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El canario

por Katherine Mansfield, traducción de Estudiantes del Diplomado en Trad. Literaria (U. Central)

Traducción del inglés por Estudiantes del Diplomado en Traducción Literaria de la Universidad Central.
Texto original de Katherine Mansfield
Imagen: «The Canary» de William McGregor Paxton

…¿Ves ese clavo grande a la derecha de la puerta principal? Incluso ahora apenas lo puedo mirar, pero no soportaría sacarlo. Me gustaría pensar que ahí estuvo siempre, incluso después de mis días. A veces oigo decir a quienes vendrán después: «Ahí debió haber una jaula colgada». Y me consuela; siento que él no ha caído del todo en el olvido.

…No podrías imaginar lo maravilloso que era su canto. No cantaba como otros canarios. Y no es solo mi imaginación. A menudo, desde la ventana, solía ver a la gente detenerse en la reja a escuchar, o se inclinaban por encima de la cerca que estaba junto a las celindas durante un buen tiempo —cautivados—. Supongo que te suena absurdo —sería diferente si lo hubieras escuchado—, pero realmente me parecía que cantaba canciones enteras, con un principio y un final.

Por ejemplo, una vez que dejaba la casa lista en las tardes, y me cambiaba la blusa y traía mi costura aquí a la veranda, él solía brincar, brincar, brincar de una percha a otra, golpear los barrotes como si quisiera llamar mi atención, tomar un poco de agua tal como lo haría un cantante profesional, y luego soltar una canción tan exquisita que tenía que dejar la aguja para escucharlo. No lo puedo describir; ojalá pudiera. Pero así era siempre, cada tarde, y me parecía entender cada una de sus notas.

…Lo amaba. ¡Cuánto lo amaba! Quizá no importa tanto qué es lo que uno ama en este mundo. Pero algo uno debe amar. Claro, siempre estaban mi casita y el jardín, pero por alguna razón nunca eran suficientes. Las flores responden de maravilla, pero no se conmueven. Entonces amé la estrella vespertina. ¿Suena tonto? Solía ir al jardín, después del atardecer, y esperar hasta que brillara sobre el oscuro árbol de caucho. Solía susurrar «Ahí estás, mi querer». Y justo en ese primer instante parecía brillar solo para mí. Parecía entender este… algo que es como añoranza, y que aún no es añoranza. O arrepentimiento: es más como arrepentimiento. Pero ¿arrepentimiento de qué? Tengo mucho que agradecer.

…Pero después de que él llegó a mi vida olvidé la estrella vespertina; ya no la necesitaba. Pero fue extraño. Cuando el vendedor chino que llegó a la puerta con unos pájaros lo levantó en su diminuta jaula, y él en vez de revolotear, revolotear, como los pobrecitos jilgueros, dejó salir un trino ligero y breve, me sorprendí diciendo, justo como le había dicho a la estrella sobre el árbol de caucho, «Ahí estás, mi querer». A partir de ese instante él fue mío.

…Me sorprende aun ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En la mañana, cuando bajaba y quitaba la cobija de su jaula, me saludaba con una notita somnolienta. Yo sabía que significaba «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba del clavo de afuera mientras les servía el desayuno a mis tres muchachos, y nunca lo entraba hasta que teníamos la casa para nosotros de nuevo. Después, cuando terminaba de lavar los platos, era todo un pequeño espectáculo. Extendía una hoja de periódico sobre la esquina de la mesa y cuando ponía la jaula encima él solía aletear con desespero, como si no supiera lo que venía. «Eres un actorcito de tiempo completo», solía reprenderlo. Raspaba la bandeja, le rociaba arena limpia, llenaba sus cuencos de semillas y de agua, metía un trozo de álsine y medio ají entre los barrotes. Y estoy convencida de que él entendía y apreciaba cada detalle de esta pequeña función. Mira que por naturaleza era supremamente pulcro. No había nunca una mancha en su percha. Y solo habrías tenido que ver cómo disfrutaba su baño para darte cuenta de que en verdad era un pequeño apasionado por la limpieza. Por último, metía su bañera. Y en cuanto estaba adentro, él se zambullía sin dudarlo. Primero agitaba un ala, luego la otra, luego agachaba la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Había gotas de agua esparcidas por toda la cocina, pero aun así no se salía. Solía decirle: «Bueno, ya fue suficiente. Solo estás presumiendo». Y por fin salía de un brinco y, parado en una pata, se empezaba a acicalar para secarse. Finalmente, una sacudida, una vuelta, un trino y levantaba el cuello —Oh, apenas soporto recordarlo—. Yo estaba siempre limpiando los cuchillos en ese momento. Y casi me parecía que los cuchillos también cantaban, mientras les sacaba brillo sobre la tabla.

