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Chickamauga

por Ambrose Bierce, traducción de Alfonso Conde

Traducción del inglés por Alfonso Conde
Texto original de Ambrose Bierce
Edición por Daniela Arias
Imagen: «The Fire of Leaves» de Jervis McEntee

Una tarde soleada de otoño, un niño se alejó deambulando de su rústica vivienda en un pequeño campo y se adentró en el bosque sin ser visto. Era feliz en medio de esa nueva sensación de libertad absoluta, feliz por la oportunidad de exploración y aventura; pues el espíritu de este niño, en los cuerpos de sus ancestros, había sido entrenado por muchos miles de años en hazañas memorables de descubrimiento y conquista: victorias en batallas cuyos momentos críticos habían sido siglos, cuyos campamentos de vencedores habían sido ciudades de piedra tallada. Desde la cuna de su raza, había luchado para abrirse camino a través de dos continentes y, tras cruzar un gran mar, había penetrado un tercero, para nacer allí con la guerra y la dominación como herencia. 

Era un niño de unos seis años, hijo de un pobre plantador. En su juventud, el padre había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos y seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el lejano sur. En la vida pacífica del plantador, el fuego del guerrero sobrevivió; una vez encendido, ya no se extinguió nunca. El hombre amaba los libros y las ilustraciones militares, y el niño había entendido lo suficiente para hacerse una espada de madera, aunque incluso al ojo de su padre le habría costado reconocerla como tal. Portaba ahora esta arma con gallardía, como le corresponde al hijo de una raza heroica, y, haciendo una pausa de vez en cuando en los claros soleados del bosque, asumía, con cierta exageración, las posturas de ataque y defensa que había aprendido del arte del grabador. Enardecido por la facilidad con la que superaba a los enemigos invisibles que intentaban detener su avance, cometió el error militar bastante común de llevar su persecución a un extremo peligroso, hasta encontrarse sobre el margen de un arroyo amplio pero poco profundo, cuyas rápidas aguas impedían su avance directo contra el enemigo en fuga que había cruzado con una facilidad incomprensible. El intrépido vencedor, sin embargo, no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el vasto mar ardía, indomable, en aquel pequeño pecho, y no habría de permitir que lo negaran. Tras encontrar un lugar en el que yacían algunos cantos rodados en el lecho del arroyo, a un paso o a un salto de distancia entre sí, se abrió camino hasta la otra orilla, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios y los pasó a todos por la espada.

Ahora que había ganado la batalla, la prudencia exigía que se replegara a su base de operaciones. Por desgracia, como muchos conquistadores más grandes que él, y como uno, el más grande de todos, no podía

poner freno a su sed de guerra,

Ni comprender que, al tentarlo, el Destino abandona a la estrella más noble.

Al alejarse de la orilla del riachuelo, se encontró de repente ante un nuevo y más formidable enemigo; en el sendero que seguía, erguido como una vara, con las orejas erectas y las patas levantadas, se hallaba sentado un conejo. Con un grito de asombro, el niño se volvió y huyó, sin saber en qué dirección, llamando con gritos inarticulados a su madre, llorando, tropezándose, su delicada piel cruelmente rasgada por las zarzas, su pequeño corazón batiendo fuerte con terror, sin aliento, cegado por las lágrimas, ¡perdido en el bosque! Entonces, por más de una hora, deambuló con pasos errantes por los matorrales enmarañados, hasta que al fin, superado por la fatiga, se tendió en un espacio estrecho entre dos rocas, a unas pocas yardas del arroyo y, sujetando aún su espada de juguete, que ya no era un arma sino una compañera, sollozó hasta quedarse dormido. Los pájaros del bosque cantaban alegremente por encima de su cabeza; las ardillas corrían batiendo sus magníficas colas, gañendo de árbol en árbol, inconscientes de lo lastimoso que todo resultaba, y en algún lugar lejano sonaba un trueno sordo y extraño, como si las perdices estuvieran tocando tambores para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la habían esclavizado. Y de vuelta en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afanosos entre los campos y los setos, el corazón de una madre se rompía por su niño perdido.

Tras unas horas, el pequeño durmiente se puso en pie. El frío de la tarde moraba en sus miembros, el temor de la penumbra en su corazón. Pero había descansado y ya no lloraba. Con un instinto ciego que lo impelía a la acción, se abrió paso a través de los matorrales que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto; a la derecha el arroyo, a la izquierda una suave cuesta con algunos árboles aquí y allá; encima de todo, la envolvente penumbra del crepúsculo. Una niebla fina, espectral, se alzó a lo largo del agua. Le inspiró temor y repugnancia; en vez de volver a cruzar en la dirección por la que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el oscuro bosque circundante. De repente, vio ante él un extraño objeto en movimiento que tomó por algún animal grande: un perro, un cerdo…, no podía nombrarlo; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos, pero nada sabía de su mala reputación, y había tenido el vago deseo de encontrarse uno. Sin embargo, algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo en su modo aparatoso de aproximarse, le dijo que no se trataba de un oso, y el temor le puso un alto a la curiosidad. Permaneció inmóvil y, a medida que este se acercaba lentamente, fue recobrando su coraje, pues vio que al menos no tenía las orejas largas y amenazantes del conejo. Tal vez su mente impresionable fuese en parte consciente de algo familiar en aquel paso torpe y arrastrado. Antes de que se hubiese aproximado lo suficiente como para disipar sus dudas, vio que lo seguía otro y otro. A derecha e izquierda había muchos más; el claro entero a su alrededor bullía de ellos, todos moviéndose hacia el riachuelo.

Eran hombres. Se arrastraban sobre las manos y las rodillas. Usaban solo las manos, arrastrando las piernas. Usaban solo las rodillas, con los brazos colgando, inútiles, a cada lado. Hacían un esfuerzo por ponerse de pie, pero caían boca abajo en el intento. No había nada que hicieran con naturalidad, y nada tampoco de un modo similar, salvo avanzar paso a paso en la misma dirección. Solos, en parejas y en pequeños grupos, seguían avanzando en la penumbra. Algunos paraban de vez en cuando, mientras otros los pasaban a rastras lentamente, y luego reanudaban su camino. Llegaban por docenas, por centenares; de cada lado, tan lejos como podía verse en la creciente penumbra, se extendían, y tras ellos el bosque oscuro parecía inagotable. Era como si la tierra misma se moviera hacia el riachuelo. De vez en cuando, uno que había parado ya no volvía a avanzar, sino que yacía inmóvil. Estaba muerto. Algunos, al parar, hacían gestos extraños con las manos, erguían los brazos y los bajaban de nuevo, se agarraban la cabeza con ambas manos; extendían las palmas hacia arriba, como a veces se les ve hacer a los hombres en la oración pública.

