La casa encantada
Traducción del inglés por Camila Geuna
Texto original de Virginia Woolf
Edición por Alejandro Ramírez Pulido
Imagen: «Snow Scene: the Haunted House» de Georg Emil Libert
Sin importar la hora a la que te despertaras había una puerta cerrándose. Iban de habitación en habitación, tomados de la mano, levantando esto, abriendo aquello, cerciorándose; una pareja fantasmal.
—Lo dejamos aquí —dijo ella.
—¡Ay, pero aquí también! —añadió él.
—Está arriba —murmuró ella.
—Y en el jardín —susurró él.
—Silencio —dijeron ambos— o los despertaremos.
Pero no era que nos despertaran. Para nada.
—Lo están buscando; están corriendo la cortina —podría decir uno, y continuar leyendo una página o dos.
—Ahora sí lo encontraron —afirmaba uno con seguridad y detenía el lápiz sobre el margen. Luego, cansado de leer, uno podría levantarse para ver por sí mismo, la casa completamente vacía, las puertas abiertas, solo el arrullo alegre de las torcazas y el zumbido de la trilladora que sonaba desde la granja.
—¿A qué vine? ¿Qué es lo que quería encontrar? —Tenía las manos vacías—. ¿Tal vez está arriba, entonces?
Las manzanas estaban en el altillo. Así que debajo de nuevo, el jardín tan quieto como siempre, solo que ahora el libro había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Igualmente, nadie los podía ver. Los cristales de las ventanas reflejaban las manzanas, reflejaban las rosas; todas las hojas eran verdes en el cristal. Si pasaban por la sala de estar, la manzana mostraba su lado amarillento. Sin embargo, inmediatamente después, si la puerta estaba abierta, si se extendía por el piso, si colgaba de las paredes, si pendía del techo… ¿Qué? Tenía las manos vacías. La sombra del zorzal se proyectaba en la alfombra; desde las profundidades del silencio la torcaza producía su propia burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo», la casa latía con ritmo suave. «El tesoro enterrado; la habitación…», el latido se detuvo de repente. ¿Ah, con que ese era el tesoro enterrado?
Un momento después la luz se había atenuado. ¿Afuera en el jardín, entonces? Pero los árboles tejían una oscuridad entre la cual se filtraba un rayo de luz errante. Tan sutil, tan peculiar, hundido serenamente bajo la superficie, el rayo que buscaba siempre consumido detrás del cristal. La muerte era el cristal; la muerte estaba entre nosotros; primero alcanzó a la mujer, hace cientos de años, y dejó la casa, selló todas las ventanas; los cuartos quedaron oscurecidos. Él dejó la casa, la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio la rotación de las estrellas en el cielo sureño; buscó la casa; la encontró abandonada entre las colinas. «A salvo, a salvo, a salvo», la casa latía con alegría. «Tu Tesoro».
El viento ruge por el camino. Los árboles se inclinan y curvan de aquí para allá. Los rayos de luna salpican y se derraman sin control en la lluvia. Pero la luz del poste entra directo por la ventana. La vela arde agarrotada e inmóvil. Mientras merodean por la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos, la pareja fantasmal va buscando su alegría.
—Aquí es donde dormíamos —dice ella.
—Un sinnúmero de besos —agrega él.—Despertar por las mañanas…
—Plateado entre los árboles…
—Arriba…
—En el jardín…
—Cuando llegaba el verano…
—Cuando nevaba en invierno…
Las puertas se cierran a lo lejos, dando golpes suaves que suenan como los latidos del corazón.
Se acercan; se detienen en la entrada. El viento cae, la lluvia se desliza por la ventana con tonos plateados. Nuestros ojos se ensombrecen; no escuchamos pasos a nuestro lado; no vemos a ninguna mujer vistiendo su manto fantasmal. Las manos de él escudan el farol.
—Mira —susurra—. Profundamente dormidos. El amor en los labios.
Encorvados, sosteniendo el farol plateado sobre nosotros, miran sin apuro y con intensidad. Se detienen durante un largo rato. El viento cae recto; la llama flaquea ligeramente. Los rayos de luna silvestres atraviesan tanto el piso como la pared y, al encontrarse, pintan las caras de quienes se encuentran inclinados; las caras de quienes se encuentran pensando; las caras de quienes buscan a aquellos que duermen y a su alegría escondida.