…Compañía, ya ves —eso era él—. Una compañía perfecta. Si has vivido en soledad, sabrás lo invaluable que es. Claro, estaban mis tres muchachos que venían a cenar todas las noches, y a veces se quedaban después en el comedor leyendo el periódico. Pero no podía esperar que se interesaran en las pequeñas cosas que me alegraban el día. ¿Por qué deberían? Yo no era nada para ellos. Incluso los oí hablar una noche de mí en las escaleras como “el Espantapájaros”. No importa. En realidad no importa. Ni en lo más mínimo. Entiendo muy bien. Son jóvenes. ¿Por qué habría de afectarme? Pero recuerdo que me sentía especialmente agradecida por no estar tan sola esa noche. Le conté, después de que se fueron. Dije «¿Sabes cómo le dicen a la Señora?». Y él ladeó la cabeza y me miró con su ojito brillante hasta que no pude contener la risa. Al parecer eso le causó gracia.

… ¿Has tenido pájaros? En caso de que no, todo esto debe quizá sonar exagerado. La gente tiene la idea de que los pájaros son pequeñas criaturas frías y sin corazón, no como los perros o los gatos. Mi lavandera solía decir los lunes cuando se preguntaba por qué yo no tenía «un lindo fox terrier»: «Un canario no consuela a nadie, señorita». Falso. Terriblemente falso. Recuerdo una noche. Había tenido un sueño espantoso —los sueños pueden ser terriblemente crueles—, incluso después de que me desperté no podía reponerme. Así que me puse la bata y bajé a la cocina por un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía muy fuerte. Supongo que aún estaba entredormida, pero a través de la ventana de la cocina, que no tenía cortina, me parecía que la oscuridad miraba fijamente hacia adentro, espiando. Y de repente sentí que era insoportable no tener a alguien a quien pudiera decirle «Tuve un sueño terrible», o-o «Escóndeme de la oscuridad». Incluso me cubrí el rostro por un minuto. Y entonces me llegó un pequeño «¡Tui! ¡Tui!». Su jaula estaba sobre la mesa, y la cobija se había resbalado dejando que se colara un diminuto haz de luz. «¡Tui! ¡Tui!», decía de nuevo el encantador amiguito, con suavidad, como si dijera: «¡Aquí estoy, señora! ¡Aquí estoy!». Eso me reconfortó de una manera tan hermosa que casi lloré.

…Y ahora se ha ido. Nunca tendré otro pájaro, otra mascota de ninguna clase. ¿Cómo podría? Cuando lo encontré, tumbado bocarriba, con el ojo apagado y las paticas contraídas, cuando me di cuenta de que nunca volvería a escuchar el canto de mi querer, algo pareció morir en mí. Mi corazón se sintió vacío, como si fuera su jaula. Voy a superarlo. Por supuesto. Debo hacerlo. Uno puede superar cualquier cosa con el tiempo. Y la gente siempre dice que tengo un temperamento alegre. Tienen toda la razón. Le doy gracias a mi Dios por ser así.

…En todo caso, sin caer en lo macabro, y sin darle cabida a-a los recuerdos y a esas cosas, debo confesar que sí me parece que hay algo triste en la vida. Es difícil decir qué es. No me refiero a la aflicción que todos conocemos, como la enfermedad y la pobreza y la muerte. No, es algo diferente. Está ahí, bien al fondo, bien al fondo, es parte de uno, como tu propia respiración. Por mucho que trabaje y me canse solo tengo que detenerme para saber que está ahí, a la espera. Con frecuencia me pregunto si todas las personas sienten lo mismo. Es imposible saberlo. Pero ¿no es extraordinario que debajo de su cantito dulce y jovial no hubiera más que esta tristeza —ah, ¿qué es?— que yo escuchaba?