El niño no se percató de todo esto; es aquello que un observador mayor habría advertido; él vio poco más aparte de que, aunque eran hombres, se arrastraban como bebés. Al ser hombres no resultaban terribles, pese a que algunos iban vestidos de un modo poco familiar. Se movía entre ellos libremente, yendo de uno a otro y escudriñando sus rostros con curiosidad infantil. Los rostros de todos estaban singularmente blancos y muchos se veían rayados y salpicados de rojo. Algo en esto —algo también, quizás, en sus actitudes y movimientos grotescos— le recordó al payaso pintarrajeado que había visto el verano anterior en el circo, y se rio mientras los miraba. Pero no paraban nunca de arrastrarse, estos hombres mutilados y sangrantes, tan inconscientes como él del dramático contraste entre aquella risa y su espantosa gravedad. Para él, aquel era un espectáculo alegre. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo; había cabalgado sobre ellos de este modo, pretendiendo que eran sus caballos. Se aproximó entonces desde atrás a una de aquellas figuras rampantes y, con un movimiento ágil, la montó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre su pecho, volvió a levantarse, arrojó al niño ferozmente contra el suelo, como podría haberlo hecho un potro indómito, y luego volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes de arriba hasta la garganta se extendía una enorme cavidad roja surcada por jirones colgantes de carne y esquirlas de hueso. La prominencia antinatural de la nariz, la ausencia de barbilla y los ojos feroces le daban a aquel hombre la apariencia de un enorme pájaro rapaz cuyo cuello y pecho se habían tornado carmesís por la sangre de su presa. El hombre se puso de rodillas; el niño de pie. El hombre lo amenazó con el puño; el niño, aterrorizado al fin, corrió hasta un árbol cercano, se ocultó detrás del tronco y examinó con más seriedad la situación. Y así, la siniestra multitud continuaba arrastrándose de forma lenta y dolorosa en una lúgubre pantomima; avanzaban cuesta abajo como un enjambre de enormes escarabajos negros, sin emitir sonido alguno a su paso, en medio de un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el paisaje embrujado se empezó a iluminar. A través del cinturón de árboles, más allá del arroyo, brillaba una extraña luz roja; los troncos y las ramas de los árboles formaban contra ella un encaje negro. La luz golpeaba las figuras rampantes y las dotaba de sombras monstruosas que caricaturizaban sus movimientos sobre la hierba encendida. Les caía en los rostros, tiñendo su blancura de un tono rojizo, acentuando las marcas con las que muchos estaban rayados y manchados. Destellaba sobre los botones y las piezas metálicas de su ropa. Por instinto, el niño se volvió hacia el creciente esplendor y bajó la cuesta con sus horribles compañeros. En unos momentos había adelantado al primero entre aquella multitud, lo que no era mayor hazaña si se consideraban sus ventajas. Se puso a la cabeza, con la espada de madera aún en la mano, y dirigió solemnemente la marcha, ajustando su paso al de ellos y volviéndose de vez en cuando como para comprobar que su ejército no se rezagara. De seguro un líder así nunca antes había tenido un séquito semejante.

Esparcidos por el terreno, que ahora se angostaba lentamente por la invasión de esta horrenda marcha hacia el agua, había algunos objetos con los cuales, en la mente del líder, no estaba emparejada ninguna asociación significativa: una frazada ocasional enrollada a lo largo, doblada y con las puntas atadas entre sí con una cuerda; una pesada mochila allí, y allá un mosquete roto; en suma, el tipo de cosas que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, los «rastros» de hombres que huyen de sus cazadores. Alrededor del riachuelo, que estaba bordeado allí por tierras bajas, los pies de los hombres y los cascos de los caballos habían pisado la tierra por todas partes hasta convertirla en barro. Un observador con más experiencia en el uso de sus ojos habría advertido que esas huellas apuntaban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por la tierra: en el avance y en la retirada. Unas horas antes, aquellos hombres desesperados y malheridos, junto con sus más afortunados y ahora distantes camaradas, habían penetrado en el bosque por millares. Sus sucesivos batallones, rompiéndose en enjambres y volviendo a formar líneas, habían pasado a cada lado del niño; poco faltó para que lo pisaran mientras dormía. Los crujidos y murmullos de su marcha no lo habían despertado. Casi a tiro de piedra del lugar en el que yacía, habían librado una batalla; pero a los oídos del niño no llegó el fragor de los mosquetes, el estruendo del cañón, «la voz tonante de los capitanes y los gritos». Había dormido mientras todo ocurría, sujetando su espadita de madera quizá con más fuerza, por una simpatía inconsciente con su entorno marcial, pero tan ajeno a la grandeza de la lucha como aquellos que habían muerto para fabricar la gloria.

El fuego más allá del cinturón de árboles al otro lado del arroyo, que se reflejaba hacia la tierra desde la bóveda de su propio humo, bañaba ahora todo el paisaje. Transformaba la sinuosa línea de niebla en vapor dorado. El agua destellaba con visos rojos; y rojas, también, eran muchas de las piedras que afloraban de la superficie. Pero aquella era sangre; los heridos menos graves las habían manchado al cruzar. Sobre ellas, también, cruzaba ahora el niño con pasos ansiosos; se dirigía hacia el fuego. Al llegar a la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más fuertes se habían arrastrado ya hasta el borde y habían sumergido la cara en el agua. Tres o cuatro que yacían inmóviles parecían no tener cabeza. Ante esto los ojos del niño se abrieron con asombro; ni siquiera su acogedor entendimiento podía aceptar un fenómeno que implicase semejante vitalidad. Tras saciar su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni para sostener la cabeza por encima del agua. Se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque le mostraron al líder tantas figuras amorfas de su lúgubre ejército como al principio; pero no eran tantas las que ahora se movían. Agitó la gorra para animarlos y, con una sonrisa, apuntó el arma en la dirección de la luz que lo guiaba: un pilar de fuego para aquel extraño éxodo.

Seguro de la lealtad de sus hombres, entró al cinturón del bosque, lo franqueó fácilmente envuelto en la luz roja, trepó una cerca, corrió a través de un campo, volviéndose de vez en cuando para juguetear con su sombra cómplice, y así llegó a las ruinas en llamas de una morada. Desolación por todas partes. Bajo aquella luz radiante no se veía una sola cosa viva. Eso no le importó en absoluto; el espectáculo le complacía, y bailó con júbilo imitando las llamas vacilantes. Corrió de aquí para allá en busca de combustible, pero todos los objetos que encontraba le resultaban demasiado pesados para lanzarlos desde el punto en el que el calor detenía su avance. Desesperado, arrojó su espada, rindiéndose ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había llegado a su fin.