«A salvo, a salvo, a salvo», la casa late con orgullo.
—Cuántos años —suspira él—, y me encontraste nuevamente.
—Aquí —murmura ella—, durmiendo; leyendo en el jardín; riendo y haciendo rodar manzanas en el altillo. Aquí dejamos nuestro tesoro…
Inclinados, la luz hace que abra los ojos. «¡A salvo, a salvo, a salvo!», la casa late con desenfreno. Me despierto y grito:
—Ah, ¿es este su tesoro escondido? La luz del corazón.
Whatever hour you woke there was a door shunting. From room to room they went, hand in hand, lifting here, opening there, making sure—a ghostly couple.
“Here we left it,” she said. And he added, “Oh, but here too!” “It’s upstairs,” she murmured. “And in the garden,” he whispered “Quietly,” they said, “or we shall wake them.”
But it wasn’t that you woke us. Oh, no. “They’re looking for it; they’re drawing the curtain,” one might say, and so read on a page or two. “Now they’ve found it,” one would be certain, stopping the pencil on the margin. And then, tired of reading, one might rise and see for oneself, the house all empty, the doors standing open, only the wood pigeons bubbling with content and the hum of the threshing machine sounding from the farm. “What did I come in here for? What did I want to find?” My hands were empty. “Perhaps it’s upstairs then?” The apples were in the loft. And so down again, the garden still as ever, only the book had slipped into the grass.
But they had found it in the drawing room. Not that one could ever see them. The windowpanes reflected apples, reflected roses; all the leaves were green in the glass. If they moved in the drawing room, the apple only turned its yellow side. Yet, the moment after, if the door was opened, spread about the floor, hung upon the walls, pendant from the ceiling—what? My hands were empty. The shadow of a thrush crossed the carpet; from the deepest wells of silence the wood pigeon drew its bubble of sound. “Safe, safe, safe,” the pulse of the house beat softly. “The treasure buried; the room…” the pulse stopped short. Oh, was that the buried treasure?
A moment later the light had faded. Out in the garden then? But the trees spun darkness for a wandering beam of sun. So fine, so rare, coolly sunk beneath the surface the beam I sought always burnt behind the glass. Death was the glass; death was between us; coming to the woman first, hundreds of years ago, leaving the house, sealing all the windows; the rooms were darkened. He left it, left her, went North, went East, saw the stars turned in the Southern sky; sought the house, found it dropped beneath the Downs. “Safe, safe, safe,” the pulse of the house beat gladly. “The Treasure yours.”
The wind roars up the avenue. Trees stoop and bend this way and that. Moonbeams splash and spill wildly in the rain. But the beam of the lamp falls straight from the window. The candle burns stiff and still. Wandering through the house, opening the windows, whispering not to wake us, the ghostly couple seek their joy.
“Here we slept,” she says. And he adds, “Kisses without number.” “Waking in the morning—” “Silver between the trees—” “Upstairs—” “In the garden—” “When summer came—” “In winter snowtime—” The doors go shutting far in the distance, gently knocking like the pulse of a heart.
Nearer they come; cease at the doorway. The wind falls, the rain slides silver down the glass. Our eyes darken; we hear no steps beside us; we see no lady spread her ghostly cloak. His hands shield the lantern. “Look,” he breathes. “Sound asleep. Love upon their lips.”
Stooping, holding their silver lamp above us, long they look and deeply. Long they pause. The wind drives straightly; the flame stoops slightly. Wild beams of moonlight cross both floor and wall, and, meeting, stain the faces bent; the faces pondering; the faces that search the sleepers and seek their hidden joy. “Safe, safe, safe,” the heart of the house beats proudly. “Long years—” he sighs. “Again you found me.” “Here,” she murmurs, “sleeping; in the garden reading; laughing, rolling apples in the loft. Here we left our treasure—” Stooping, their light lifts the lids upon my eyes. “Safe! safe! safe!” the pulse of the house beats wildly. Waking, I cry “Oh, is this your buried treasure? The light in the heart.
Whatever hour you woke there was a door shunting. From room to room they went, hand in hand, lifting here, opening there, making sure—a ghostly couple.
“Here we left it,” she said. And he added, “Oh, but here too!” “It’s upstairs,” she murmured. “And in the garden,” he whispered “Quietly,” they said, “or we shall wake them.”
