Diario de Madame Giovanni (fragmento)
Traducción del francés y notas por Reyna Esmeralda Romero Guzmán
Texto original en francés de Alexandre Dumas
Edición por Alfonso Conde
Imagen: «El Acapulco» de Diego Rivera
Visita a Acapulco. – La bahía. – El fuerte. – Salida y recuento de la caravana.
Decidimos que comenzaríamos por visitar la bahía. El Sr. Tyler y el Sr. Van Bran, primer empleado de la agencia, se pusieron a mi disposición, tomaron una barca, y nos lanzamos a la bahía, empujados por el impulso de cuatro remeros.
Lo que me había llamado la atención desde lo alto del barco de vapor, era la espléndida transparencia del agua, que parecía de un azur líquido. Había visto esta agua, a diferentes profundidades, surcada por destellos de oro y plata; me fijé que los peces eran la causa de los destellos, pero no reconocí la especie a la que pertenecían.
Desde la barca, pude verlos más de cerca, y, por la aleta dorsal, reconocí que solo eran tiburones. Sólo que, en la bahía de Acapulco, viajan en manadas…
Estábamos, en la barca, dos damas españolas y yo. Acepto que no era sin un cierto escalofrío que veía a estos espeluznantes escuálidos pasar a una braza de profundidad; las damas españolas, acostumbradas a ellos, no les prestaban ninguna atención.
Yo tenía un encantador abanico chino que, en San Francisco, donde estas cosas cuestan una ganga, me había costado cuarenta y cinco piastras, y que por consiguiente valían fácilmente cien en París; en medio de la bahía, tuve la mala suerte, jugando con el abanico, de dejarlo caer. Apenas si el abanico estaba en la superficie del agua y el cordón en mis dedos cuando ya había sido engullido. Lo lamenté aún más pues con toda certeza, no habrá sido ningún placer estético ni utilidad práctica, a quien me lo arrebató.
Si tuvieras la desgracia, como ocurre a veces en nuestros lagos y ríos, de dejar colgar la mano en el agua, seguro estarías feliz si solo perdieras el brazo. Mis compañeros me decían que cuando un hombre cae al mar, en la bahía de Acapulco, desaparece tan pronto como las migas de pan que se lanzan a las carpas en el estanque de Versalles o en el canal de Fontainebleau.
No podía creer la rápida absorción de mi pobre abanico; insistía para que los remeros pararan y pudiéramos detenernos un momento; pero, justo en ese momento, se escuchó un cañonazo desde el fuerte, atrajo, y, yo diría más, absorbió toda nuestra atención.
Esta era la verdadera señal del pronumiamiento, del que solo había visto, la noche anterior, los preparativos. Llegado el momento, lo proclamaban oficialmente, acribillando a cañonazos una vieja carcasa de embarcación que parecía haber sobrevivido a los acontecimientos políticos y a los cataclismos geológicos que lo habían hecho encallar al otro lado de la bahía, solo para servir de blanco a los rebeldes. Con cada pronunciomiento, la vieja carcasa está segura de lo que hace. Lleva dos o tres docenas de balas en el vientre.
Una señal nos indicó retroceder para abandonar la bahía, que por lo demás, hubiéramos abandonado sin señal, al oír los cañonazos rechiflar por encima de nuestras cabezas; seguimos por el cabo rumbo a Acapulco, y regresamos a la playa. Sobresaltada por el bombardeo del fuerte del que tan sólo había visto el programa, rogaba a los señores que me condujeran a la ciudad, para ver más de cerca el movimiento.
Llegamos a la ruta española que sube hacia el fuerte, y nos encontramos frente a los preparativos de guerra llevados a cabo con una actividad increíble. Se dejaban entrar por las puertas, belleza de este fuerte que es un magnífico ejemplar de las “fortificaciones del siglo dieciséis, todo tipo de provisiones para un asedio, y en particular de l s provisiones de víveres, que consistían sobre todo en una innumerable cantidad de tiras de carne preparadas para secar y que se colgaban en cuerdas tensadas en todos los árboles que forman paseos alrededor del fuerte, a pesar de la enorme cantidad de perros que corren por las calles de Acapulco, y que hacen, por la noche, tal alboroto, que para dormir, hay que acostumbrarse a sus ladridos, como en París hay que acostumbrarse al ruido de los coches. Ni uno solo de estos cuadrúpedos —cuyo instinto admirábamos en esta ocasión—, se aventuró a acercarse a menos de cincuenta pasos de la exhibición de esta carne, que miraban tristemente a lo lejos, posados en su trasero, con un aire maltrecho y con melancólicos lamentos. Los desdichados animales parecían comprender que con la necesidad serían ellos mismos atrapados y salados.