Al cambiar de posición, su mirada se posó sobre unos edificios cuya apariencia le resultaba extrañamente familiar, como si hubiera soñado con ellos. Se detuvo a examinarlos, asombrado, cuando de repente la plantación entera, con el bosque circundante, pareció girar como si estuviera sobre un pivote. Su pequeño universo dio media vuelta; los puntos de la brújula se habían invertido. ¡Reconoció en el edificio en llamas su propia casa!

Por un instante, se quedó pasmado ante la fuerza de la revelación; luego corrió entre tropiezos cubriendo medio camino alrededor de las ruinas. Allí, claramente a la vista bajo la luz de la conflagración, yacía el cadáver de una mujer: el rostro blanco vuelto hacia arriba, las manos apartadas y con los puños llenos de hierba, la ropa desarreglada, el cabello largo y oscuro enmarañado y cubierto de coágulos de sangre. Había perdido, desgarrada, la mayor parte de la frente, y por el agujero serrado sobresalía el cerebro, rebosando la sien, una masa gris y espumosa coronada por racimos de burbujas carmesís; ¡la obra de un explosivo!

El niño movió sus manitas haciendo gestos salvajes e inciertos. Lanzó una serie de gritos inarticulados e indescriptibles, algo entre el parloteo de un simio y el graznido de un pavo, un sonido espantoso, desalmado, impío, la lengua de un demonio. El niño era sordomudo.

Luego permaneció inmóvil, con los labios trémulos, los ojos clavados en las ruinas.

ONE SUNNY AUTUMN afternoon a child strayed away from its rude home in a small field and entered a forest unobserved. It was happy in a new sense of freedom from control, happy in the opportunity of exploration and adventure; for this child’s spirit, in bodies of its ancestors, had for thousands of years been trained to memorable feats of discovery and conquest — victories in battles whose critical moments were centuries, whose victors’ camps were cities of hewn stone. From the cradle of its race it had conquered its way through two continents and passing a great sea had penetrated a third, there to be born to war and dominion as a heritage.

The child was a boy aged about six years, the son of a poor planter. In his younger manhood the father had been a soldier, had fought against naked savages and followed the flag of his country into the capital of a civilized race to the far South. In the peaceful life of a planter the warrior-fire survived; once kindled, it is never extinguished. The man loved military books and pictures and the boy had understood enough to make himself a wooden sword, though even the eye of his father would hardly have known it for what it was. This weapon he now bore bravely, as became the son of an heroic race, and pausing now and again in the sunny space of the forest assumed, with some exaggeration, the postures of aggression and defense that he had been taught by the engraver’s art. Made reckless by the ease with which he overcame invisible foes attempting to stay his advance, he committed the common enough military error of pushing the pursuit to a dangerous extreme, until he found himself upon the margin of a wide but shallow brook, whose rapid waters barred his direct advance against the flying foe that had crossed with illogical ease. But the intrepid victor was not to be baffled; the spirit of the race which had passed the great sea burned unconquerable in that small breast and would not be denied. Finding a place where some bowlders in the bed of the stream lay but a step or a leap apart, he made his way across and fell again upon the rear-guard of his imaginary foe, putting all to the sword.

Now that the battle had been won, prudence required that he withdraw to his base of operations. Alas; like many a mightier conqueror, and like one, the mightiest, he could not

curb the lust for war,

Nor learn that tempted Fate will leave the loftiest star.

Advancing from the bank of the creek he suddenly found himself confronted with a new and more formidable enemy: in the path that he was following, sat, bolt upright, with ears erect and paws suspended before it, a rabbit! With a startled cry the child turned and fled, he knew not in what direction, calling with inarticulate cries for his mother, weeping, stumbling, his tender skin cruelly torn by brambles, his little heart beating hard with terror — breathless, blind with tears — lost in the forest! Then, for more than an hour, he wandered with erring feet through the tangled undergrowth, till at last, overcome by fatigue, he lay down in a narrow space between two rocks, within a few yards of the stream and still grasping his toy sword, no longer a weapon but a companion, sobbed himself to sleep. The wood birds sang merrily above his head; the squirrels, whisking their bravery of tail, ran barking from tree to tree, unconscious of the pity of it, and somewhere far away was a strange, muffled thunder, as if the partridges were drumming in celebration of nature’s victory over the son of her immemorial enslavers. And back at the little plantation, where white men and black were hastily searching the fields and hedges in alarm, a mother’s heart was breaking for her missing child.

Hours passed, and then the little sleeper rose to his feet. The chill of the evening was in his limbs, the fear of the gloom in his heart. But he had rested, and he no longer wept. With some blind instinct which impelled to action he struggled through the undergrowth about him and came to a more open ground — on his right the brook, to the left a gentle acclivity studded with infrequent trees; over all, the gathering gloom of twilight. A thin, ghostly mist rose along the water. It frightened and repelled him; instead of recrossing, in the direction whence he had come, he turned his back upon it, and went forward toward the dark inclosing wood. Suddenly he saw before him a strange moving object which he took to be some large animal — a dog, a pig — he could not name it; perhaps it was a bear. He had seen pictures of bears, but knew of nothing to their discredit and had vaguely wished to meet one. But something in form or movement of this object — something in the awkwardness of its approach — told him that it was not a bear, and curiosity was stayed by fear. He stood still and as it came slowly on gained courage every moment, for he saw that at least it had not the long, menacing ears of the rabbit. Possibly his impressionable mind was half conscious of something familiar in its shambling, awkward gait. Before it had approached near enough to resolve his doubts he saw that it was followed by another and another. To right and to left were many more; the whole open space about him was alive with them — all moving toward the brook.

They were men. They crept upon their hands and knees. They used their hands only, dragging their legs. They used their knees only, their arms hanging idle at their sides. They strove to rise to their feet, but fell prone in the attempt. They did nothing naturally, and nothing alike, save only to advance foot by foot in the same direction. Singly, in pairs and in little groups, they came on through the gloom, some halting now and again while others crept slowly past them, then resuming their movement. They came by dozens and by hundreds; as far on either hand as one could see in the deepening gloom they extended and the black wood behind them appeared to be inexhaustible. The very ground seemed in motion toward the creek. Occasionally one who had paused did not again go on, but lay motionless. He was dead. Some, pausing, made strange gestures with their hands, erected their arms and lowered them again, clasped their heads; spread their palms upward, as men are sometimes seen to do in public prayer.