But it wasn’t that you woke us. Oh, no. “They’re looking for it; they’re drawing the curtain,” one might say, and so read on a page or two. “Now they’ve found it,” one would be certain, stopping the pencil on the margin. And then, tired of reading, one might rise and see for oneself, the house all empty, the doors standing open, only the wood pigeons bubbling with content and the hum of the threshing machine sounding from the farm. “What did I come in here for? What did I want to find?” My hands were empty. “Perhaps it’s upstairs then?” The apples were in the loft. And so down again, the garden still as ever, only the book had slipped into the grass.
But they had found it in the drawing room. Not that one could ever see them. The windowpanes reflected apples, reflected roses; all the leaves were green in the glass. If they moved in the drawing room, the apple only turned its yellow side. Yet, the moment after, if the door was opened, spread about the floor, hung upon the walls, pendant from the ceiling—what? My hands were empty. The shadow of a thrush crossed the carpet; from the deepest wells of silence the wood pigeon drew its bubble of sound. “Safe, safe, safe,” the pulse of the house beat softly. “The treasure buried; the room…” the pulse stopped short. Oh, was that the buried treasure?
A moment later the light had faded. Out in the garden then? But the trees spun darkness for a wandering beam of sun. So fine, so rare, coolly sunk beneath the surface the beam I sought always burnt behind the glass. Death was the glass; death was between us; coming to the woman first, hundreds of years ago, leaving the house, sealing all the windows; the rooms were darkened. He left it, left her, went North, went East, saw the stars turned in the Southern sky; sought the house, found it dropped beneath the Downs. “Safe, safe, safe,” the pulse of the house beat gladly. “The Treasure yours.”
The wind roars up the avenue. Trees stoop and bend this way and that. Moonbeams splash and spill wildly in the rain. But the beam of the lamp falls straight from the window. The candle burns stiff and still. Wandering through the house, opening the windows, whispering not to wake us, the ghostly couple seek their joy.
“Here we slept,” she says. And he adds, “Kisses without number.” “Waking in the morning—” “Silver between the trees—” “Upstairs—” “In the garden—” “When summer came—” “In winter snowtime—” The doors go shutting far in the distance, gently knocking like the pulse of a heart.
Nearer they come; cease at the doorway. The wind falls, the rain slides silver down the glass. Our eyes darken; we hear no steps beside us; we see no lady spread her ghostly cloak. His hands shield the lantern. “Look,” he breathes. “Sound asleep. Love upon their lips.”
Stooping, holding their silver lamp above us, long they look and deeply. Long they pause. The wind drives straightly; the flame stoops slightly. Wild beams of moonlight cross both floor and wall, and, meeting, stain the faces bent; the faces pondering; the faces that search the sleepers and seek their hidden joy. “Safe, safe, safe,” the heart of the house beats proudly. “Long years—” he sighs. “Again you found me.” “Here,” she murmurs, “sleeping; in the garden reading; laughing, rolling apples in the loft. Here we left our treasure—” Stooping, their light lifts the lids upon my eyes. “Safe! safe! safe!” the pulse of the house beats wildly. Waking, I cry “Oh, is this your buried treasure? The light in the heart.
Sin importar la hora a la que te despertaras había una puerta cerrándose. Iban de habitación en habitación, tomados de la mano, levantando esto, abriendo aquello, cerciorándose; una pareja fantasmal.
—Lo dejamos aquí —dijo ella.
—¡Ay, pero aquí también! —añadió él.
—Está arriba —murmuró ella.
—Y en el jardín —susurró él.
—Silencio —dijeron ambos— o los despertaremos.
Pero no era que nos despertaran. Para nada.
—Lo están buscando; están corriendo la cortina —podría decir uno, y continuar leyendo una página o dos.
—Ahora sí lo encontraron —afirmaba uno con seguridad y detenía el lápiz sobre el margen. Luego, cansado de leer, uno podría levantarse para ver por sí mismo, la casa completamente vacía, las puertas abiertas, solo el arrullo alegre de las torcazas y el zumbido de la trilladora que sonaba desde la granja.
—¿A qué vine? ¿Qué es lo que quería encontrar? —Tenía las manos vacías—. ¿Tal vez está arriba, entonces?