Por lo demás, todos los extranjeros, ingleses, franceses, americanos, tomaban parte en el movimiento dejándose llevar, por el ejemplo, y gritando: ¡Viva Álvarez! Se hacían armas de cuanta cosa, y ni siquiera los niños que, habiendo atrapado una espada o un sable, o una bayoneta, no desplegaran su pequeño protwnciamiento El asunto prometía ser casi tan curioso en la noche como en el día, pero como la salida estaba prevista a las cuatro de la mañana, era cuestión de dormir.
Entonces me acosté, y comencé concienzudamente a cavilar en la empresa en que me había embarcado, cuando de repente me pareció soñar que estaba en un barco, y que el barco se ponía en marcha.
No era el barco el que se ponía en marcha, era la casa. La Providencia, que quería satisfacer mi curiosidad en todo ámbito, me tenía reservado un temblor.
Me desperté con la oscilación del piso y con el crujido de todas las juntas de la casa. Había luz en mi recamara; salté de la cama y me puse rápidamente la bata. En ese instante, el Sr. Tyler entró en mi habitación. Acudió sospechando que estaba despierta y con mucho miedo. No se equivocaba.
—¡Ay! ¡Dios mío! Le dije precipitándome hacia él, pues ¿qué pasa?
—Nada, me respondió, un pequeño temblor, eso es todo; pero estamos acostumbrados en Acapulco.
Como eran las dos de la mañana, y partíamos a las cuatro, no me pareció prudente volver a la cama, y esperé la llegada de mis compañeros. No fue sino el temblor por la noche, y, no obstante, en el momento de nuestro peregrinaje hacia México, nos anunciaron que cuatro casas de piedra, que llaman residencias, se habían caído.
Al final, el 13 de marzo de 1854, un lunes a las cuatro de la mañana, como se había fijado la víspera, partimos de Acapulco.
Ya nos habíamos montado en las mulas, cuando el Sr. Tyler, el cónsul de Francia y las otras autoridades de la villa, habían venido a despedirse de nosotros, nos rogaban, con la más conmovedora solicitud, que desistiéramos del viaje, e intentaban persuadirme de que los peligros a los que me exponía eran insuperables. Montada en mi mula y vestida con mi traje de cuáquera, les dije adiós sonriendo, y partimos, a galope en nuestras cabalgaduras, por una vieja ruta construida por los españoles, bien sombreada por algunos tramos.
Visite à Acapulco. – La baie. – Le fort. – Départ, dénombrement de la caravane.
Nous décidâmes que nous commencerions par visiter la baie. M. Tyler et M. Van Bran, premier commis de l’agence, se mirent à ma disposition, prirent une barque, et nous nous lançâmes sur la baie, poussés par l’élan de quatre rameurs.
Ce qui m’avait frappée du haut du steamer, c’était la splendide transparence de cette eau, qui semblait de l’azur liquide. J’avais vu cette eau, à des profondeurs différentes, sillonnée par des éclairs d’or et d’argent; j’avais reconnu que des poissons étaient la cause de ces éclairs, mais je n’avais pas reconnu à quelle espèce appartenait ces poissons.
De la barque, je pus les voir de plus près, et, à la nageoire dorsale, je reconnus que c’étaient tout simplement des requins. Seulement, dans la baie d Acapulco, ils voyagent par bandes.
Nous étions, dans la barque, deux dames espagnoles et moi. J’avoue que ce n’était pas sans un certain frissonnement que je voyais ces effroyables squales passer à une brasse de profondeur ; les dames espagnoles, habitués à eux, n’y faisaient aucune attention.
J’avais un charmant éventail chinois qui, à San-Francisco, où ces objets sont à vil prix, m’avait coûté quarante-cinq piastres, et qui par conséquent en valait bien cent à Paris; au milieu de la baie, j’eus le malheur, en jouant avec cet éventail, de le lâcher. L’éventail était encore à la surface de l’eau, le cordon tenait encore à mes doigts que déjà il était avalé. Je le regrettai d’autant plus que bien certainement il n’aura été, à celui qui m’en privait, d’aucun plaisir comme goût, d’aucune utilité comme usage.