Not all of this did the child note; it is what would have been noted by an elder observer; he saw little but that these were men, yet crept like babes. Being men, they were not terrible, though unfamiliarly clad. He moved among them freely, going from one to another and peering into their faces with childish curiosity. All their faces were singularly white and many were streaked and gouted with red. Something in this — something too, perhaps, in their grotesque attitudes and movements — reminded him of the painted clown whom he had seen last summer in the circus, and he laughed as he watched them. But on and ever on they crept, these maimed and bleeding men, as heedless as he of the dramatic contrast between his laughter and their own ghastly gravity. To him it was a merry spectacle. He had seen his father’s negroes creep upon their hands and knees for his amusement — had ridden them so, “making believe” they were his horses. He now approached one of these crawling figures from behind and with an agile movement mounted it astride. The man sank upon his breast, recovered, flung the small boy fiercely to the ground as an unbroken colt might have done, then turned upon him a face that lacked a lower jaw — from the upper teeth to the throat was a great red gap fringed with hanging shreds of flesh and splinters of bone. The unnatural prominence of nose, the absence of chin, the fierce eyes, gave this man the appearance of a great bird of prey crimsoned in throat and breast by the blood of its quarry. The man rose to his knees, the child to his feet. The man shook his fist at the child; the child, terrified at last, ran to a tree near by, got upon the farther side of it and took a more serious view of the situation. And so the clumsy multitude dragged itself slowly and painfully along in hideous pantomime — moved forward down the slope like a swarm of great black beetles, with never a sound of going — in silence profound, absolute.

Instead of darkening, the haunted landscape began to brighten. Through the belt of trees beyond the brook shone a strange red light, the trunks and branches of the trees making a black lacework against it. It struck the creeping figures and gave them monstrous shadows, which caricatured their movements on the lit grass. It fell upon their faces, touching their whiteness with a ruddy tinge, accentuating the stains with which so many of them were freaked and maculated. It sparkled on buttons and bits of metal in their clothing. Instinctively the child turned toward the growing splendor and moved down the slope with his horrible companions; in a few moments had passed the foremost of the throng — not much of a feat, considering his advantages. He placed himself in the lead, his wooden sword still in hand, and solemnly directed the march, conforming his pace to theirs and occasionally turning as if to see that his forces did not straggle. Surely such a leader never before had such a following.

Scattered about upon the ground now slowly narrowing by the encroachment of this awful march to water, were certain articles to which, in the leader’s mind, were coupled no significant associations: an occasional blanket, tightly rolled lengthwise, doubled and the ends bound together with a string; a heavy knapsack here, and there a broken rifle — such things, in short, as are found in the rear of retreating troops, the “spoor” of men flying from their hunters. Everywhere near the creek, which here had a margin of lowland, the earth was trodden into mud by the feet of men and horses. An observer of better experience in the use of his eyes would have noticed that these footprints pointed in both directions; the ground had been twice passed over — in advance and in retreat. A few hours before, these desperate, stricken men, with their more fortunate and now distant comrades, had penetrated the forest in thousands. Their successive battalions, breaking into swarms and reforming in lines, had passed the child on every side — had almost trodden on him as he slept. The rustle and murmur of their march had not awakened him. Almost within a stone’s throw of where he lay they had fought a battle; but all unheard by him were the roar of the musketry, the shock of the cannon, “the thunder of the captains and the shouting.” He had slept through it all, grasping his little wooden sword with perhaps a tighter clutch in unconscious sympathy with his martial environment, but as heedless of the grandeur of the struggle as the dead who had died to make the glory.

The fire beyond the belt of woods on the farther side of the creek, reflected to earth from the canopy of its own smoke, was now suffusing the whole landscape. It transformed the sinuous line of mist to the vapor of gold. The water gleamed with dashes of red, and red, too, were many of the stones protruding above the surface. But that was blood; the less desperately wounded had stained them in crossing. On them, too, the child now crossed with eager steps; he was going to the fire. As he stood upon the farther bank he turned about to look at the companions of his march. The advance was arriving at the creek. The stronger had already drawn themselves to the brink and plunged their faces into the flood. Three or four who lay without motion appeared to have no heads. At this the child’s eyes expanded with wonder; even his hospitable understanding could not accept a phenomenon implying such vitality as that. After slaking their thirst these men had not had the strength to back away from the water, nor to keep their heads above it. They were drowned. In rear of these, the open spaces of the forest showed the leader as many formless figures of his grim command as at first; but not nearly so many were in motion. He waved his cap for their encouragement and smilingly pointed with his weapon in the direction of the guiding light — a pillar of fire to this strange exodus.

Confident of the fidelity of his forces, he now entered the belt of woods, passed through it easily in the red illumination, climbed a fence, ran across a field, turning now and again to coquet with his responsive shadow, and so approached the blazing ruin of a dwelling. Desolation everywhere! In all the wide glare not a living thing was visible. He cared nothing for that; the spectacle pleased, and he danced with glee in imitation of the wavering flames. He ran about, collecting fuel, but every object that he found was too heavy for him to cast in from the distance to which the heat limited his approach. In despair he flung in his sword — a surrender to the superior forces of nature. His military career was at an end.

Shifting his position, his eyes fell upon some outbuildings which had an oddly familiar appearance, as if he had dreamed of them. He stood considering them with wonder, when suddenly the entire plantation, with its inclosing forest, seemed to turn as if upon a pivot. His little world swung half around; the points of the compass were reversed. He recognized the blazing building as his own home!

For a moment he stood stupefied by the power of the revelation, then ran with stumbling feet, making a half-circuit of the ruin. There, conspicuous in the light of the conflagration, lay the dead body of a woman — the white face turned upward, the hands thrown out and clutched full of grass, the clothing deranged, the long dark hair in tangles and full of clotted blood. The greater part of the forehead was torn away, and from the jagged hole the brain protruded, overflowing the temple, a frothy mass of gray, crowned with clusters of crimson bubbles — the work of a shell.

The child moved his little hands, making wild, uncertain gestures. He uttered a series of inarticulate and indescribable cries — something between the chattering of an ape and the gobbling of a turkey — a startling, soulless, unholy sound, the language of a devil. The child was a deaf mute.

Then he stood motionless, with quivering lips, looking down upon the wreck.

ONE SUNNY AUTUMN afternoon a child strayed away from its rude home in a small field and entered a forest unobserved. It was happy in a new sense of freedom from control, happy in the opportunity of exploration and adventure; for this child’s spirit, in bodies of its ancestors, had for thousands of years been trained to memorable feats of discovery and conquest — victories in battles whose critical moments were centuries, whose victors’ camps were cities of hewn stone. From the cradle of its race it had conquered its way through two continents and passing a great sea had penetrated a third, there to be born to war and dominion as a heritage.

