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Creaturas

por Delia Benco, traducción de Pilar Carrillo Farga

Traducción del italiano por Pilar Carrillo Farga
Texto original de Delia Benco
Edición por Daniela Arias
Imagen: «La madre che cuce» de Mario Sironi

Después de la bendición, cada domingo, la vieja Bárbara calienta sobre las cenizas una ollita de café, que sorbe de pie en la cocina, que no es suya, donde gimotean y alborotan una media docena de niños; y en lugar de subir la escalera para llegar a su habitación, adyacente al granero, se escabulle por la puerta como una sombra, tan pequeña y delgada es, y va a buscar a mamá Rigoc: media hora de pendiente entre los campos de papas y de centeno. 

Habitualmente, las dos viejas se sientan en la banca al abrigo de la casa plantada sólidamente en el corazón del huerto, con dos pisos coronados por un mirador y un portal que hace un gran agujero en la fachada.

Es preciso que el frío se cuele dentro de las pañoletas anudadas sobre las cabezas y que derrote a la gruesa pana de las chaquetas y el espesor de tantas faldas sobrepuestas, para que se decidan a refugiarse cerca del hogar sobre el que ramas húmedas farfullan y crujen hasta donde pueden curiosear, estirando lenguas de fuego, en el misterio del tiro de la chimenea lleno de hollín.

Mamá Rigoc es parca de palabras, pues sacar todo el veneno que acumula durante la semana significaría arruinarse también el domingo cuando puede estarse de brazos cruzados. Por lo demás, tiene la costumbre de vaciarse el alma en el momento oportuno, donde esté, y en la cara de quien sea; que para contar las cosas de uno no se debe sentir embarazo.

¡Gran novedad sería contar que la nuera holgazanea haciendo encajes, arreglando listones y gorritos y lustrándose las uñas como si fueran manijas, ya que son cosas que todos saben!

Hay polenta a saciedad y pan para el que quiera en casa, pero se necesitan brazos, y también buena voluntad, para que la gracia de Dios no fustigue peor que la tempestad.

Y sí que su hombre ha dado buen ejemplo hasta la última hora de su vida: ¡muerto con la azada en la mano, que parecía fulminado!

¿Pero qué podía esperarse de sus cuatro mocosos, no paridos, sin duda, sobre algodón, los cuatro señores, que se perfuman en la noche para quitarse el hedor de la tierra? ¿Y esto también, si lo contara, qué gusto tendría?

Al mayor lo asesinó la guerra. No tanto por la herida que le provocó la rigidez del brazo, sino por la extranjera que trajo a casa, buena para nada, que le musita al oído montañas de tonterías, como si cuidar lo propio fuese una vergüenza, e ir a la ciudad bajo un amo, ganar la lotería.

El otro, el otro siempre iba derechito hasta que lo llamaron al servicio militar. Pero ahora ya está con un pie fuera; no se necesita mucho para leerle el pensamiento. Y, Dios no lo quiera, regresará desorientado.

De las dos hembras la menor, la casada, está, por así decirlo, perdida: piensa en hacer hijos, y recuerda su casa cuando las cosas le salen chuecas, para venir a vaciar un saco de desgracias, y llevarse otro, cargado sobre los hombros, que le haga recobrar la alegría. Jorka, que tiene sus buenos veintisiete años, aunque sea apática y lenta como si tuviera enredadas las articulaciones, lo que es trabajar, trabaja; pero el tiempo que pierde le roba la mitad de la ganancia. 

¿Y luego quién la entiende? Suspira como una viuda y rechaza a los maridos. Justo en el último festival, uno de los jóvenes Vidich, gente con un tanto bajo el sol como para acogerla como reina, así como está, le dio a entender sus intenciones. ¡Ni que la hubiesen azotado! Y no hubo modo de arrancarle de la boca las razones del rechazo. Es capaz, ella, de pasarse el domingo entero revolviendo las cenizas, escuchando embobada el parloteo de la Bárbara como si escuchara una armónica.

Mamá Rigoc, cuando está con los brazos cruzados, más que formar palabras, carraspea continuamente para expulsar las tribulaciones que le suben del corazón hasta el gañote. Pero peores son a veces sus noches, cuando extendida sobre el jergón, puesto en una esquina de la habitación, para dejarle un lugar a las manzanas, a las peras, y a los racimos de serbas que maduran en la oscuridad, ella se siente ya endurecida por la muerte, impotente para luchar contra las infamias que ve. Sus bosques reducidos a malditos claros calvos, sus campos invadidos por los matorrales, los cardos o cualquier otra mala yerba. Los establos sordos de voces como tumbas, la casa medio abandonada o cedida a otros.

Y hacia el amanecer, si bien reconfortada por saberse aún viva, cuando mamá Rigoc baja la escalera, siempre antes que todos los demás, tiene el paso pesado de un viejo general que inicia la batalla cotidiana.

***

La vieja Bárbara, en cambio, de tanto que calla durante la semana agachada sobre la máquina confeccionando hábilmente camisas de hombre, de manera especial en vísperas de los festivales, o de rodillas, llenando con recortes de tela las lonas para los edredones, el domingo es locuaz.

Vive sola en la habitación contigua al granero de la casa que antes era suya y que ahora el nuevo dueño les alquila, se podría decir cada tres años, a mujeres rodeadas de niños que se nutren de polenta y leche agria, para gastar lo menos posible del dinero que sus hombres les envían desde el extranjero, destinado para fabricar la casucha. Se cuentan con los dedos de la mano aquellos que no poseen una casa propia, por pequeña que sea, quizá sin terminar, con materiales de construcción amontonados frente a la puerta, vigilada por un perro.

Y no es que sea arrogante o tenga mal ánimo hacia aquellas mujeres apesadumbradas y hacia aquellos niños que lloran también por hambre cuanto más se aguzan sus dientes; pero ayuda no la puede dar, la vieja Bárbara, y se las ingenia al menos para no quitar el aire. Su ollita de café ocupa poco espacio entre las cenizas, y a las ramitas, que usa para cocinar el caldero de polenta y derretir la manteca, siempre tiene cuidado de agregar algunas otras para contribuir al consumo del fuego.

Si no se supiera que ella rellena cobijas para la gente pobre, a uno le daría un vuelco el corazón al penetrar, por la escalera de caracol, a su habitación, que parece el refugio de una maniaca o de una loca. Retazos de todas las dimensiones y colores estorban en el piso, se asoman de entre la lona que va rellenando, revolotean sobre la cama, cuelgan de las sillas cojas, y se amontonan con los recortes nuevos de tela diseminados alrededor de la máquina.

Un olor de encerrado, de cosas viejas, de engrudo, de petróleo o de manteca, ronda en el aire junto con el hedor del polvo; y no se entiende cómo es que la vieja Bárbara puede vivir ahí adentro todo el día, y sorprende verle siempre puesto el mismo vestido negro, bien ajustado e impecable.