Las manzanas estaban en el altillo. Así que debajo de nuevo, el jardín tan quieto como siempre, solo que ahora el libro había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Igualmente, nadie los podía ver. Los cristales de las ventanas reflejaban las manzanas, reflejaban las rosas; todas las hojas eran verdes en el cristal. Si pasaban por la sala de estar, la manzana mostraba su lado amarillento. Sin embargo, inmediatamente después, si la puerta estaba abierta, si se extendía por el piso, si colgaba de las paredes, si pendía del techo… ¿Qué? Tenía las manos vacías. La sombra del zorzal se proyectaba en la alfombra; desde las profundidades del silencio la torcaza producía su propia burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo», la casa latía con ritmo suave. «El tesoro enterrado; la habitación…», el latido se detuvo de repente. ¿Ah, con que ese era el tesoro enterrado?
Un momento después la luz se había atenuado. ¿Afuera en el jardín, entonces? Pero los árboles tejían una oscuridad entre la que cual se filtraba un rayo de luz errante. Tan sutil, tan peculiar, hundido serenamente bajo la superficie, el rayo que buscaba siempre consumido detrás del cristal. La muerte era el cristal; la muerte estaba entre nosotros; primero alcanzó a la mujer, hace cientos de años, y dejó la casa, selló todas las ventanas; los cuartos quedaron oscurecidos. Él dejó la casa, la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio la rotación de las estrellas en el cielo sureño; buscó la casa; la encontró abandonada entre las colinas. «A salvo, a salvo, a salvo», la casa latía con alegría. «Tu Tesoro».
El viento ruge por el camino. Los árboles se inclinan y curvan de aquí para allá. Los rayos de luna salpican y se derraman sin control en la lluvia. Pero la luz del poste entra directo por la ventana. La vela arde agarrotada e inmóvil. Mientras merodean por la casa, abriendo ventanas, susurrando para no despertarnos, la pareja fantasmal va buscando su alegría.
—Aquí es donde dormíamos —dice ella.
—Un sinnúmero de besos —agrega él.—Despertar por las mañanas…
—Plateado entre los árboles…
—Arriba…
—En el jardín…
—Cuando llegaba el verano…
—Cuando nevaba en invierno…
Las puertas se cierran a lo lejos, dando golpes suaves que suenan como los latidos del corazón.
Se acercan; se detienen en la entrada. El viento cae, la lluvia se desliza por la ventana con tonos plateados. Nuestros ojos se ensombrecen; no escuchamos pasos a nuestro lado; no vemos a ninguna mujer vistiendo su manto fantasmal. Las manos de él escudan el farol.
—Mira —susurra—. Profundamente dormidos. El amor en los labios.
Encorvados, sosteniendo el farol plateado sobre nosotros, miran sin apuro y con intensidad. Se detienen durante un largo rato. El viento cae recto; la llama flaquea ligeramente. Los rayos de luna silvestres atraviesan tanto el piso como la pared y, al encontrarse, pintan las caras de quienes se encuentran inclinados; las caras de quienes se encuentran pensando; las caras de quienes buscan a aquellos que duermen y a su alegría escondida.
«A salvo, a salvo, a salvo», la casa late con orgullo.
—Cuántos años —suspira él—, y me encontraste nuevamente.
—Aquí —murmura ella—, durmiendo; leyendo en el jardín; riendo y haciendo rodar manzanas en el altillo. Aquí dejamos nuestro tesoro…
Inclinados, la luz hace que abra los ojos. «¡A salvo, a salvo, a salvo!», la casa late con desenfreno. Me despierto y grito:
—Ah, ¿es este su tesoro escondido? La luz del corazón.
Camila Geuna nació en Entre Ríos, Argentina, en el año 2000. Actualmente, cursa el último año de la carrera de Traductorado Público de Inglés en la Universidad Adventista del Plata. Desde 2023, se especializa en el área de traducción audiovisual y forma parte del equipo de TED Translators. Además, tiene un gran interés por la traducción literaria, razón principal por la que quiso formarse en la profesión. Apasionada por los libros, el lenguaje y las traducciones desafiantes, busca constantemente perfeccionar su habilidad para transmitir las sutilezas del idioma original. Su objetivo es convertirse en una profesional que actúe como puente entre culturas y poder llevar historias emocionantes a la puerta de nuevos públicos.