The child was a boy aged about six years, the son of a poor planter. In his younger manhood the father had been a soldier, had fought against naked savages and followed the flag of his country into the capital of a civilized race to the far South. In the peaceful life of a planter the warrior-fire survived; once kindled, it is never extinguished. The man loved military books and pictures and the boy had understood enough to make himself a wooden sword, though even the eye of his father would hardly have known it for what it was. This weapon he now bore bravely, as became the son of an heroic race, and pausing now and again in the sunny space of the forest assumed, with some exaggeration, the postures of aggression and defense that he had been taught by the engraver’s art. Made reckless by the ease with which he overcame invisible foes attempting to stay his advance, he committed the common enough military error of pushing the pursuit to a dangerous extreme, until he found himself upon the margin of a wide but shallow brook, whose rapid waters barred his direct advance against the flying foe that had crossed with illogical ease. But the intrepid victor was not to be baffled; the spirit of the race which had passed the great sea burned unconquerable in that small breast and would not be denied. Finding a place where some bowlders in the bed of the stream lay but a step or a leap apart, he made his way across and fell again upon the rear-guard of his imaginary foe, putting all to the sword.

Now that the battle had been won, prudence required that he withdraw to his base of operations. Alas; like many a mightier conqueror, and like one, the mightiest, he could not

curb the lust for war,

Nor learn that tempted Fate will leave the loftiest star.

Advancing from the bank of the creek he suddenly found himself confronted with a new and more formidable enemy: in the path that he was following, sat, bolt upright, with ears erect and paws suspended before it, a rabbit! With a startled cry the child turned and fled, he knew not in what direction, calling with inarticulate cries for his mother, weeping, stumbling, his tender skin cruelly torn by brambles, his little heart beating hard with terror — breathless, blind with tears — lost in the forest! Then, for more than an hour, he wandered with erring feet through the tangled undergrowth, till at last, overcome by fatigue, he lay down in a narrow space between two rocks, within a few yards of the stream and still grasping his toy sword, no longer a weapon but a companion, sobbed himself to sleep. The wood birds sang merrily above his head; the squirrels, whisking their bravery of tail, ran barking from tree to tree, unconscious of the pity of it, and somewhere far away was a strange, muffled thunder, as if the partridges were drumming in celebration of nature’s victory over the son of her immemorial enslavers. And back at the little plantation, where white men and black were hastily searching the fields and hedges in alarm, a mother’s heart was breaking for her missing child.

Hours passed, and then the little sleeper rose to his feet. The chill of the evening was in his limbs, the fear of the gloom in his heart. But he had rested, and he no longer wept. With some blind instinct which impelled to action he struggled through the undergrowth about him and came to a more open ground — on his right the brook, to the left a gentle acclivity studded with infrequent trees; over all, the gathering gloom of twilight. A thin, ghostly mist rose along the water. It frightened and repelled him; instead of recrossing, in the direction whence he had come, he turned his back upon it, and went forward toward the dark inclosing wood. Suddenly he saw before him a strange moving object which he took to be some large animal — a dog, a pig — he could not name it; perhaps it was a bear. He had seen pictures of bears, but knew of nothing to their discredit and had vaguely wished to meet one. But something in form or movement of this object — something in the awkwardness of its approach — told him that it was not a bear, and curiosity was stayed by fear. He stood still and as it came slowly on gained courage every moment, for he saw that at least it had not the long, menacing ears of the rabbit. Possibly his impressionable mind was half conscious of something familiar in its shambling, awkward gait. Before it had approached near enough to resolve his doubts he saw that it was followed by another and another. To right and to left were many more; the whole open space about him was alive with them — all moving toward the brook.

They were men. They crept upon their hands and knees. They used their hands only, dragging their legs. They used their knees only, their arms hanging idle at their sides. They strove to rise to their feet, but fell prone in the attempt. They did nothing naturally, and nothing alike, save only to advance foot by foot in the same direction. Singly, in pairs and in little groups, they came on through the gloom, some halting now and again while others crept slowly past them, then resuming their movement. They came by dozens and by hundreds; as far on either hand as one could see in the deepening gloom they extended and the black wood behind them appeared to be inexhaustible. The very ground seemed in motion toward the creek. Occasionally one who had paused did not again go on, but lay motionless. He was dead. Some, pausing, made strange gestures with their hands, erected their arms and lowered them again, clasped their heads; spread their palms upward, as men are sometimes seen to do in public prayer.

Not all of this did the child note; it is what would have been noted by an elder observer; he saw little but that these were men, yet crept like babes. Being men, they were not terrible, though unfamiliarly clad. He moved among them freely, going from one to another and peering into their faces with childish curiosity. All their faces were singularly white and many were streaked and gouted with red. Something in this — something too, perhaps, in their grotesque attitudes and movements — reminded him of the painted clown whom he had seen last summer in the circus, and he laughed as he watched them. But on and ever on they crept, these maimed and bleeding men, as heedless as he of the dramatic contrast between his laughter and their own ghastly gravity. To him it was a merry spectacle. He had seen his father’s negroes creep upon their hands and knees for his amusement — had ridden them so, “making believe” they were his horses. He now approached one of these crawling figures from behind and with an agile movement mounted it astride. The man sank upon his breast, recovered, flung the small boy fiercely to the ground as an unbroken colt might have done, then turned upon him a face that lacked a lower jaw — from the upper teeth to the throat was a great red gap fringed with hanging shreds of flesh and splinters of bone. The unnatural prominence of nose, the absence of chin, the fierce eyes, gave this man the appearance of a great bird of prey crimsoned in throat and breast by the blood of its quarry. The man rose to his knees, the child to his feet. The man shook his fist at the child; the child, terrified at last, ran to a tree near by, got upon the farther side of it and took a more serious view of the situation. And so the clumsy multitude dragged itself slowly and painfully along in hideous pantomime — moved forward down the slope like a swarm of great black beetles, with never a sound of going — in silence profound, absolute.

Instead of darkening, the haunted landscape began to brighten. Through the belt of trees beyond the brook shone a strange red light, the trunks and branches of the trees making a black lacework against it. It struck the creeping figures and gave them monstrous shadows, which caricatured their movements on the lit grass. It fell upon their faces, touching their whiteness with a ruddy tinge, accentuating the stains with which so many of them were freaked and maculated. It sparkled on buttons and bits of metal in their clothing. Instinctively the child turned toward the growing splendor and moved down the slope with his horrible companions; in a few moments had passed the foremost of the throng — not much of a feat, considering his advantages. He placed himself in the lead, his wooden sword still in hand, and solemnly directed the march, conforming his pace to theirs and occasionally turning as if to see that his forces did not straggle. Surely such a leader never before had such a following.

