parte o custo de um desses desgraciosos aparelhos e lembro aqui aos senhores que aquilo é fatigante, cansa muito e obrigava-me ao trabalho nauseante de fazer um artigo duas vezes: escrever à pena e passar a limpo em máquina.
O mais interessante é que a minha letra, além de me ter emprestado uma razoável estupidez, fez-me arranjar inimigos. Não tenho a indiferença que toda a gente tem pelos inimigos; se não tenho medo, não sou neutro diante deles; mas isso de ter inimigos só por causa da letra é de espantar, é de mortificar.
Já não posso entrar na revisão e nas oficinas aqui da casa. Logo na entrada percebo a hostilidade muda contra mim e me apavoro. Se fosse no cenáculo do Garnier ou em outro qualquer, seria bom; se fosse mesmo no salão literário do Coelho Neto, eu ficaria contente; entre aqueles homens simples, porém, com os quais eu não compito em nada, é para a gente julgar-se um monstro, um peste, um flagelo. E tudo isso por quê? Por causa da minha letra. Desespero decididamente.
De manhã, quando recebo a Gazeta ou outra publicação em que haja coisas minhas, eu me encho de medo, e é com medo que começo a ler o artigo que firmo com a responsabilidade do meu humilde nome. A continuação da leitura é então um suplício. Tenho vontade de chorar, de matar, de suicidar-me; todos os desejos me passam pela alma e todas as tragédias vejo diante dos olhos. Salto da cadeira, atiro o jornal ao chão, rasgo-o; é um inferno.
Eu não sei se todos nos jornais têm boa caligrafia. Certamente, hão de ter e os seus originais devem chegar à tipografia quase impressos. Nas letras, porém, não é assim.
Eu não cito autores, porque citar autores só se pode fazer aos ilustres, e seria demasia eu me pôr em paralelo com eles, mesmo sendo em negócio de caligrafia. Deixo-os de parte e só quero lembrar os que escreveram grandes obras, belas, corretas, até ao ponto em que as coisas humanas podem ser perfeitas. Como conseguiram isso?
Não sei; mas há de haver quem o saiba e espero encontrar esse alguém para explicar-me.
De tal modo essa questão de letra está implicando com o meu futuro que eu já penso em casar-me. Hão de surpreender-se em ver estas duas coisas misturadas: boa letra e casamento. O motivo é muito simples e vou explicar a gênese da associação com toda a clareza de detalhes.
Foi um dia destes. Eu vinha de trem muito aborrecido porque saíra o meu folhetim todo errado. O aspecto desordenado dos nossos subúrbios ia se desenrolando aos meus olhos; o trem se enchia da mais fina flor da aristocracia dos subúrbios. Os senhores com certeza não sabiam que os subúrbios têm uma aristocracia.
Pois têm. É uma aristocracia curiosa, em cuja composição entrou uma grande parte dos elementos médios da cidade inteira: funcionários de pequena categoria, chefes de oficinas, pequenos militares, médicos de fracos rendimentos, advogados sem causa, etc.
Iam entrando com a morgue que caracteriza uma aristocracia de tal antiguidade e tão fortes rendimentos, quando uma moça, carregada de lápis, penas, réguas, cadernos, livros, entrou também e veio sentar-se a meu lado.
Não era feia, mas não era bela. Tinha umas feições miúdas, um triste olhar pardo de fraco brilho, uns cabelos pouco abundantes, um colo deprimido e pouco cheio. Tudo nela era pequenino, modesto; mas era, afinal, bonitinha, como lá dizem os namorados.
Olhei-a com o temor com que sempre olho as damas e continuei a mastigar as minhas mágoas.
Num dado momento, ela puxou um dos muitos cadernos que trazia, abriu-o, dobrou-o e pôs-se a ler. Que não me levem a mal o Binóculo e a Nota Chic e não deitem por isso excomunhão sobre mim! Sei bem que não é de boa educação ler o que os outros estão lendo ao nosso lado; mas não me contive e deitei uma olhadela, tanto mais (notem bem os senhores do Binóculo e da Nota Chic) que, me pareceu, a moça o fazia para ralar-me de inveja ou encher-me de admiração por ela.
Tratava-se de álgebra e as mulheres têm pela matemática uma fascinação de ídolo inacessível. Foi, portanto, para mostrar-me que ela o ia atingindo que desdobrou o caderno; ou então para dizer-me sem palavras: Veja, você, seu homem! Você anda de calças, mas não sabe isso… Ela se enganava um pouco.