Si on avait le malheur, ce qui arrive quelquefois sur nos lacs et sur nos rivières, de laisser pendre sa main dans l’eau, il est bien certain qu’on serait trop heureux d’en être quitte pour le bras. Mes compagnons me disaient que quand un homme tombe à la mer, dans la baie d’Acapulco, il disparaît aussi vite que la miette de pain qu’on jette aux carpes dans le bassin de Versailles ou dans le canal de Fontainebleau.
Je ne pouvais pas croire à l’absorption si rapide de mon malheureux éventail; j’insistais pour que les rameurs s’arrêtassent et que l’on pût stopper un instant; mais, juste en ce moment, un coup de canon partit du fort, attira, et, je dirai plus, absorba toute notre attention.
C’était le véritable signal du pronumiamiento, dont la veille je n’avais vu que les préparatifs. Le moment venu, on le proclamait officiellement, en criblant de boulets une vieille carcasse de bâtiment qui semblait n’avoir survécu aux événements politiques et aux cataclysmes géologiques qui l’avaient fait échouer de l’autre côté de la baie, que pour servir de cible aux révoltés. A chaque pronunciomiento, la vieille carcasse est sûre de son affaire. Elle en a pour ses deux ou trois douzaines de boulets dans le ventre.
Un signal nous intima Tordre de quitter la baie, que nous eussions quittée au reste sans signal, en entendant les boulets siffler au-dessus de nos têtes; nous mîmes le cap sur Acapulco, et nous regagnâmes rapidement la plage. Excitée par le bombardement du fort dont je n’avais vu que le programme, je priai ces messieurs de me conduire dans la ville, afin que nous pussions voir de plus près le mouvement.
Nous gagnâmes la route espagnole qui monte au fort, et nous nous trouvâmes en face de préparatifs de guerre poussés avec une activité incroyable. On faisait entrer par les portes, beauté de ce fort qui est un magnifique spécimen des» fortifications du seizième siècle, toutes sortes de provisions de siège, et particulièrement d s provisions de bouche, qui consistaient surtout en une innombrable quantité de lanières de viandes préparées pour être séchées, et qu’on étendait sur des cordes tendues à tous les arbres qui font promenades autour du fort, malgré l’énorme quantité de chiens qui courent les rues d’Acapulco, et qui font, la nuit, un tel vacarme, qu’il faut, pour dormir, s’habituer à leurs aboiements, comme il faut, à Paris, s’habituer au bruit des voitures. Pas un de ces quadrupèdes- dont nous admirâmes l’instinct à cette occasion, ne s’aventurait à approcher de cinquante pas de l’exposition de ces viandes, qu’ils regardaient tristement de loin, assis sur leur derrière, d’un air piteux et avec de mélancoliques lamentations. Les malheureux animaux semblaient comprendre qu’au besoin ils seraient eux-mêmes pris et salés.
Au reste tous les étrangers, Anglais, Français, Américains, prenaient part au mouvement, se laissant entraîner par l’exemple, et criant: Vive Alvarès! On se faisait une arme de toutes choses, et il n’y avait pas jusqu’aux enfants qui, ayant attrapé une épée ou un sabre, ou une baïonnette, ne lissent leur petit protwnciamiento. La chose promettait d’être presque aussi curieuse l a nuit que le jour, mais comme le dépari était fixé à quatre heures du matin, il s’agissait de dormir.
Je me couchai donc, et je commençais à m’acquitter consciencieusement de ce que j’avais entrepris, lorsque tout à coup il me sembla rêver que j’étais sur un bâtiment à l’ancre, et que le bâtiment se mettait en mouvement et partait.
Ce n’était pas le bâtiment qui se mettait en mouvement, c’était la maison. La Providence, qui voulait satisfaire ma curiosité sur tous les points, m’avait réservé un tremblement de terre.
Je me réveillai à l’oscillation du plancher et au craquement de tout ce qui était jointure dans la maison. Il y avait de la lumière dans ma chambre; je sautai, en bas du lit et passai rapidement un peignoir. A l’instant même, M. Tyler entrait dans ma chambre. Il accourait, se doutant bien que j’étais éveillée et que j’avais grand’peur. Il ne se trompait pas.
—Oh ! mon Dieu ! lui demandai-je en m’élançant vers lui, que se passe-til donc ?
—Rien, me répondit-il, un petit tremblement de terre, voilà tout; mais nous sommes habitués à cela à Acapulco.