Scattered about upon the ground now slowly narrowing by the encroachment of this awful march to water, were certain articles to which, in the leader’s mind, were coupled no significant associations: an occasional blanket, tightly rolled lengthwise, doubled and the ends bound together with a string; a heavy knapsack here, and there a broken rifle — such things, in short, as are found in the rear of retreating troops, the “spoor” of men flying from their hunters. Everywhere near the creek, which here had a margin of lowland, the earth was trodden into mud by the feet of men and horses. An observer of better experience in the use of his eyes would have noticed that these footprints pointed in both directions; the ground had been twice passed over — in advance and in retreat. A few hours before, these desperate, stricken men, with their more fortunate and now distant comrades, had penetrated the forest in thousands. Their successive battalions, breaking into swarms and reforming in lines, had passed the child on every side — had almost trodden on him as he slept. The rustle and murmur of their march had not awakened him. Almost within a stone’s throw of where he lay they had fought a battle; but all unheard by him were the roar of the musketry, the shock of the cannon, “the thunder of the captains and the shouting.” He had slept through it all, grasping his little wooden sword with perhaps a tighter clutch in unconscious sympathy with his martial environment, but as heedless of the grandeur of the struggle as the dead who had died to make the glory.

The fire beyond the belt of woods on the farther side of the creek, reflected to earth from the canopy of its own smoke, was now suffusing the whole landscape. It transformed the sinuous line of mist to the vapor of gold. The water gleamed with dashes of red, and red, too, were many of the stones protruding above the surface. But that was blood; the less desperately wounded had stained them in crossing. On them, too, the child now crossed with eager steps; he was going to the fire. As he stood upon the farther bank he turned about to look at the companions of his march. The advance was arriving at the creek. The stronger had already drawn themselves to the brink and plunged their faces into the flood. Three or four who lay without motion appeared to have no heads. At this the child’s eyes expanded with wonder; even his hospitable understanding could not accept a phenomenon implying such vitality as that. After slaking their thirst these men had not had the strength to back away from the water, nor to keep their heads above it. They were drowned. In rear of these, the open spaces of the forest showed the leader as many formless figures of his grim command as at first; but not nearly so many were in motion. He waved his cap for their encouragement and smilingly pointed with his weapon in the direction of the guiding light — a pillar of fire to this strange exodus.

Confident of the fidelity of his forces, he now entered the belt of woods, passed through it easily in the red illumination, climbed a fence, ran across a field, turning now and again to coquet with his responsive shadow, and so approached the blazing ruin of a dwelling. Desolation everywhere! In all the wide glare not a living thing was visible. He cared nothing for that; the spectacle pleased, and he danced with glee in imitation of the wavering flames. He ran about, collecting fuel, but every object that he found was too heavy for him to cast in from the distance to which the heat limited his approach. In despair he flung in his sword — a surrender to the superior forces of nature. His military career was at an end.

Shifting his position, his eyes fell upon some outbuildings which had an oddly familiar appearance, as if he had dreamed of them. He stood considering them with wonder, when suddenly the entire plantation, with its inclosing forest, seemed to turn as if upon a pivot. His little world swung half around; the points of the compass were reversed. He recognized the blazing building as his own home!

For a moment he stood stupefied by the power of the revelation, then ran with stumbling feet, making a half-circuit of the ruin. There, conspicuous in the light of the conflagration, lay the dead body of a woman — the white face turned upward, the hands thrown out and clutched full of grass, the clothing deranged, the long dark hair in tangles and full of clotted blood. The greater part of the forehead was torn away, and from the jagged hole the brain protruded, overflowing the temple, a frothy mass of gray, crowned with clusters of crimson bubbles — the work of a shell.

The child moved his little hands, making wild, uncertain gestures. He uttered a series of inarticulate and indescribable cries — something between the chattering of an ape and the gobbling of a turkey — a startling, soulless, unholy sound, the language of a devil. The child was a deaf mute.

Then he stood motionless, with quivering lips, looking down upon the wreck.

Una tarde soleada de otoño, un niño se alejó deambulando de su rústica vivienda en un pequeño campo y se adentró en el bosque sin ser visto. Era feliz en medio de esa nueva sensación de libertad absoluta, feliz por la oportunidad de exploración y aventura; pues el espíritu de este niño, en los cuerpos de sus ancestros, había sido entrenado por muchos miles de años en hazañas memorables de descubrimiento y conquista: victorias en batallas cuyos momentos críticos habían sido siglos, cuyos campamentos de vencedores habían sido ciudades de piedra tallada. Desde la cuna de su raza, había luchado para abrirse camino a través de dos continentes y, tras cruzar un gran mar, había penetrado un tercero, para nacer allí con la guerra y la dominación como herencia. 

Era un niño de unos seis años, hijo de un pobre plantador. En su juventud, el padre había sido soldado, había luchado contra salvajes desnudos y seguido la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada en el lejano sur. En la vida pacífica del plantador, el fuego del guerrero sobrevivió; una vez encendido, ya no se extinguió nunca. El hombre amaba los libros y las ilustraciones militares, y el niño había entendido lo suficiente para hacerse una espada de madera, aunque incluso al ojo de su padre le habría costado reconocerla como tal. Portaba ahora esta arma con gallardía, como le corresponde al hijo de una raza heroica, y, haciendo una pausa de vez en cuando en los claros soleados del bosque, asumía, con cierta exageración, las posturas de ataque y defensa que había aprendido del arte del grabador. Enardecido por la facilidad con la que superaba a los enemigos invisibles que intentaban detener su avance, cometió el error militar bastante común de llevar su persecución a un extremo peligroso, hasta encontrarse sobre el margen de un arroyo amplio pero poco profundo, cuyas rápidas aguas impedían su avance directo contra el enemigo en fuga que había cruzado con una facilidad incomprensible. El intrépido vencedor, sin embargo, no iba a dejarse amilanar; el espíritu de la raza que había franqueado el vasto mar ardía, indomable, en aquel pequeño pecho, y no habría de permitir que lo negaran. Tras encontrar un lugar en el que yacían algunos cantos rodados en el lecho del arroyo, a un paso o a un salto de distancia entre sí, se abrió camino hasta la otra orilla, cayó de nuevo sobre la retaguardia de sus enemigos imaginarios y los pasó a todos por la espada.

Ahora que había ganado la batalla, la prudencia exigía que se replegara a su base de operaciones. Por desgracia, como muchos conquistadores más grandes que él, y como uno, el más grande de todos, no podía

poner freno a su sed de guerra,

Ni comprender que, al tentarlo, el Destino abandona a la estrella más noble.