Precisamente por el desorden, que atribuye a su oficio, a ella no le gusta que se le vaya a buscar hasta su habitación, arriba. Despacha sus asuntos fuera de la cocina, en aquella especie de huerto, cercado por una empalizada, y que tiene un pozo, un arriate de lechugas y una guirnalda de chícharos tardíos.

Pero las pocas veces que aun así alguien entra por su puerta, después de las primeras palabras, ella descuelga de la pared, levantándose de puntillas, una oleografía enmarcada sobre la que cuelga un rosario, y le pasa un borde de su delantal para quitarle el polvo.

En el cuadro está representado un austero grupo de soldados que respaldan a un personaje solemne con uniforme azul, envuelto entre el drapeado de una capa, con una banda atravesada sobre el pecho, una mano puesta sobre la empuñadura de una espada, la otra apoyada severa sobre una mesa; y sobre el que está pegada la fotografía de la cara desconcertada de un campesino eslavo, muy parecida a la de Bárbara, y que no tiene nada que ver con la magnificencia de lo demás,  colocada dentro del orificio recortado a tal fin a nivel del cuello.

Y dice: “mi hijo, que murió en la guerra”, como diría: Jesucristo, nuestro Señor. Y le tiembla el mentón afilado. Por aquel dolor que sigue tan vivo después de diez años, y también por tener siempre a la vista a ese hijo suyo ensalzado de tal manera, la vieja Bárbara, confeccionando camisas y rellenando colchones, encerrada en aquella habitación, ha comenzado incluso a tejer alrededor de él un halo de bondades celestiales, de acciones heroicas, de sacrificios nunca realizados que, creciendo día a día, ha terminado por ocupar todo el espacio de aquellas cuatro paredes y, así, por tener la necesidad de expandirse.

Pero siempre le había parecido un verdadero sacrilegio hablar del hecho con quienes tuviesen poco tiempo para escucharla; a gente capaz de cortarle las palabras en la boca con preguntas fuera de lugar, que la dejaban un instante confundida, buscando una respuesta.

Necesitaba el silencio adusto y absorto de mamá Rigoc quien, a lo sumo, se aclaraba la garganta, dejándola hablar incluso hasta el día siguiente. Pero si luego aferraba el sentido de alguna palabra, asentía inmediatamente, enérgica, alabando a aquel hijo bendito, tan diferente de sus cuatro vampiros, que incluso muerto contribuía trayendo dinero a la casa mediante los subsidios.

Pero en aquellas largas charlas en la cocina de los Rigoc, la vieja Bárbara se complacía sobre todo de la presencia de Jorka, aunque no lo pareciera; aunque nunca se volviera hacia ella. Sin embargo, a momentos, atrapados del todo por el resplandor de la llama, los ojos azules y los cabellos color amarillo paja de Jorka se iluminaban, para recaer de nuevo en la sombra con el resto del rostro –pómulos amplios y boca ligeramente saliente– cada vez que, con un gesto lento y desganado, avivaba las brasas.

Pero en su interior, como encerrado en una caja, su corazón sediento estaba alerta para captar de la boca de Bárbara alguna nueva confidencia, o al menos contada de manera distinta. Porque suyo, verdaderamente suyo, ella no poseía más que tres únicos recuerdos que se habían vuelto memorables y preciosos con el tiempo; como un vinillo de poca importancia olvidado en la botella que ha tomado cuerpo.

El recuerdo de una tarde a principios de septiembre; no había manera de equivocarse: iniciaba la cosecha de la frambuesa. Era niña todavía, después de un día en el bosque, estaba al final de la larga procesión de mujeres y de otros niños, con las cestas sobre la cabeza, que se dirigían a la oficina del empresario genovés. Que había hecho una escasa cosecha lo sabía por el poco peso que llevaba sobre la cabeza, y también por la ligereza que sentía en su espalda y en las piernas.

Y él, precisamente él, el hijo de Bárbara, a quien ella creía, Dios la perdone, un mocoso aún más golfo e ignorante que los demás, dándole codazos en los costados, había puesto sobre la balanza en la que estaban pesando sus frambuesas, su propio cesto lleno diciéndole: “De cualquier manera en casa no saben que fui a la cosecha”.

Y luego durante dos, incluso tres años, ya nada: como si el hecho no hubiese sucedido; a pesar de que se veían todos los días, o casi.

Pero una mañana, mientras ella segaba la avena, y la armónica ponía alegría en los campos, él, precisamente él, el hijo de Barbara se le había plantado enfrente diciéndole que sus cabellos estaban más maduros y eran más rubios que todo aquello.

Que se sonrieran luego, sí, siempre, pero nada más; y ella ya no era una niña.

Y he aquí el último recuerdo. Aquel día que parecía un día de fiesta a causa de las campanas y de los hombres borrachos desde la mañana porque iban a la guerra; y también día de funeral por el llanto de las mujeres.

También él se marchaba, el hijo de Bárbara, que iba tras de él como si también ella estuviese borracha. Y justo cerca de la casa forestal, la última del pueblo –pues luego inicia el descenso– cuando la vio, le pidió la flor que llevaba en la mano para ponérsela en su sombrero. Pero aquí comienza esa pequeña confusión en el recuerdo: ya no sabe si se tomaron de la mano solo un momento o por un buen tramo del camino, cuando él le dijo que le mandaría alguna postal desde los países lejanos a los que iba.

Pero el hecho enorme, casi increíble, es que ella no había esperado nada; que ya había olvidado la promesa cuando llegó la primera postal, que también fue la última. Llevaba un hermoso saludo impreso sobre una tarjetita puesta en el pico de una paloma; y abajo, toda su firma, en tinta roja.

Entonces, casi de inmediato, Bárbara había recibido una hoja con el sello del regimiento, que la había casi fulminado, y luego otros escribieron también al pueblo dando la noticia que él, precisamente él, había muerto.

¿Y quién tenía entonces tiempo de llorar? Era ya mucho poder respirar. Mal nutridos, con la casa encima y el trabajo penoso de los campos y buscar leña en el bosque sin la ayuda de un hombre. El dolor empezó después, cuando encontró un espacio libre. Para empezar a roer sin tregua la carne y la paz. Y ella, apenas trata de olvidarlo, con el deseo de comenzar a vivir, siente como una mano que la jala hacia atrás.

***

Por la puerta de la cocina abierta a la huerta que duerme, entra la nuera, la extranjera, con un niño en brazo y con otro pegado a las faldas. Y dentro de poco, si no están ya sentados afuera, en la banca, los dos hombres vendrán a reclamar la cena.

La pequeña lámpara de aceite que se enciende, colgada sobre la artesa, hace que empalidezcan los tizones. Y mientras Bárbara se aleja como una sombra, los fantasmas corren a refugiarse bajo la campana de la chimenea.