Comme il était deux heures du matin, et que nous parlions à quatre, je ne jugeai pas à propos de me recoucher, et j’attendis l’arrivée de mes compagnons. Ce n’était rien que le tremblement de terre de la nuit, et cependant, au moment de notre pèlerinage vers Mexico, on nous annonça que quatre de ces maisons de pierre, que l’on appelle des résidences, étaient tombées.
Enfin, le 13 mars 1854, un lundi, à quatre heures du matin, comme il avait été convenu la veille, nous quittâmes Acapulco.
Nous étions déjà montés sur nos mules, que M. Tyler, le consul de France et les autres autorités de la ville, venus pour prendre congé de nous, nous suppliaient, avec la plus touchante sollicitude, de renoncer à ce voyage, et cherchaient à me persuader que les périls auxquels je m’exposais étaient insurmontables. Montée déjà sur ma mule et vêtue de mon costume de quakeresse, je leur dis en riant adieu, et nous partîmes, au galop de nos montures, sur une vieille belle route toute faite par les Espagnols, et bien ombragée pendant quelques lieues.
(Fuente: «Journal de Madame Giovanni: en Australie, aux Iles Marquises, a Taiti,
a la Nouvelle-Caledonie, en Californie et au Mexique» de Alexandre Dumas en Archive.org)
Visite à Acapulco. – La baie. – Le fort. – Départ, dénombrement de la caravane.
Nous décidâmes que nous commencerions par visiter la baie. M. Tyler et M. Van Bran, premier commis de l’agence, se mirent à ma disposition, prirent une barque, et nous nous lançâmes sur la baie, poussés par l’élan de quatre rameurs.
Ce qui m’avait frappée du haut du steamer, c’était la splendide transparence de cette eau, qui semblait de l’azur liquide. J’avais vu cette eau, à des profondeurs différentes, sillonnée par des éclairs d’or et d’argent; j’avais reconnu que des poissons étaient la cause de ces éclairs, mais je n’avais pas reconnu à quelle espèce appartenait ces poissons.
De la barque, je pus les voir de plus près, et, à la nageoire dorsale, je reconnus que c’étaient tout simplement des requins. Seulement, dans la baie d Acapulco, ils voyagent par bandes.
Nous étions, dans la barque, deux dames espagnoles et moi. J’avoue que ce n’était pas sans un certain frissonnement que je voyais ces effroyables squales passer à une brasse de profondeur ; les dames espagnoles, habitués à eux, n’y faisaient aucune attention.
J’avais un charmant éventail chinois qui, à San-Francisco, où ces objets sont à vil prix, m’avait coûté quarante-cinq piastres, et qui par conséquent en valait bien cent à Paris; au milieu de la baie, j’eus le malheur, en jouant avec cet éventail, de le lâcher. L’éventail était encore à la surface de l’eau, le cordon tenait encore à mes doigts que déjà il était avalé. Je le regrettai d’autant plus que bien certainement il n’aura été, à celui qui m’en privait, d’aucun plaisir comme goût, d’aucune utilité comme usage.
Si on avait le malheur, ce qui arrive quelquefois sur nos lacs et sur nos rivières, de laisser pendre sa main dans l’eau, il est bien certain qu’on serait trop heureux d’en être quitte pour le bras. Mes compagnons me disaient que quand un homme tombe à la mer, dans la baie d’Acapulco, il disparaît aussi vite que la miette de pain qu’on jette aux carpes dans le bassin de Versailles ou dans le canal de Fontainebleau.
Je ne pouvais pas croire à l’absorption si rapide de mon malheureux éventail; j’insistais pour que les rameurs s’arrêtassent et que l’on pût stopper un instant; mais, juste en ce moment, un coup de canon partit du fort, attira, et, je dirai plus, absorba toute notre attention.
C’était le véritable signal du pronumiamiento, dont la veille je n’avais vu que les préparatifs. Le moment venu, on le proclamait officiellement, en criblant de boulets une vieille carcasse de bâtiment qui semblait n’avoir survécu aux événements politiques et aux cataclysmes géologiques qui l’avaient fait échouer de l’autre côté de la baie, que pour servir de cible aux révoltés. A chaque pronunciomiento, la vieille carcasse est sûre de son affaire. Elle en a pour ses deux ou trois douzaines de boulets dans le ventre.