Al alejarse de la orilla del riachuelo, se encontró de repente ante un nuevo y más formidable enemigo; en el sendero que seguía, erguido como una vara, con las orejas erectas y las patas levantadas, se hallaba sentado un conejo. Con un grito de asombro, el niño se volvió y huyó, sin saber en qué dirección, llamando con gritos inarticulados a su madre, llorando, tropezándose, su delicada piel cruelmente rasgada por las zarzas, su pequeño corazón batiendo fuerte con terror, sin aliento, cegado por las lágrimas, ¡perdido en el bosque! Entonces, por más de una hora, deambuló con pasos errantes por los matorrales enmarañados, hasta que al fin, superado por la fatiga, se tendió en un espacio estrecho entre dos rocas, a unas pocas yardas del arroyo y, sujetando aún su espada de juguete, que ya no era un arma sino una compañera, sollozó hasta quedarse dormido. Los pájaros del bosque cantaban alegremente por encima de su cabeza; las ardillas corrían batiendo sus magníficas colas, gañendo de árbol en árbol, inconscientes de lo lastimoso que todo resultaba, y en algún lugar lejano sonaba un trueno sordo y extraño, como si las perdices estuvieran tocando tambores para celebrar la victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos inmemoriales, la habían esclavizado. Y de vuelta en la pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de alarma, buscaban afanosos entre los campos y los setos, el corazón de una madre se rompía por su niño perdido.

Tras unas horas, el pequeño durmiente se puso en pie. El frío de la tarde moraba en sus miembros, el temor de la penumbra en su corazón. Pero había descansado y ya no lloraba. Con un instinto ciego que lo impelía a la acción, se abrió paso a través de los matorrales que lo rodeaban hasta llegar a un terreno más abierto; a la derecha el arroyo, a la izquierda una suave cuesta con algunos árboles aquí y allá; encima de todo, la envolvente penumbra del crepúsculo. Una niebla fina, espectral, se alzó a lo largo del agua. Le inspiró temor y repugnancia; en vez de volver a cruzar en la dirección por la que había venido, le dio la espalda y avanzó hacia el oscuro bosque circundante. De repente, vio ante él un extraño objeto en movimiento que tomó por algún animal grande: un perro, un cerdo…, no podía nombrarlo; quizá fuera un oso. Había visto imágenes de osos, pero nada sabía de su mala reputación, y había tenido el vago deseo de encontrarse uno. Sin embargo, algo en la forma o en el movimiento de aquel objeto, algo en su modo aparatoso de aproximarse, le dijo que no se trataba de un oso, y el temor le puso un alto a la curiosidad. Permaneció inmóvil y, a medida que este se acercaba lentamente, fue recobrando su coraje, pues vio que al menos no tenía las orejas largas y amenazantes del conejo. Tal vez su mente impresionable fuese en parte consciente de algo familiar en aquel paso torpe y arrastrado. Antes de que se hubiese aproximado lo suficiente como para disipar sus dudas, vio que lo seguía otro y otro. A derecha e izquierda había muchos más; el claro entero a su alrededor bullía de ellos, todos moviéndose hacia el riachuelo.

Eran hombres. Se arrastraban sobre las manos y las rodillas. Usaban solo las manos, arrastrando las piernas. Usaban solo las rodillas, con los brazos colgando, inútiles, a cada lado. Hacían un esfuerzo por ponerse de pie, pero caían boca abajo en el intento. No había nada que hicieran con naturalidad, y nada tampoco de un modo similar, salvo avanzar paso a paso en la misma dirección. Solos, en parejas y en pequeños grupos, seguían avanzando en la penumbra. Algunos paraban de vez en cuando, mientras otros los pasaban a rastras lentamente, y luego reanudaban su camino. Llegaban por docenas, por centenares; de cada lado, tan lejos como podía verse en la creciente penumbra, se extendían, y tras ellos el bosque oscuro parecía inagotable. Era como si la tierra misma se moviera hacia el riachuelo. De vez en cuando, uno que había parado ya no volvía a avanzar, sino que yacía inmóvil. Estaba muerto. Algunos, al parar, hacían gestos extraños con las manos, erguían los brazos y los bajaban de nuevo, se agarraban la cabeza con ambas manos; extendían las palmas hacia arriba, como a veces se les ve hacer a los hombres en la oración pública.

El niño no se percató de todo esto; es aquello que un observador mayor habría advertido; él vio poco más aparte de que, aunque eran hombres, se arrastraban como bebés. Al ser hombres no resultaban terribles, pese a que algunos iban vestidos de un modo poco familiar. Se movía entre ellos libremente, yendo de uno a otro y escudriñando sus rostros con curiosidad infantil. Los rostros de todos estaban singularmente blancos y muchos se veían rayados y salpicados de rojo. Algo en esto —algo también, quizás, en sus actitudes y movimientos grotescos— le recordó al payaso pintarrajeado que había visto el verano anterior en el circo, y se rio mientras los miraba. Pero no paraban nunca de arrastrarse, estos hombres mutilados y sangrantes, tan inconscientes como él del dramático contraste entre aquella risa y su espantosa gravedad. Para él, aquel era un espectáculo alegre. Había visto a los negros de su padre arrastrarse sobre las manos y las rodillas para divertirlo; había cabalgado sobre ellos de este modo, pretendiendo que eran sus caballos. Se aproximó entonces desde atrás a una de aquellas figuras rampantes y, con un movimiento ágil, la montó a horcajadas. El hombre se desplomó sobre su pecho, volvió a levantarse, arrojó al niño ferozmente contra el suelo, como podría haberlo hecho un potro indómito, y luego volvió hacia él un rostro al que le faltaba la mandíbula inferior; de los dientes de arriba hasta la garganta se extendía una enorme cavidad roja surcada por jirones colgantes de carne y esquirlas de hueso. La prominencia antinatural de la nariz, la ausencia de barbilla y los ojos feroces le daban a aquel hombre la apariencia de un enorme pájaro rapaz cuyo cuello y pecho se habían tornado carmesís por la sangre de su presa. El hombre se puso de rodillas; el niño de pie. El hombre lo amenazó con el puño; el niño, aterrorizado al fin, corrió hasta un árbol cercano, se ocultó detrás del tronco y examinó con más seriedad la situación. Y así, la siniestra multitud continuaba arrastrándose de forma lenta y dolorosa en una lúgubre pantomima; avanzaban cuesta abajo como un enjambre de enormes escarabajos negros, sin emitir sonido alguno a su paso, en medio de un silencio profundo, absoluto.