Dopo la benedizione, ogni domenica, la vecchia Barbara riscalda sulle ceneri una pignattella di caffè, che sorbe in piedi nella cucina non sua, dove frignano e chiassano una mezza dozzina di bimbi; e anzichè salire la scala per raggiungere la sua stanza attigua al fienile, sguscia dalla porta come un’ombra, tanto è piccola e magra, e va a trovare mamma Rigoc: mezz’ora di salita tra campi di patate e di segala. 

Di solito, le due vecchie siedono sulla panchina a ridosso della casa piantata solidamente nel cuore dell’orto, a due piani sormontati da un’altana, con un portale che fa un gran buco nella facciata. 

Ci vuole proprio che il freddo scivoli dentro i fazzoletti annodati sulle due teste e vinca il grosso frustagno delle giacche e lo spessore delle tante gonne sovrapposte, per deciderle a rifugiarsi vicino al focolaio su cui i fascetti umidi borbottano e scoppiettano finchè riescono a curiosare, allungando lingue di fuoco, nel mistero fuligginoso della cappa. 

Mamma Rigoc è parca di parole; poichè a voler gettare fuori tutto il veleno che accumula in settimana, sarebbe un guastarsi anche la domenica in cui può tenere le mani in croce. Del resto, usa vuotarsi l’anima nel momento buono, dove capita, e sul muso di chiunque: che per dire il fatto proprio non si ha da avere soggezione. 

Bella novità raccontare che la nuora poltrisce nel far merletti, nell’aggiustare nastri sulle cuffie e nel lucidarsi le unghie come le maniglie, quando son cose che le sanno tutti. 

Polenta a sazietà e pane a chi ne vuole in casa non manca, ma braccia ci vogliono, e buona volontà, per non lasciar frustare la grazia di Dio peggio che dalla tempesta. 

Eh sì, che il suo uomo ha dato il buon esempio fino all’ultima ora di vita: morto con la zappa in mano, che pareva fulminato. 

Ma chi poteva aspettarsi da quei suoi quattro mocciosi, partoriti non certo sulla bambagia, i quattro signori, che si profumano la sera per levarsi via la puzza della terra? E anche questo, a dirlo, che sugo ci sarebbe? 

Il maggiore lo ha assassinato la guerra. Non tanto per via della ferita che gli tiene duro il braccio, quanto per quella straniera che si è portato in casa, buona a nulla, che gli zufola nelle orecchie monti di spropositi, come se badare al proprio fosse una vergogna, e una vincita al lotto andare in città sotto padrone. 

L’altro, l’altro ha tirato sempre diritto fino alla chiamata sotto leva. Ma ora sta già con una gamba sospesa fuori; ci vuol poco a leggergli i pensieri. E, Dio non voglia, tornerà sbandato.

Delle due femmine la minore, quella maritata, è come dire persa: pensa a metter su figlioli, e si ricorda di casa nelle giornate che le vanno storte, per venire a vuotare un sacco di malanni, e portarsene via un altro, caricato sulle spalle, che le faccia riacquistare l’allegria.
Jorka, che ha ventisette anni suonati, se pure svogliata e lenta come avesse imbrogliate le congiunture, per lavorare lavora; ma il tempo che perde ruba metà del profitto.
E poi chi la capisce? Sospira come una vedova e rifiuta i mariti. Non più tardi dell’ultima sagra, uno dei giovani Vidich, gente con tanto di suo sotto il sole da poterla accogliere da regina anche se nuda e cruda, fece capire le sue intenzioni. Neanche l’avessero frustata! E non c’è stato verso di strapparle di bocca le ragioni del rifiuto. Capace, quella, di starsene a rimestare le ceneri quanto è lunga la domenica, ascoltando imbambolata le chiacchiere della Barbara come se ascoltasse l’armonica. 

Mamma Rigoc, quando sta con le mani in croce, più che far parole, si raschia di continuo la gola per ricacciare i triboli che dal cuore le salgono alla strozza. Ma ancor peggiori sono talvolta le sue notti, quando stesa sul pagliericcio, messo in un angolo della stanza, per lasciar posto alle mele, alle pere, ai grappoli di sorbe che maturano allo scuro, ella si sente già indurita dalla morte, impotente a lottare contro le infamie che vede. I suoi boschi ridotti a maledette radure, a spiazzi calvi; i suoi campi invasi dalla sterpaglia, dai cardi e dall’erba matta. Le stalle sorde di voci come tombe; la casa lasciata in abbandono o ceduta ad altri. 

E verso l’alba, se pur riconfortata nel sentirsi ancora viva, quando mamma Rigoc scende la scala, sempre prima di tutti, ha il passo pesante di un vecchio generale che inizia il combattimento quotidiano. 

*** 

La vecchia Barbara invece, da tanto che tace in settimana china sulla macchina a confezionare alla svelta camicie da uomo, specie la vigilia delle sagre, o a riempire genuflessa con ritagli di roba i tralicci per le imbottite, di domenica è loquace. 

Vive sola nella stanza, attigua al fienile della casa ch’era sua una volta e che ora, dal nuovo padrone, è ceduta in affitto, si può dire ogni tre anni, a donne contornate di bambini che si nutrono di polenta e latte acido, per spendere il meno possibile del denaro che il loro uomo spedisce dall’estero destinato a fabbricare la casipola. Sono da contarsi sulle dita, quelli che non possiedono una casa propria, se pur piccola, o magari non ancora ben finita, col materiale ammucchiato fuori della porta, vigilato dal cane. 

E non che abbia superbia o malanimo verso quelle tribolate e quei bimbi che piangono anche per fame quanto più si aguzzano i loro denti; ma aiuti non può darli la vecchia Barbara, e si ingegna almeno a non togliere l’aria. Il suo pentolino di caffè occupa poco spazio tra le ceneri e agli stecchetti che adopera per cuocere il calderotto di polenta e sciogliere il lardo, bada sempre aggiungerne qualcuno per contribuire al consumo del fuoco. 

A non sapere ch’ella imbottisce coperte per la povera gente, si proverebbe una stretta al cuore penetrando dalla scaletta a chiocciola nella sua stanza, che pare il rifugio di una maniaca o di una pazza. Scampoli di tutte le dimensioni e colori ingombrano l’impiantito, sbucano dal traliccio che sta gonfiandosi, sfarfallano sul letto, penzolano dalle sedie zoppe, e fan mucchio con i ritagli delle cotonine nuove sparpagliati intorno alla macchina. 

Un odore di chiuso, di roba vecchia, di colla d’amido, di petrolio e di lardo, vagola nell’aria insieme al tanfo della polvere; e non si capisce proprio come la vecchia Barbara possa viverci dentro tutto il giorno, e si stupisce anche nel vederle in dosso sempre lo stesso vestito nero, attillato e senza una macchia. 

Appunto per il disordine, che attribuisce tutto al suo mestiere, ella non ama la si venga a cercare fino su, nella sua stanza. Sbriga gli affari fuori della cucina, in quella specie di orto, cinto da uno steccato, che dentro ha il pozzo, un’aiuola d’insalata e una ghirlanda di piselli tardivi. 