Un signal nous intima Tordre de quitter la baie, que nous eussions quittée au reste sans signal, en entendant les boulets siffler au-dessus de nos têtes; nous mîmes le cap sur Acapulco, et nous regagnâmes rapidement la plage. Excitée par le bombardement du fort dont je n’avais vu que le programme, je priai ces messieurs de me conduire dans la ville, afin que nous pussions voir de plus près le mouvement.
Nous gagnâmes la route espagnole qui monte au fort, et nous nous trouvâmes en face de préparatifs de guerre poussés avec une activité incroyable. On faisait entrer par les portes, beauté de ce fort qui est un magnifique spécimen des» fortifications du seizième siècle, toutes sortes de provisions de siège, et particulièrement d s provisions de bouche, qui consistaient surtout en une innombrable quantité de lanières de viandes préparées pour être séchées, et qu’on étendait sur des cordes tendues à tous les arbres qui font promenades autour du fort, malgré l’énorme quantité de chiens qui courent les rues d’Acapulco, et qui font, la nuit, un tel vacarme, qu’il faut, pour dormir, s’habituer à leurs aboiements, comme il faut, à Paris, s’habituer au bruit des voitures. Pas un de ces quadrupèdes- dont nous admirâmes l’instinct à cette occasion, ne s’aventurait à approcher de cinquante pas de l’exposition de ces viandes, qu’ils regardaient tristement de loin, assis sur leur derrière, d’un air piteux et avec de mélancoliques lamentations. Les malheureux animaux semblaient comprendre qu’au besoin ils seraient eux-mêmes pris et salés.
Au reste tous les étrangers, Anglais, Français, Américains, prenaient part au mouvement, se laissant entraîner par l’exemple, et criant: Vive Alvarès! On se faisait une arme de toutes choses, et il n’y avait pas jusqu’aux enfants qui, ayant attrapé une épée ou un sabre, ou une baïonnette, ne lissent leur petit protwnciamiento. La chose promettait d’être presque aussi curieuse l a nuit que le jour, mais comme le dépari était fixé à quatre heures du matin, il s’agissait de dormir.
Je me couchai donc, et je commençais à m’acquitter consciencieusement de ce que j’avais entrepris, lorsque tout à coup il me sembla rêver que j’étais sur un bâtiment à l’ancre, et que le bâtiment se mettait en mouvement et partait.
Ce n’était pas le bâtiment qui se mettait en mouvement, c’était la maison. La Providence, qui voulait satisfaire ma curiosité sur tous les points, m’avait réservé un tremblement de terre.
Je me réveillai à l’oscillation du plancher et au craquement de tout ce qui était jointure dans la maison. Il y avait de la lumière dans ma chambre; je sautai, en bas du lit et passai rapidement un peignoir. A l’instant même, M. Tyler entrait dans ma chambre. Il accourait, se doutant bien que j’étais éveillée et que j’avais grand’peur. Il ne se trompait pas.
—Oh ! mon Dieu ! lui demandai-je en m’élançant vers lui, que se passe-til donc ?
—Rien, me répondit-il, un petit tremblement de terre, voilà tout; mais nous sommes habitués à cela à Acapulco.
Comme il était deux heures du matin, et que nous parlions à quatre, je ne jugeai pas à propos de me recoucher, et j’attendis l’arrivée de mes compagnons. Ce n’était rien que le tremblement de terre de la nuit, et cependant, au moment de notre pèlerinage vers Mexico, on nous annonça que quatre de ces maisons de pierre, que l’on appelle des résidences, étaient tombées.
Enfin, le 13 mars 1854, un lundi, à quatre heures du matin, comme il avait été convenu la veille, nous quittâmes Acapulco.
Nous étions déjà montés sur nos mules, que M. Tyler, le consul de France et les autres autorités de la ville, venus pour prendre congé de nous, nous suppliaient, avec la plus touchante sollicitude, de renoncer à ce voyage, et cherchaient à me persuader que les périls auxquels je m’exposais étaient insurmontables. Montée déjà sur ma mule et vêtue de mon costume de quakeresse, je leur dis en riant adieu, et nous partîmes, au galop de nos montures, sur une vieille belle route toute faite par les Espagnols, et bien ombragée pendant quelques lieues.
Visita a Acapulco. – La bahía. – El fuerte. – Salida y recuento de la caravana.
Decidimos que comenzaríamos por visitar la bahía. El Sr. Tyler y el Sr. Van Bran, primer empleado de la agencia, se pusieron a mi disposición, tomaron una barca, y nos lanzamos a la bahía, empujados por el impulso de cuatro remeros.