En vez de oscurecerse, el paisaje embrujado se empezó a iluminar. A través del cinturón de árboles, más allá del arroyo, brillaba una extraña luz roja; los troncos y las ramas de los árboles formaban contra ella un encaje negro. La luz golpeaba las figuras rampantes y las dotaba de sombras monstruosas que caricaturizaban sus movimientos sobre la hierba encendida. Les caía en los rostros, tiñendo su blancura de un tono rojizo, acentuando las marcas con las que muchos estaban rayados y manchados. Destellaba sobre los botones y las piezas metálicas de su ropa. Por instinto, el niño se volvió hacia el creciente esplendor y bajó la cuesta con sus horribles compañeros. En unos momentos había adelantado al primero entre aquella multitud, lo que no era mayor hazaña si se consideraban sus ventajas. Se puso a la cabeza, con la espada de madera aún en la mano, y dirigió solemnemente la marcha, ajustando su paso al de ellos y volviéndose de vez en cuando como para comprobar que su ejército no se rezagara. De seguro un líder así nunca antes había tenido un séquito semejante.

Esparcidos por el terreno, que ahora se angostaba lentamente por la invasión de esta horrenda marcha hacia el agua, había algunos objetos con los cuales, en la mente del líder, no estaba emparejada ninguna asociación significativa: una frazada ocasional enrollada a lo largo, doblada y con las puntas atadas entre sí con una cuerda; una pesada mochila allí, y allá un mosquete roto; en suma, el tipo de cosas que se encuentran en la retaguardia de las tropas en retirada, los «rastros» de hombres que huyen de sus cazadores. Alrededor del riachuelo, que estaba bordeado allí por tierras bajas, los pies de los hombres y los cascos de los caballos habían pisado la tierra por todas partes hasta convertirla en barro. Un observador con más experiencia en el uso de sus ojos habría advertido que esas huellas apuntaban en ambas direcciones; dos veces habían pasado por la tierra: en el avance y en la retirada. Unas horas antes, aquellos hombres desesperados y malheridos, junto con sus más afortunados y ahora distantes camaradas, habían penetrado en el bosque por millares. Sus sucesivos batallones, rompiéndose en enjambres y volviendo a formar líneas, habían pasado a cada lado del niño; poco faltó para que lo pisaran mientras dormía. Los crujidos y murmullos de su marcha no lo habían despertado. Casi a tiro de piedra del lugar en el que yacía, habían librado una batalla; pero a los oídos del niño no llegó el fragor de los mosquetes, el estruendo del cañón, «la voz tonante de los capitanes y los gritos». Había dormido mientras todo ocurría, sujetando su espadita de madera quizá con más fuerza, por una simpatía inconsciente con su entorno marcial, pero tan ajeno a la grandeza de la lucha como aquellos que habían muerto para fabricar la gloria.

El fuego más allá del cinturón de árboles al otro lado del arroyo, que se reflejaba hacia la tierra desde la bóveda de su propio humo, bañaba ahora todo el paisaje. Transformaba la sinuosa línea de niebla en vapor dorado. El agua destellaba con visos rojos; y rojas, también, eran muchas de las piedras que afloraban de la superficie. Pero aquella era sangre; los heridos menos graves las habían manchado al cruzar. Sobre ellas, también, cruzaba ahora el niño con pasos ansiosos; se dirigía hacia el fuego. Al llegar a la otra orilla, se volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia llegaba al arroyo. Los más fuertes se habían arrastrado ya hasta el borde y habían sumergido la cara en el agua. Tres o cuatro que yacían inmóviles parecían no tener cabeza. Ante esto los ojos del niño se abrieron con asombro; ni siquiera su acogedor entendimiento podía aceptar un fenómeno que implicase semejante vitalidad. Tras saciar su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni para sostener la cabeza por encima del agua. Se habían ahogado. Detrás de ellos, los claros del bosque le mostraron al líder tantas figuras amorfas de su lúgubre ejército como al principio; pero no eran tantas las que ahora se movían. Agitó la gorra para animarlos y, con una sonrisa, apuntó el arma en la dirección de la luz que lo guiaba: un pilar de fuego para aquel extraño éxodo.

Seguro de la lealtad de sus hombres, entró al cinturón del bosque, lo franqueó fácilmente envuelto en la luz roja, trepó una cerca, corrió a través de un campo, volviéndose de vez en cuando para juguetear con su sombra cómplice, y así llegó a las ruinas en llamas de una morada. Desolación por todas partes. Bajo aquella luz radiante no se veía una sola cosa viva. Eso no le importó en absoluto; el espectáculo le complacía, y bailó con júbilo imitando las llamas vacilantes. Corrió de aquí para allá en busca de combustible, pero todos los objetos que encontraba le resultaban demasiado pesados para lanzarlos desde el punto en el que el calor detenía su avance. Desesperado, arrojó su espada, rindiéndose ante las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había llegado a su fin.

Al cambiar de posición, su mirada se posó sobre unos edificios cuya apariencia le resultaba extrañamente familiar, como si hubiera soñado con ellos. Se detuvo a examinarlos, asombrado, cuando de repente la plantación entera, con el bosque circundante, pareció girar como si estuviera sobre un pivote. Su pequeño universo dio media vuelta; los puntos de la brújula se habían invertido. ¡Reconoció en el edificio en llamas su propia casa!

Por un instante, se quedó pasmado ante la fuerza de la revelación; luego corrió entre tropiezos cubriendo medio camino alrededor de las ruinas. Allí, claramente a la vista bajo la luz de la conflagración, yacía el cadáver de una mujer: el rostro blanco vuelto hacia arriba, las manos apartadas y con los puños llenos de hierba, la ropa desarreglada, el cabello largo y oscuro enmarañado y cubierto de coágulos de sangre. Había perdido, desgarrada, la mayor parte de la frente, y por el agujero serrado sobresalía el cerebro, rebosando la sien, una masa gris y espumosa coronada por racimos de burbujas carmesís; ¡la obra de un explosivo!

El niño movió sus manitas haciendo gestos salvajes e inciertos. Lanzó una serie de gritos inarticulados e indescriptibles, algo entre el parloteo de un simio y el graznido de un pavo, un sonido espantoso, desalmado, impío, la lengua de un demonio. El niño era sordomudo.

Luego permaneció inmóvil, con los labios trémulos, los ojos clavados en las ruinas.

Doctor en filosofía de la Universidad Nacional de Colombia y traductor literario del inglés, francés e italiano al español. Fue ganador de la beca de traducción de Idartes en la categoría francés > español y de la mención honorífica del IV Premio internacional de traducción de poesía del italiano al español M’illumino d’immenso. Ha sido jurado de las becas de traducción de Idartes y del Ministerio de Cultura, así como docente de traducción literaria en diferentes espacios de ambas entidades y de la Universidad Central. Actualmente dirige la sección editorial y literaria de la Asociación Colombiana de Traductores, Terminólogos e Intérpretes (ACTTI).