Ma le rade volte che pur qualcuno varca la sua porta, dopo le prime parole, ella stacca dal muro, sollevandosi in punta di piedi, un’oleografia messa in cornice su cui ciondola un rosario, passandovi sopra la falda del grembiale per toglierne la polvere. 

Rappresenta quel quadro, un’austera raccolta di soldati che fanno spalliera a un personaggio solenne in divisa azzurra, tra i drappeggi di un manto, con fascia a tracolla tutta costellata, una mano che impugna l’elsa della spada, l’altra che poggia grave sopra un tavolo; e con su appiccicata la fotografia d’un viso spaurito di contadino slavo, che somiglia a quello della Barbara, che non ha niente a che fare con la magnificenza del resto, fissata dentro al foro ritagliato appositamente al livello del collo. 

E dice: «mio figlio, morto in guerra», come direbbe: Gesù Cristo, nostro Signore. E le trema il mento aguzzo. Da quel dolore rimasto così vivo dopo dieci anni, e anche dall’aver sempre dinanzi agli occhi quel suo figliolo così magnificato, la vecchia Barbara, macchinando camicie e imbottendo tralicci, chiusa in quella stanza, ha cominciato a tesservi intorno addirittura un alone di bontà celestiali, di azioni eroiche, di sacrifici mai compiuti, che allargandosi giorno per giorno, ha finito con l’occupare tutto lo spazio di quelle quattro pareti e quindi, coll’aver bisogno di espandersi. 

Ma le era apparso sempre un vero sacrilegio il parlarne a chi aveva poco tempo di ascoltarla; a gente capace di tagliarle le parole in bocca con domande fuori proposito, che la lasciavano lì per lì, imbrogliata a trovare la risposta. 

Le occorreva il silenzio cupo e assorto di mamma Rigoc che, tutt’al più, si raschiava la gola, lasciandola parlare magari fino al domani. Ma se poi, afferrava il senso di qualche parola, acconsentiva subito, energica, nel lodare quel figliolo benedetto, così diverso dai suoi quattro vampiri, che anche morto concorreva a portare soldi in casa con il tramite dei sussidi. 

Ma in quelle lunghe chiacchierate in cucina dai Rigoc, la vecchia Barbara si compiaceva sopra tutto della presenza di Jorka, anche se così non pareva, malgrado non si volgesse mai dalla sua parte. Pure, a tratti, colti in pieno dal riverbero della fiamma, gli occhi azzurri e i capelli biondo stoppia di Jorka s’illuminavano, per cadere nuovamente nell’ombra con il resto del viso – zigomi larghi e bocca un po’ sporgente – ogni qual volta, con gesto lento e svogliato, ella ravvivava i tizzoni. 

Ma dentro, come chiuso in una cassa, il suo cuore assetato stava all’erta per cogliere dalla bocca della Barbara qualche confidenza nuova, o almeno raccontata diversamente. Perchè di suo, di veramente suo, ella non possedeva che tre unici ricordi divenuti memorandi e preziosi col tempo; come un vinello di poco conto che ha preso corpo lasciato in bottiglia. 

Il ricordo di una sera al principio di settembre; non c’era da sbagliarsi: cominciava la raccolta del lampone. Bambina ancora, dopo una giornata nei boschi, stava in coda alla lunga processione di donne e d’altri bambini, con i mastelli sulle teste, diretta all’ufficio dell’imprenditore genovese. Che avesse fatto una magra raccolta lo sentiva dal poco peso sulla testa, ma anche dalla scioltezza che aveva nella schiena e nelle gambe. 

E lui, proprio lui, il figlio della Barbara, ch’ella credeva, Dio le perdoni, un monello ancor più zotico e ignorante degli altri, dandole una gomitata nel fianco aveva messo sulla bilancia, che stava pesando i suoi lamponi, anche il proprio mastello colmo dicendole: «Tanto, a casa, non sanno che sono andato alla raccolta». 

E poi per due, anche tre anni, più niente: come se quel fatto non fosse successo; e si vedevano ogni giorno o quasi. 

Ma una mattina ch’ella falciava l’avena, e c’era allegria pei campi con l’armonica, lui, proprio lui, il figlio della Barbara, le si era piantato davanti dicendole che erano più maturi i suoi capelli e più biondi di tutta quella roba. 

Che si sorridessero poi, sì, sempre, ma niente altro; e lei non era più una bambina. 

Ed ecco l’ultimo ricordo. Quel giorno che pareva giorno di festa per via delle campane e degli uomini ubriachi fin dalla mattina che andavano alla guerra; e anche giorno di mortorio per il pianto delle donne. 

Partiva anche lui, il figlio della Barbara, che gli andava dietro barcollante come se pur lei fosse ubriaca. E proprio vicino alla casa forestale, l’ultima del paese – chè dopo comincia la discesa – come egli la vide, le chiese il fiore che aveva in mano per puntarselo sul cappello. Ma qui comincia quella tremenda confusione nel ricordo: non sa più se si tenevano per mano da un momento solo o da un bel tratto di strada quando egli le disse che le avrebbe mandato qualche cartolina dai paesi lontani dove andava. 

Ma il fatto enorme, quasi incredibile, è ch’ella non aveva aspettato niente; che aveva dimenticato la promessa quando capitò la prima cartolina, che fu anche l’ultima. Portava un bel saluto scritto a stampa sul bigliettino posto nel becco d’una colomba; e sotto, tutta la sua firma, in inchiostro rosso. 

Poi, quasi subito, la Barbara aveva ricevuto un foglio col timbro del reggimento, che l’aveva quasi fulminata; e poi anche altri scrissero in paese dando la notizia che lui, proprio lui, era morto. 

Ma chi aveva tempo allora da piangere? Di grazia poter respirare. Mal nutriti, con la casa addosso e i lavori grevi dei campi e far legna nei boschi senza l’aiuto d’un uomo. Il dolore è cominciato dopo, appena ha trovato un po’ di spazio libero. Per mettersi a rodere senza tregua la carne e la pace. Chè ella, appena tenta di dimenticarlo, con il desiderio di cominciare a vivere, sente dentro come una mano che la riporta in dietro. 

*** 

Dalla porta della cucina aperta sull’orto che dorme, entra la nuora, la straniera, con un bimbo in braccio e un altro appiccicato alla gonnella. E tra poco, se già non sono seduti fuori, sulla panchina, i due uomini verranno a reclamare la cena. 

Il piccolo lume a petrolio che si accende, appeso sulla madia, fa tosto impallidire i tizzoni. E mentre Barbara s’allontana come un’ombra, i fantasmi si affrettano a rifugiarsi sotto la cappa del camino.