Mas… como dizia: olhei o caderno e o que vi, meu Deus! Uma letra, um cursivo irrepreensível, com todos os tracinhos, com todas as filigranas. Os “tt” muito bem-traçados – uma maravilha!
Ah! pensei eu. Se essa moça se quisesse casar comigo, como eu não seria feliz? Como diminuiriam os meus inimigos e as tolices que são escritas por minha conta? Copiava-me os artigos e…
Quis namorá-la, mas não sei namorar, não só porque não sei, como também porque tenho consciência da minha fealdade. Fui, pois, tão canhestro, tão tolo, tão inábil, que ela nem percebeu. Um namoro de… caboclo.
Seria, casar-me com ela, uma solução para esse meu problema da letra, mas nem este mesmo eu posso encontrar e tenho que aguentar esse meu inimigo, essa traição que está nas minhas mãos, esse abutre que me devora diariamente a fraca reputação e apoucada inteligência.
El futurismo
São Paulo tiene la virtud de descubrir la miel en el nido del búho. Cada cierto tiempo nos envía viejas novedades de hace 40 años. Ahora, São Paulo quiere por medio de mi simpático amigo Sergio Buarque de Holanda, imponernos como descubrimiento suyo aquel asunto del “futurismo”.
Ahora bien, ya sabíamos perfectamente de semejante locura, inventada por un tal Marinetti, que hizo representar en Paris, en un teatro de arrabal, una pieza —Le roi Bombance— cuya única virtud fue evidenciar que “il Marinetti” había leído demasiado a Rabelais.
Todos sabemos que el cura de Meudon floreció en el siglo XVI. Así todo, fíjense ustedes cómo ese “futurismo” es el mismo arte, la estética del futuro.
Recibí con agrado una revista de São Paulo titulada Klaxon. Al principio pensé que se trataba de una revista publicitaria de alguna marca de automóviles americanos. No había lugar a dudas, pues un nombre tan estrambótico no podría haber sido inventado más que por publicistas americanos para promocionar su producto.
Cualquiera que tenga el hábito de leer los anuncios y catálogos que se difunden desde los Estados Unidos en un portugués mezclado con español sabrá perfectamente que los comerciantes americanos tienen un talento especial para bautizar sus mercancías con nombres grotescos.
Estaba en este “engaño dulce y ciego” cuando me dispuse a leer la tal Klaxon o Clark. Fue entonces cuando descubrí que se trataba de una revista de Arte, de Arte trascendente, destinada a revolucionar la literatura nacional y la de otros países, incluidas la de Judea y Besarabia.
Y dije para mis adentros: ¿acaso esos muchachos tan simpáticos realmente piensan que no sabíamos de eso del futurismo? Desde hace 20 años o más que se habla de esto y no hay revista francesa más ordinaria o pasquín italiano más ordinario que desconozca las andanzas de “il Marinetti”.
La originalidad de ese señor consiste en negar cuando todos dicen sí; en lanzar absurdos que atentan no solo contra el sentido común, sino contra todo lo que es la base y fuerza de la humanidad.
Lo que hay de amargo en este articulito no representa ninguna hostilidad en contra de los muchachos que fundaron Klaxon, pero sí la manifestación de mi sincera antipatía contra su grotesco “futurismo”, que en el fondo no es sino brutalidad, grosería y escatología. Sobre todo, esta última. Eso es.
Esta letra mía…
Mi letra es un billete de lotería. A veces me da mucho, y otras veces me quita los últimos centavos de mi inteligencia. Les debía esta explicación a mis lectores, porque, es bajo mi responsabilidad que ha salido cada cosa del sombrero. No hay folletín que no contenga alguna cosa rara. Cuando no me deja mal con la gramática, me pone a reñir con el buen sentido y me lleva a decir cosas descabelladas. Hasta en el último número, aparte de uno o dos periodos completamente truncados y otras cosas, mi letra llevó a mis escasos lectores a la comprensión —de grandeza— cuando se trataba de boberías; en un artículo que publiqué hace tiempo en Estaçao Teatral, por entonces completamente desbarajustada,había cosas traídas de los cabellos.