Lo que me había llamado la atención desde lo alto del barco de vapor, era la espléndida transparencia del agua, que parecía de un azur líquido. Había visto esta agua, a diferentes profundidades, surcada por destellos de oro y plata; me fijé que los peces eran la causa de los destellos, pero no reconocí la especie a la que pertenecían.
Desde la barca, pude verlos más de cerca, y, por la aleta dorsal, reconocí que solo eran tiburones. Sólo que, en la bahía de Acapulco, viajan en manadas…
Estábamos, en la barca, dos damas españolas y yo. Acepto que no era sin un cierto escalofrío que veía a estos espeluznantes escuálidos pasar a una braza de profundidad; las damas españolas, acostumbradas a ellos, no les prestaban ninguna atención.
Yo tenía un encantador abanico chino que, en San Francisco, donde estas cosas cuestan una ganga, me había costado cuarenta y cinco piastras, y que por consiguiente valían fácilmente cien en París; en medio de la bahía, tuve la mala suerte, jugando con el abanico, de dejarlo caer. Apenas si el abanico estaba en la superficie del agua y el cordón en mis dedos cuando ya había sido engullido. Lo lamenté aún más pues con toda certeza, no habrá sido ningún placer estético ni utilidad práctica, a quien me lo arrebató.
Si tuvieras la desgracia, como ocurre a veces en nuestros lagos y ríos, de dejar colgar la mano en el agua, seguro estarías feliz si solo perdieras el brazo. Mis compañeros me decían que cuando un hombre cae al mar, en la bahía de Acapulco, desaparece tan pronto como las migas de pan que se lanzan a las carpas en el estanque de Versalles o en el canal de Fontainebleau.
No podía creer la rápida absorción de mi pobre abanico; insistía para que los remeros pararan y pudiéramos detenernos un momento; pero, justo en ese momento, se escuchó un cañonazo desde el fuerte, atrajo, y, yo diría más, absorbió toda nuestra atención.
Esta era la verdadera señal del pronumiamiento, del que solo había visto, la noche anterior, los preparativos. Llegado el momento, lo proclamaban oficialmente, acribillando a cañonazos una vieja carcasa de embarcación que parecía haber sobrevivido a los acontecimientos políticos y a los cataclismos geológicos que lo habían hecho encallar al otro lado de la bahía, solo para servir de blanco a los rebeldes. Con cada pronunciomiento, la vieja carcasa está segura de lo que hace. Lleva dos o tres docenas de balas en el vientre.
Una señal nos indicó retroceder para abandonar la bahía, que por lo demás, hubiéramos abandonado sin señal, al oír los cañonazos rechiflar por encima de nuestras cabezas; seguimos por el cabo rumbo a Acapulco, y regresamos a la playa. Sobresaltada por el bombardeo del fuerte del que tan sólo había visto el programa, rogaba a los señores que me condujeran a la ciudad, para ver más de cerca el movimiento.
Llegamos a la ruta española que sube hacia el fuerte, y nos encontramos frente a los preparativos de guerra llevados a cabo con una actividad increíble. Se dejaban entrar por las puertas, belleza de este fuerte que es un magnífico ejemplar de las “fortificaciones del siglo dieciséis, todo tipo de provisiones para un asedio, y en particular de l s provisiones de víveres, que consistían sobre todo en una innumerable cantidad de tiras de carne preparadas para secar y que se colgaban en cuerdas tensadas en todos los árboles que forman paseos alrededor del fuerte, a pesar de la enorme cantidad de perros que corren por las calles de Acapulco, y que hacen, por la noche, tal alboroto, que para dormir, hay que acostumbrarse a sus ladridos, como en París hay que acostumbrarse al ruido de los coches. Ni uno solo de estos cuadrúpedos —cuyo instinto admirábamos en esta ocasión—, se aventuró a acercarse a menos de cincuenta pasos de la exhibición de esta carne, que miraban tristemente a lo lejos, posados en su trasero, con un aire maltrecho y con melancólicos lamentos. Los desdichados animales parecían comprender que con la necesidad serían ellos mismos atrapados y salados.