Dopo la benedizione, ogni domenica, la vecchia Barbara riscalda sulle ceneri una pignattella di caffè, che sorbe in piedi nella cucina non sua, dove frignano e chiassano una mezza dozzina di bimbi; e anzichè salire la scala per raggiungere la sua stanza attigua al fienile, sguscia dalla porta come un’ombra, tanto è piccola e magra, e va a trovare mamma Rigoc: mezz’ora di salita tra campi di patate e di segala. 

Di solito, le due vecchie siedono sulla panchina a ridosso della casa piantata solidamente nel cuore dell’orto, a due piani sormontati da un’altana, con un portale che fa un gran buco nella facciata. 

Ci vuole proprio che il freddo scivoli dentro i fazzoletti annodati sulle due teste e vinca il grosso frustagno delle giacche e lo spessore delle tante gonne sovrapposte, per deciderle a rifugiarsi vicino al focolaio su cui i fascetti umidi borbottano e scoppiettano finchè riescono a curiosare, allungando lingue di fuoco, nel mistero fuligginoso della cappa. 

Mamma Rigoc è parca di parole; poichè a voler gettare fuori tutto il veleno che accumula in settimana, sarebbe un guastarsi anche la domenica in cui può tenere le mani in croce. Del resto, usa vuotarsi l’anima nel momento buono, dove capita, e sul muso di chiunque: che per dire il fatto proprio non si ha da avere soggezione. 

Bella novità raccontare che la nuora poltrisce nel far merletti, nell’aggiustare nastri sulle cuffie e nel lucidarsi le unghie come le maniglie, quando son cose che le sanno tutti. 

Polenta a sazietà e pane a chi ne vuole in casa non manca, ma braccia ci vogliono, e buona volontà, per non lasciar frustare la grazia di Dio peggio che dalla tempesta. 

Eh sì, che il suo uomo ha dato il buon esempio fino all’ultima ora di vita: morto con la zappa in mano, che pareva fulminato. 

Ma chi poteva aspettarsi da quei suoi quattro mocciosi, partoriti non certo sulla bambagia, i quattro signori, che si profumano la sera per levarsi via la puzza della terra? E anche questo, a dirlo, che sugo ci sarebbe? 

Il maggiore lo ha assassinato la guerra. Non tanto per via della ferita che gli tiene duro il braccio, quanto per quella straniera che si è portato in casa, buona a nulla, che gli zufola nelle orecchie monti di spropositi, come se badare al proprio fosse una vergogna, e una vincita al lotto andare in città sotto padrone. 

L’altro, l’altro ha tirato sempre diritto fino alla chiamata sotto leva. Ma ora sta già con una gamba sospesa fuori; ci vuol poco a leggergli i pensieri. E, Dio non voglia, tornerà sbandato.

Delle due femmine la minore, quella maritata, è come dire persa: pensa a metter su figlioli, e si ricorda di casa nelle giornate che le vanno storte, per venire a vuotare un sacco di malanni, e portarsene via un altro, caricato sulle spalle, che le faccia riacquistare l’allegria.
Jorka, che ha ventisette anni suonati, se pure svogliata e lenta come avesse imbrogliate le congiunture, per lavorare lavora; ma il tempo che perde ruba metà del profitto.
E poi chi la capisce? Sospira come una vedova e rifiuta i mariti. Non più tardi dell’ultima sagra, uno dei giovani Vidich, gente con tanto di suo sotto il sole da poterla accogliere da regina anche se nuda e cruda, fece capire le sue intenzioni. Neanche l’avessero frustata! E non c’è stato verso di strapparle di bocca le ragioni del rifiuto. Capace, quella, di starsene a rimestare le ceneri quanto è lunga la domenica, ascoltando imbambolata le chiacchiere della Barbara come se ascoltasse l’armonica. 

Mamma Rigoc, quando sta con le mani in croce, più che far parole, si raschia di continuo la gola per ricacciare i triboli che dal cuore le salgono alla strozza. Ma ancor peggiori sono talvolta le sue notti, quando stesa sul pagliericcio, messo in un angolo della stanza, per lasciar posto alle mele, alle pere, ai grappoli di sorbe che maturano allo scuro, ella si sente già indurita dalla morte, impotente a lottare contro le infamie che vede. I suoi boschi ridotti a maledette radure, a spiazzi calvi; i suoi campi invasi dalla sterpaglia, dai cardi e dall’erba matta. Le stalle sorde di voci come tombe; la casa lasciata in abbandono o ceduta ad altri. 

E verso l’alba, se pur riconfortata nel sentirsi ancora viva, quando mamma Rigoc scende la scala, sempre prima di tutti, ha il passo pesante di un vecchio generale che inizia il combattimento quotidiano. 

*** 

La vecchia Barbara invece, da tanto che tace in settimana china sulla macchina a confezionare alla svelta camicie da uomo, specie la vigilia delle sagre, o a riempire genuflessa con ritagli di roba i tralicci per le imbottite, di domenica è loquace. 

Vive sola nella stanza, attigua al fienile della casa ch’era sua una volta e che ora, dal nuovo padrone, è ceduta in affitto, si può dire ogni tre anni, a donne contornate di bambini che si nutrono di polenta e latte acido, per spendere il meno possibile del denaro che il loro uomo spedisce dall’estero destinato a fabbricare la casipola. Sono da contarsi sulle dita, quelli che non possiedono una casa propria, se pur piccola, o magari non ancora ben finita, col materiale ammucchiato fuori della porta, vigilato dal cane. 

E non che abbia superbia o malanimo verso quelle tribolate e quei bimbi che piangono anche per fame quanto più si aguzzano i loro denti; ma aiuti non può darli la vecchia Barbara, e si ingegna almeno a non togliere l’aria. Il suo pentolino di caffè occupa poco spazio tra le ceneri e agli stecchetti che adopera per cuocere il calderotto di polenta e sciogliere il lardo, bada sempre aggiungerne qualcuno per contribuire al consumo del fuoco. 

A non sapere ch’ella imbottisce coperte per la povera gente, si proverebbe una stretta al cuore penetrando dalla scaletta a chiocciola nella sua stanza, che pare il rifugio di una maniaca o di una pazza. Scampoli di tutte le dimensioni e colori ingombrano l’impiantito, sbucano dal traliccio che sta gonfiandosi, sfarfallano sul letto, penzolano dalle sedie zoppe, e fan mucchio con i ritagli delle cotonine nuove sparpagliati intorno alla macchina. 

Un odore di chiuso, di roba vecchia, di colla d’amido, di petrolio e di lardo, vagola nell’aria insieme al tanfo della polvere; e non si capisce proprio come la vecchia Barbara possa viverci dentro tutto il giorno, e si stupisce anche nel vederle in dosso sempre lo stesso vestito nero, attillato e senza una macchia. 

Appunto per il disordine, che attribuisce tutto al suo mestiere, ella non ama la si venga a cercare fino su, nella sua stanza. Sbriga gli affari fuori della cucina, in quella specie di orto, cinto da uno steccato, che dentro ha il pozzo, un’aiuola d’insalata e una ghirlanda di piselli tardivi. 