Ya salió aquí un folletín mío, el que más estimo, Los galeones de México… tan trunco, tan demente, que parecía más un delirio que cosa de un hombre sano de espíritu. Hasta tuve miedo de que me llevaran al manicomio…
Que me llevara a incurrir en la crítica gramatical de la tierra, va; ¡pero que me lleve a decir cosas contra la clara inteligencia de las cosas!, ¡contra el buen sentido y el pensar honesto y con plena consciencia de lo que estoy haciendo! Y no sé la razón por la que mi propia letra me traiciona de manera tan insólita e inesperada. No digo que sean los tipógrafos ni los correctores; no digo que sean ellos los que me hacen escribir —la exposición de palabras siniestras— cuando se trataba de la exposición de proyectos siniestros. No, no son ellos, definitivamente no son ellos. Ni soy yo. Es mi letra.
Estoy en esta posición absolutamente indescriptible, genuina y difícil de clasificar: un hombre que piensa una cosa, quiere ser escritor, pero la letra escribe otra cosa, una burrada ¿Qué he de hacer?
Quiero ser escritor porque quiero y estoy dispuesto a tomar el lugar al que aspiré en la vida. Quemé las naves, dejé todo, todo, por estas cosas de letras.
No quiero hacer mi biografía aquí. Basta, creo yo, con que les diga que abandoné todos los caminos por este de las letras; y lo hice conscientemente, superiormente, sin nada más fuerte que me desviara hacia cualquier otra ambición, para que ahora venga esa cosa de letra, obstáculo último, pesadilla apremiante ¡y yo no sé qué he de hacer!
¿Abandonar la empresa, dejar el camino libre para todos aquellos genios explosivos y económicos de los que esos Brasiles y políticos nos abarrotan?
Es duro hacerlo, después de casi diez años de trabajo, de esfuerzo continuo y —¿por qué no decirlo?— de estudio, sufrimiento y humillaciones. ¡Pues cambia de letra! Me dice alguien.
Resulta curioso. Como si pudiera volverme bello, solo por el hecho de quererlo.
Ahora bien, mi consejero aquí es uno de los hombres más sencillos que he conocido. ¡Cambiar de letra! ¿Dónde habrá visto eso? Ciertamente no le dijo al señor Alcindo Guanabara que lo hiciera, cuya letra es famosa en los diarios; ciertamente tampoco se lo diría al señor Machado de Assis. El motivo es simple: el señor Alcindo es el jefe, el príncipe del periodismo: es diputado; y Machado de Assis es el canciller de las letras, aclamado y considerado; ninguno, por lo tanto, podría cambiar de letra. Pero yo, autor de apenas un libraco; yo que no soy doctor en ninguna historia; yo, por supuesto, tengo el deber y puedo cambiar de letra.
Otro consejero (son siempre personas a las que hago reclamos sobre los errores) me dice: pues escriba a máquina. Sin contar el precio de uno de aquellos desgraciados aparatos, les recuerdo señores que aquello es fatigante, cansa mucho y me obliga al trabajo detestable de hacer un artículo dos veces: escribirlo a pluma y luego pasarlo a limpio en la máquina.
Lo más interesante es que mi letra, además de haberme conferido una razonable estupidez, me sabe granjear enemigos. Y no tengo la indiferencia que toda la gente tiene hacia los enemigos; aunque no tengo miedo, no soy neutro frente a ellos; pero esto de tener enemigos por culpa de la letra causa espanto, mortifica.
Ya no consigo entrar en la redacción ni en el taller de mi casa. Ni bien entrar, ya percibo la hostilidad muda en mi contra y me muero de susto. Si se tratase del cenáculo de Garnier u otro cualquiera, estaría bien; si fuese en la tertulia literaria de Coelho Neto, yo tan contento; entre estos hombres tan simples, sin embargo, con quienes no compito yo en nada, nos juzgamos como monstruos, como pestes, como un flagelo. ¿Y todo eso por qué? ¡Por mi letra! Desespero decididamente.
En la mañana, cuando recibo la Gaceta u otra publicación en la que haya cosas mías, me lleno de miedo y es con miedo que comienzo a leer el artículo que firmo con la responsabilidad de mi humilde nombre. Y seguir la lectura es un enorme suplicio. Me dan ganas de llorar, de matar, de suicidarme; todos los deseos me pasan por el alma y todas las tragedias veo ante mis ojos. Salto de la silla, tiro el diario al suelo, lo rompo, ¡es un infierno!
Ignoro si todos en los periódicos tienen buena caligrafía. De seguro habrán de tener y sus originales llegan a las tipografías casi impresos. Con las letras, por desgracia, no es así.