Por lo demás, todos los extranjeros, ingleses, franceses, americanos, tomaban parte en el movimiento dejándose llevar, por el ejemplo, y gritando: ¡Viva Álvarez! Se hacían armas de cuanta cosa, y ni siquiera los niños que, habiendo atrapado una espada o un sable, o una bayoneta, no desplegaran su pequeño protwnciamiento El asunto prometía ser casi tan curioso en la noche como en el día, pero como la salida estaba prevista a las cuatro de la mañana, era cuestión de dormir.
Entonces me acosté, y comencé concienzudamente a cavilar en la empresa en que me había embarcado, cuando de repente me pareció soñar que estaba en un barco, y que el barco se ponía en marcha.
No era el barco el que se ponía en marcha, era la casa. La Providencia, que quería satisfacer mi curiosidad en todo ámbito, me tenía reservado un temblor.
Me desperté con la oscilación del piso y con el crujido de todas las juntas de la casa. Había luz en mi recamara; salté de la cama y me puse rápidamente la bata. En ese instante, el Sr. Tyler entró en mi habitación. Acudió sospechando que estaba despierta y con mucho miedo. No se equivocaba.
—¡Ay! ¡Dios mío! Le dije precipitándome hacia él, pues ¿qué pasa?
—Nada, me respondió, un pequeño temblor, eso es todo; pero estamos acostumbrados en Acapulco.
Como eran las dos de la mañana, y partíamos a las cuatro, no me pareció prudente volver a la cama, y esperé la llegada de mis compañeros. No fue sino el temblor por la noche, y, no obstante, en el momento de nuestro peregrinaje hacia México, nos anunciaron que cuatro casas de piedra, que llaman residencias, se habían caído.
Al final, el 13 de marzo de 1854, un lunes a las cuatro de la mañana, como se había fijado la víspera, partimos de Acapulco.
Ya nos habíamos montado en las mulas, cuando el Sr. Tyler, el cónsul de Francia y las otras autoridades de la villa, habían venido a despedirse de nosotros, nos rogaban, con la más conmovedora solicitud, que desistiéramos del viaje, e intentaban persuadirme de que los peligros a los que me exponía eran insuperables. Montada en mi mula y vestida con mi traje de cuáquera, les dije adiós sonriendo, y partimos, a galope en nuestras cabalgaduras, por una vieja ruta construida por los españoles, bien sombreada por algunos tramos.
Elegí traducir un extracto del diario de viaje de una parisiense, Madame Callegari, alias Marie Giovanni, pues fue mujer viajera y migrante que vivió cerca de 20 años en Nueva Zelanda debido a los negocios de su esposo. Estos negocios la llevaron a la ciudad de México para conseguir el apoyo de algunos contactos comerciales que requería su marido. Tras su paso por diversas islas de Oceanía, el puerto californiano de San Francisco y la República mexicana, entrando por Acapulco, zarparía de regreso a Europa por este mismo puerto en 1854; que es el extracto que elegí.
Su diario de viajes fue publicado por entregas y se dice que Alejandro Dumas padre, corrigió y agregó algo a sus Diarios (existen 4 volúmenes), sin embargo, él nunca estuvo en México ni en América, y el dato no puede ser corroborado a ciencia cierta, aunque se sabe según fuentes que corregía trabajos ajenos.
Esta traducción conserva deliberadamente ciertas erratas y peculiaridades ortográficas presentes en la edición original del siglo XIX, con el fin de respetar el carácter histórico del texto. Tales elementos no son errores de esta versión, sino una reproducción fiel de la fuente primaria.
Esmeralda es Licenciada en Lenguas Modernas por la Universidad De La Salle Bajío y Máster en Estudios Hispanoamericanos por la Universidad Bordeaux 3, con formación en traducción literaria por la AMETLI. Su trayectoria combina la enseñanza y la labor traductológica, habiendo impartido clases de inglés, francés, español para extranjeros y literatura francófona. Ha colaborado con traducciones de poemas y artículos en revistas como La Otra Margen o Pirocromo (Universidad Autónoma de Aguascalientes). Actualmente está en proceso la publicación de un libro trabajado en conjunto con exalumnos de la Ametli. Más allá de las letras, su búsqueda se ha expandido hacia la creación artística. Ha escrito cuentos por encargo, publicado poemas en antologías como Tierra 25 y explorado la ilustración y el arte objeto, exponiendo su obra en Burdeos, Francia. Actualmente trabaja en la recuperación de escritoras decimonónicas como una apuesta por devolverles un lugar en la historia, con voces que aún tienen algo que contar al igual que esos objetos y relatos que el tiempo quiso dejar atrás.