Ma le rade volte che pur qualcuno varca la sua porta, dopo le prime parole, ella stacca dal muro, sollevandosi in punta di piedi, un’oleografia messa in cornice su cui ciondola un rosario, passandovi sopra la falda del grembiale per toglierne la polvere. 

Rappresenta quel quadro, un’austera raccolta di soldati che fanno spalliera a un personaggio solenne in divisa azzurra, tra i drappeggi di un manto, con fascia a tracolla tutta costellata, una mano che impugna l’elsa della spada, l’altra che poggia grave sopra un tavolo; e con su appiccicata la fotografia d’un viso spaurito di contadino slavo, che somiglia a quello della Barbara, che non ha niente a che fare con la magnificenza del resto, fissata dentro al foro ritagliato appositamente al livello del collo. 

E dice: «mio figlio, morto in guerra», come direbbe: Gesù Cristo, nostro Signore. E le trema il mento aguzzo. Da quel dolore rimasto così vivo dopo dieci anni, e anche dall’aver sempre dinanzi agli occhi quel suo figliolo così magnificato, la vecchia Barbara, macchinando camicie e imbottendo tralicci, chiusa in quella stanza, ha cominciato a tesservi intorno addirittura un alone di bontà celestiali, di azioni eroiche, di sacrifici mai compiuti, che allargandosi giorno per giorno, ha finito con l’occupare tutto lo spazio di quelle quattro pareti e quindi, coll’aver bisogno di espandersi. 

Ma le era apparso sempre un vero sacrilegio il parlarne a chi aveva poco tempo di ascoltarla; a gente capace di tagliarle le parole in bocca con domande fuori proposito, che la lasciavano lì per lì, imbrogliata a trovare la risposta. 

Le occorreva il silenzio cupo e assorto di mamma Rigoc che, tutt’al più, si raschiava la gola, lasciandola parlare magari fino al domani. Ma se poi, afferrava il senso di qualche parola, acconsentiva subito, energica, nel lodare quel figliolo benedetto, così diverso dai suoi quattro vampiri, che anche morto concorreva a portare soldi in casa con il tramite dei sussidi. 

Ma in quelle lunghe chiacchierate in cucina dai Rigoc, la vecchia Barbara si compiaceva sopra tutto della presenza di Jorka, anche se così non pareva, malgrado non si volgesse mai dalla sua parte. Pure, a tratti, colti in pieno dal riverbero della fiamma, gli occhi azzurri e i capelli biondo stoppia di Jorka s’illuminavano, per cadere nuovamente nell’ombra con il resto del viso – zigomi larghi e bocca un po’ sporgente – ogni qual volta, con gesto lento e svogliato, ella ravvivava i tizzoni. 

Ma dentro, come chiuso in una cassa, il suo cuore assetato stava all’erta per cogliere dalla bocca della Barbara qualche confidenza nuova, o almeno raccontata diversamente. Perchè di suo, di veramente suo, ella non possedeva che tre unici ricordi divenuti memorandi e preziosi col tempo; come un vinello di poco conto che ha preso corpo lasciato in bottiglia. 

Il ricordo di una sera al principio di settembre; non c’era da sbagliarsi: cominciava la raccolta del lampone. Bambina ancora, dopo una giornata nei boschi, stava in coda alla lunga processione di donne e d’altri bambini, con i mastelli sulle teste, diretta all’ufficio dell’imprenditore genovese. Che avesse fatto una magra raccolta lo sentiva dal poco peso sulla testa, ma anche dalla scioltezza che aveva nella schiena e nelle gambe. 

E lui, proprio lui, il figlio della Barbara, ch’ella credeva, Dio le perdoni, un monello ancor più zotico e ignorante degli altri, dandole una gomitata nel fianco aveva messo sulla bilancia, che stava pesando i suoi lamponi, anche il proprio mastello colmo dicendole: «Tanto, a casa, non sanno che sono andato alla raccolta». 

E poi per due, anche tre anni, più niente: come se quel fatto non fosse successo; e si vedevano ogni giorno o quasi. 

Ma una mattina ch’ella falciava l’avena, e c’era allegria pei campi con l’armonica, lui, proprio lui, il figlio della Barbara, le si era piantato davanti dicendole che erano più maturi i suoi capelli e più biondi di tutta quella roba. 

Che si sorridessero poi, sì, sempre, ma niente altro; e lei non era più una bambina. 

Ed ecco l’ultimo ricordo. Quel giorno che pareva giorno di festa per via delle campane e degli uomini ubriachi fin dalla mattina che andavano alla guerra; e anche giorno di mortorio per il pianto delle donne. 

Partiva anche lui, il figlio della Barbara, che gli andava dietro barcollante come se pur lei fosse ubriaca. E proprio vicino alla casa forestale, l’ultima del paese – chè dopo comincia la discesa – come egli la vide, le chiese il fiore che aveva in mano per puntarselo sul cappello. Ma qui comincia quella tremenda confusione nel ricordo: non sa più se si tenevano per mano da un momento solo o da un bel tratto di strada quando egli le disse che le avrebbe mandato qualche cartolina dai paesi lontani dove andava. 

Ma il fatto enorme, quasi incredibile, è ch’ella non aveva aspettato niente; che aveva dimenticato la promessa quando capitò la prima cartolina, che fu anche l’ultima. Portava un bel saluto scritto a stampa sul bigliettino posto nel becco d’una colomba; e sotto, tutta la sua firma, in inchiostro rosso. 

Poi, quasi subito, la Barbara aveva ricevuto un foglio col timbro del reggimento, che l’aveva quasi fulminata; e poi anche altri scrissero in paese dando la notizia che lui, proprio lui, era morto. 

Ma chi aveva tempo allora da piangere? Di grazia poter respirare. Mal nutriti, con la casa addosso e i lavori grevi dei campi e far legna nei boschi senza l’aiuto d’un uomo. Il dolore è cominciato dopo, appena ha trovato un po’ di spazio libero. Per mettersi a rodere senza tregua la carne e la pace. Chè ella, appena tenta di dimenticarlo, con il desiderio di cominciare a vivere, sente dentro come una mano che la riporta in dietro. 

*** 

Dalla porta della cucina aperta sull’orto che dorme, entra la nuora, la straniera, con un bimbo in braccio e un altro appiccicato alla gonnella. E tra poco, se già non sono seduti fuori, sulla panchina, i due uomini verranno a reclamare la cena. 

Il piccolo lume a petrolio che si accende, appeso sulla madia, fa tosto impallidire i tizzoni. E mentre Barbara s’allontana come un’ombra, i fantasmi si affrettano a rifugiarsi sotto la cappa del camino.

Después de la bendición, cada domingo, la vieja Bárbara calienta sobre las cenizas una ollita de café, que sorbe de pie en la cocina, que no es suya, donde gimotean y alborotan una media docena de niños; y en lugar de subir la escalera para llegar a su habitación, adyacente al granero, se escabulle por la puerta como una sombra, tan pequeña y delgada es, y va a buscar a mamá Rigoc: media hora de pendiente entre los campos de papas y de centeno. 