No cito autores, porque solo se puede citar autores ilustres, y sería demasiado atrevimiento compararme con ellos, incluso tratándose de la caligrafía. Así que los dejo de lado y solo quiero recordar a los que han escrito grandes obras, bellas, correctas, hasta el punto en que las cosas humanas pueden ser perfectas. ¿Cómo lo conseguirán?
No lo sé, pero debe haber quien lo sepa y espero encontrar a esa persona para que me lo explique.
Este asunto de la letra está interviniendo tanto en mi futuro que ya pienso en casarme. Habrán de sorprenderse de ver estas dos cuestiones mezcladas: buena letra y matrimonio. El motivo es muy simple y voy a explicar el origen de tal asociación con toda claridad y detalle.
Fue el otro día. Venía en el tren muy enfurruñado porque mi folletín había salido todo mal. El aspecto desordenado de nuestros suburbios se había desplegado ante mis ojos; el tren se llenaba de la crema y nata de la aristocracia de los suburbios. Seguro no sabían los señores que en los suburbios también hay una aristocracia.
Pues la hay. Una aristocracia curiosa en cuya composición entró una gran parte de los elementos medios de la ciudad entera: funcionarios de baja categoría, jefes de taller, militares menores, médicos de pobres rendimientos, abogados sin causa, entre otros.
Iban entrando con la morgue que caracteriza a una aristocracia tan antigua y de tan fuertes rendimientos cuando una joven, cargada con lápices, plumas, reglas, cuadernos, libros, entró y vino a sentarse a mi lado.
No era fea ni tampoco bella. Tenía unas facciones jóvenes, un mirar triste y opaco, cabellos poco abundantes, un cuello caído y delgado. En ella todo era pequeñito, modesto; al final era toda bonita como dicen por allá los enamorados.
La miré con el temor con el que miro siempre a las damas y seguí masticando mis penas.
En algún momento, ella sacó uno de los cuadernos que traía, lo abrió y se puso a leer. ¡Que no me tomen a mal el Binóculo y la Nota Chic ni me excomulguen por ello! Sé bien que no es de buena educación leer lo que los otros están leyendo a nuestro lado; pero no me pude contener y eché una ojeadita, sobre todo (que lo sepan bien los señores del Binóculo y la Nota Chic) porque me pareció que la muchacha lo hacía para causarme envidia o llenarme de admiración por ella.
Se trataba de un álgebra, y las mujeres tienen una como idolatría por la matemática. Fue, por tanto, para mostrarme que ella lo entendía, que sacó el cuaderno; o entonces para decirme sin palabras: ¡Vea, usted, señor hombre! Podrá andar usted con pantalones, pero no sabe esto… y se engañaba un poco.
Pero… como iba diciendo: miraba yo el cuaderno y lo que vi, ¡Dios mío! Una letra, una cursiva irreprensible, con todos sus pequeños trazos y todas las filigranas. Las “tt” todas bien trazadas. ¡Una maravilla!
¡Ay!, pensé. Si esa muchacha se quisiera casar conmigo, ¡cómo sería de feliz! ¡Cómo disminuirían mis enemigos y las tonterías que se escriben por cuenta mía! Me copiaría los artículos y…
Quise enamorarla, pero no sé enamorar, no solo porque no sé, sino porque tengo plena conciencia de mi fealdad. Fui, en todo caso, tan poco diestro, tan torpe, tan poco hábil, que ella ni se enteró. Enamoramiento… platónico.
Casarme con ella sería una solución para mi problema de la letra, pero ni eso pude encontrar y debo aún aguantar a mi enemiga, esa traición que llevo en las manos, buitre que me devora diariamente la frágil reputación y apocada inteligencia.
Robinson Francisco Alvarado Vargas es intérprete y traductor de español, inglés y portugués; profesional en lenguas modernas de la Universidad Distrital; Máster en literatura de la Universidad Nacional de Colombia y actualmente estudiante doctoral de la Universidad de Massachusetts, Amherst, en el departamento de español y portugués. Desarrolla investigación en literatura y traducción comparada en Latinoamérica con particular interés en las poéticas de autores de los siglos XIX, XX y XXI con un énfasis en las literaturas colombiana y brasileña. Tiene experiencia en traducción e interpretación corporativa y para instituciones de educación superior, y actualmente estudia temas de literatura contemporánea latinoamericana.