Habitualmente, las dos viejas se sientan en la banca al abrigo de la casa plantada sólidamente en el corazón del huerto, con dos pisos coronados por un mirador y un portal que hace un gran agujero en la fachada.

Es preciso que el frío se cuele dentro de las pañoletas anudadas sobre las cabezas y que derrote a la gruesa pana de las chaquetas y el espesor de tantas faldas sobrepuestas, para que se decidan a refugiarse cerca del hogar sobre el que ramas húmedas farfullan y crujen hasta donde pueden curiosear, estirando lenguas de fuego, en el misterio del tiro de la chimenea lleno de hollín.

Mamá Rigoc es parca de palabras, pues sacar todo el veneno que acumula durante la semana significaría arruinarse también el domingo cuando puede estarse de brazos cruzados. Por lo demás, tiene la costumbre de vaciarse el alma en el momento oportuno, donde esté, y en la cara de quien sea; que para contar las cosas de uno no se debe sentir embarazo.

¡Gran novedad sería contar que la nuera holgazanea haciendo encajes, arreglando listones y gorritos y lustrándose las uñas como si fueran manijas, ya que son cosas que todos saben!

Hay polenta a saciedad y pan para el que quiera en casa, pero se necesitan brazos, y también buena voluntad, para que la gracia de Dios no fustigue peor que la tempestad.

Y sí que su hombre ha dado buen ejemplo hasta la última hora de su vida: ¡muerto con la azada en la mano, que parecía fulminado!

¿Pero qué podía esperarse de sus cuatro mocosos, no paridos, sin duda, sobre algodón, los cuatro señores, que se perfuman en la noche para quitarse el hedor de la tierra? ¿Y esto también, si lo contara, qué gusto tendría?

Al mayor lo asesinó la guerra. No tanto por la herida que le provocó la rigidez del brazo, sino por la extranjera que trajo a casa, buena para nada, que le musita al oído montañas de tonterías, como si cuidar lo propio fuese una vergüenza, e ir a la ciudad bajo un amo, ganar la lotería.

El otro, el otro siempre iba derechito hasta que lo llamaron al servicio militar. Pero ahora ya está con un pie fuera; no se necesita mucho para leerle el pensamiento. Y, Dios no lo quiera, regresará desorientado.

De las dos hembras la menor, la casada, está, por así decirlo, perdida: piensa en hacer hijos, y recuerda su casa cuando las cosas le salen chuecas, para venir a vaciar un saco de desgracias, y llevarse otro, cargado sobre los hombros, que le haga recobrar la alegría. Jorka, que tiene sus buenos veintisiete años, aunque sea apática y lenta como si tuviera enredadas las articulaciones, lo que es trabajar, trabaja; pero el tiempo que pierde le roba la mitad de la ganancia. 

¿Y luego quién la entiende? Suspira como una viuda y rechaza a los maridos. Justo en el último festival, uno de los jóvenes Vidich, gente con un tanto bajo el sol como para acogerla como reina, así como está, le dio a entender sus intenciones. ¡Ni que la hubiesen azotado! Y no hubo modo de arrancarle de la boca las razones del rechazo. Es capaz, ella, de pasarse el domingo entero revolviendo las cenizas, escuchando embobada el parloteo de la Bárbara como si escuchara una armónica.

Mamá Rigoc, cuando está con los brazos cruzados, más que formar palabras, carraspea continuamente para expulsar las tribulaciones que le suben del corazón hasta el gañote. Pero peores son a veces sus noches, cuando extendida sobre el jergón, puesto en una esquina de la habitación, para dejarle un lugar a las manzanas, a las peras, y a los racimos de serbas que maduran en la oscuridad, ella se siente ya endurecida por la muerte, impotente para luchar contra las infamias que ve. Sus bosques reducidos a malditos claros calvos, sus campos invadidos por los matorrales, los cardos o cualquier otra mala yerba. Los establos sordos de voces como tumbas, la casa medio abandonada o cedida a otros.

Y hacia el amanecer, si bien reconfortada por saberse aún viva, cuando mamá Rigoc baja la escalera, siempre antes que todos los demás, tiene el paso pesado de un viejo general que inicia la batalla cotidiana.

***

La vieja Bárbara, en cambio, de tanto que calla durante la semana agachada sobre la máquina confeccionando hábilmente camisas de hombre, de manera especial en vísperas de los festivales, o de rodillas, llenando con recortes de tela las lonas para los edredones, el domingo es locuaz.

Vive sola en la habitación contigua al granero de la casa que antes era suya y que ahora el nuevo dueño les alquila, se podría decir cada tres años, a mujeres rodeadas de niños que se nutren de polenta y leche agria, para gastar lo menos posible del dinero que sus hombres les envían desde el extranjero, destinado para fabricar la casucha. Se cuentan con los dedos de la mano aquellos que no poseen una casa propia, por pequeña que sea, quizá sin terminar, con materiales de construcción amontonados frente a la puerta, vigilada por un perro.

Y no es que sea arrogante o tenga mal ánimo hacia aquellas mujeres apesadumbradas y hacia aquellos niños que lloran también por hambre cuanto más se aguzan sus dientes; pero ayuda no la puede dar, la vieja Bárbara, y se las ingenia al menos para no quitar el aire. Su ollita de café ocupa poco espacio entre las cenizas, y a las ramitas, que usa para cocinar el caldero de polenta y derretir la manteca, siempre tiene cuidado de agregar algunas otras para contribuir al consumo del fuego.

Si no se supiera que ella rellena cobijas para la gente pobre, a uno le daría un vuelco el corazón al penetrar, por la escalera de caracol, a su habitación, que parece el refugio de una maniaca o de una loca. Retazos de todas las dimensiones y colores estorban en el piso, se asoman de entre la lona que va rellenando, revolotean sobre la cama, cuelgan de las sillas cojas, y se amontonan con los recortes nuevos de tela diseminados alrededor de la máquina.

Un olor de encerrado, de cosas viejas, de engrudo, de petróleo o de manteca, ronda en el aire junto con el hedor del polvo; y no se entiende cómo es que la vieja Bárbara puede vivir ahí adentro todo el día, y sorprende verle siempre puesto el mismo vestido negro, bien ajustado e impecable.

Precisamente por el desorden, que atribuye a su oficio, a ella no le gusta que se le vaya a buscar hasta su habitación, arriba. Despacha sus asuntos fuera de la cocina, en aquella especie de huerto, cercado por una empalizada, y que tiene un pozo, un arriate de lechugas y una guirnalda de chícharos tardíos.

Pero las pocas veces que aun así alguien entra por su puerta, después de las primeras palabras, ella descuelga de la pared, levantándose de puntillas, una oleografía enmarcada sobre la que cuelga un rosario, y le pasa un borde de su delantal para quitarle el polvo.

En el cuadro está representado un austero grupo de soldados que respaldan a un personaje solemne con uniforme azul, envuelto entre el drapeado de una capa, con una banda atravesada sobre el pecho, una mano puesta sobre la empuñadura de una espada, la otra apoyada severa sobre una mesa; y sobre el que está pegada la fotografía de la cara desconcertada de un campesino eslavo, muy parecida a la de Bárbara, y que no tiene nada que ver con la magnificencia de lo demás,  colocada dentro del orificio recortado a tal fin a nivel del cuello.

Y dice: “mi hijo, que murió en la guerra”, como diría: Jesucristo, nuestro Señor. Y le tiembla el mentón afilado. Por aquel dolor que sigue tan vivo después de diez años, y también por tener siempre a la vista a ese hijo suyo ensalzado de tal manera, la vieja Bárbara, confeccionando camisas y rellenando colchones, encerrada en aquella habitación, ha comenzado incluso a tejer alrededor de él un halo de bondades celestiales, de acciones heroicas, de sacrificios nunca realizados que, creciendo día a día, ha terminado por ocupar todo el espacio de aquellas cuatro paredes y, así, por tener la necesidad de expandirse.

Pero siempre le había parecido un verdadero sacrilegio hablar del hecho con quienes tuviesen poco tiempo para escucharla; a gente capaz de cortarle las palabras en la boca con preguntas fuera de lugar, que la dejaban un instante confundida, buscando una respuesta.

Necesitaba el silencio adusto y absorto de mamá Rigoc quien, a lo sumo, se aclaraba la garganta, dejándola hablar incluso hasta el día siguiente. Pero si luego aferraba el sentido de alguna palabra, asentía inmediatamente, enérgica, alabando a aquel hijo bendito, tan diferente de sus cuatro vampiros, que incluso muerto contribuía trayendo dinero a la casa mediante los subsidios.

Pero en aquellas largas charlas en la cocina de los Rigoc, la vieja Bárbara se complacía sobre todo de la presencia de Jorka, aunque no lo pareciera; aunque nunca se volviera hacia ella. Sin embargo, a momentos, atrapados del todo por el resplandor de la llama, los ojos azules y los cabellos color amarillo paja de Jorka se iluminaban, para recaer de nuevo en la sombra con el resto del rostro –pómulos amplios y boca ligeramente saliente– cada vez que, con un gesto lento y desganado, avivaba las brasas.

Pero en su interior, como encerrado en una caja, su corazón sediento estaba alerta para captar de la boca de Bárbara alguna nueva confidencia, o al menos contada de manera distinta. Porque suyo, verdaderamente suyo, ella no poseía más que tres únicos recuerdos que se habían vuelto memorables y preciosos con el tiempo; como un vinillo de poca importancia olvidado en la botella que ha tomado cuerpo.

El recuerdo de una tarde a principios de septiembre; no había manera de equivocarse: iniciaba la cosecha de la frambuesa. Era niña todavía, después de un día en el bosque, estaba al final de la larga procesión de mujeres y de otros niños, con las cestas sobre la cabeza, que se dirigían a la oficina del empresario genovés. Que había hecho una escasa cosecha lo sabía por el poco peso que llevaba sobre la cabeza, y también por la ligereza que sentía en su espalda y en las piernas.

Y él, precisamente él, el hijo de Bárbara, a quien ella creía, Dios la perdone, un mocoso aún más golfo e ignorante que los demás, dándole codazos en los costados, había puesto sobre la balanza en la que estaban pesando sus frambuesas, su propio cesto lleno diciéndole: “De cualquier manera en casa no saben que fui a la cosecha”.

Y luego durante dos, incluso tres años, ya nada: como si el hecho no hubiese sucedido; a pesar de que se veían todos los días, o casi.

Pero una mañana, mientras ella segaba la avena, y la armónica ponía alegría en los campos, él, precisamente él, el hijo de Barbara se le había plantado enfrente diciéndole que sus cabellos estaban más maduros y eran más rubios que todo aquello.

Que se sonrieran luego, sí, siempre, pero nada más; y ella ya no era una niña.

Y he aquí el último recuerdo. Aquel día que parecía un día de fiesta a causa de las campanas y de los hombres borrachos desde la mañana porque iban a la guerra; y también día de funeral por el llanto de las mujeres.

También él se marchaba, el hijo de Bárbara, que iba tras de él como si también ella estuviese borracha. Y justo cerca de la casa forestal, la última del pueblo –pues luego inicia el descenso– cuando la vio, le pidió la flor que llevaba en la mano para ponérsela en su sombrero. Pero aquí comienza esa pequeña confusión en el recuerdo: ya no sabe si se tomaron de la mano solo un momento o por un buen tramo del camino, cuando él le dijo que le mandaría alguna postal desde los países lejanos a los que iba.

Pero el hecho enorme, casi increíble, es que ella no había esperado nada; que ya había olvidado la promesa cuando llegó la primera postal, que también fue la última. Llevaba un hermoso saludo impreso sobre una tarjetita puesta en el pico de una paloma; y abajo, toda su firma, en tinta roja.

Entonces, casi de inmediato, Bárbara había recibido una hoja con el sello del regimiento, que la había casi fulminado, y luego otros escribieron también al pueblo dando la noticia que él, precisamente él, había muerto.

¿Y quién tenía entonces tiempo de llorar? Era ya mucho poder respirar. Mal nutridos, con la casa encima y el trabajo penoso de los campos y buscar leña en el bosque sin la ayuda de un hombre. El dolor empezó después, cuando encontró un espacio libre. Para empezar a roer sin tregua la carne y la paz. Y ella, apenas trata de olvidarlo, con el deseo de comenzar a vivir, siente como una mano que la jala hacia atrás.

***

Por la puerta de la cocina abierta a la huerta que duerme, entra la nuera, la extranjera, con un niño en brazo y con otro pegado a las faldas. Y dentro de poco, si no están ya sentados afuera, en la banca, los dos hombres vendrán a reclamar la cena.

La pequeña lámpara de aceite que se enciende, colgada sobre la artesa, hace que empalidezcan los tizones. Y mientras Bárbara se aleja como una sombra, los fantasmas corren a refugiarse bajo la campana de la chimenea.

Pilar Carrillo Farga nació en la Ciudad de México en 1955. Se formó como arquitecto en Florencia, Italia. Cursó la licenciatura en Letras italianas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde enseñó Lengua italiana e Historia de la literatura del siglo XIX. Tiene una especialidad y una maestría en Historia del Arte, también por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente está llevando a cabo dos investigaciones: la primera sobre la literatura del Renacimiento italiano, de manera especial sobre las obras de Lorenzo de’ Medici, y la segunda sobre la literatura femenina del siglo XIX en Italia.

Su traducción de Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi fue publicada en 2023 por Ediciones del Lirio.