…You see that big nail to the right of the front door? I can scarcely look at it even now and yet I could not bear to take it out. I should like to think it was there always even after my time. I sometimes hear the next people saying, “There must have been a cage hanging from there.” And it comforts me; I feel he is not quite forgotten.

…You cannot imagine how wonderfully he sang. It was not like the singing of other canaries. And that isn’t just my fancy. Often, from the window, I used to see people stop at the gate to listen, or they would lean over the fence by the mock-orange for quite a long time—carried away. I suppose it sounds absurd to you—it wouldn’t if you had heard him—but it really seemed to me that he sang whole songs with a beginning and an end to them.

For instance, when I’d finished the house in the afternoon, and changed my blouse and brought my sewing on to the verandah here, he used to hop, hop, hop from one perch to another, tap against the bars as if to attract my attention, sip a little water just as a professional singer might, and then break into a song so exquisite that I had to put my needle down to listen to him. I can’t describe it; I wish I could. But it was always the same, every afternoon, and I felt that I understood every note of it.

…I loved him. How I loved him! Perhaps it does not matter so very much what it is one loves in this world. But love something one must. Of course there was always my little house and the garden, but for some reason they were never enough. Flowers respond wonderfully, but they don’t sympathize. Then I loved the evening star. Does that sound foolish? I used to go into the backyard, after sunset, and wait for it until it shone above the dark gum tree. I used to whisper “There you are, my darling.” And just in that first moment it seemed to be shining for me alone. It seemed to understand this . . . something which is like longing, and yet it is not longing. Or regret— it is more like regret. And yet regret for what? I have much to be thankful for.

…But after he came into my life I forgot the evening star; I did not need it any more. But it was strange. When the Chinaman who came to the door with birds to sell held him up in his tiny cage, and instead of fluttering, fluttering, like the poor little goldfinches, he gave a faint, small chirp, I found myself saying, just as I had said to the star over the gum tree, “There you are, my darling.” From that moment he was mine.

…It surprises me even now to remember how he and I shared each other’s lives. The moment I came down in the morning and took the cloth off his cage he greeted me with a drowsy little note. I knew it meant “Missus! Missus!” Then I hung him on the nail outside while I got my three young men their breakfasts, and I never brought him in until we had the house to ourselves again. Then, when the washing-up was done, it was quite a little entertainment. I spread a newspaper over a corner of the table and when I put the cage on it he used to beat with his wings despairingly, as if he didn’t know what was coming. “You’re a regular little actor,” I used to scold him. I scraped the tray, dusted it with fresh sand, filled his seed and water tins, tucked a piece of chickweed and half a chili between the bars. And I am perfectly certain he understood and appreciated every item of this little performance. You see by nature he was exquisitely neat. There was never a speck on his perch. And you’d only to see him enjoy his bath to realize he had a real small passion for cleanliness. His bath was put in last. And the moment it was in he positively leapt into it. First he fluttered one wing, then the other, then he ducked his head and dabbled his breast feathers. Drops of water were scattered all over the kitchen, but still he would not get out. I used to say to him, “Now that’s quite enough. You’re only showing off.” And at last out he hopped and, standing on one leg, he began to peck himself dry. Finally he gave a shake, a flick, a twitter and he lifted his throat—Oh, I can hardly bear to recall it. I was always cleaning the knives at the time. And it almost seemed to me the knives sang too, as I rubbed them bright on the board.

…Company, you see—that was what he was. Perfect company. If you have lived alone you will realize how precious that is. Of course there were my three young men who came in to supper every evening, and sometimes they stayed in the dining-room afterwards reading the paper. But I could not expect them to be interested in the little things that made my day. Why should they be? I was nothing to them. In fact, I overheard them one evening talking about me on the stairs as “the Scarecrow.” No matter. It doesn’t matter. Not in the least. I quite understand. They are young. Why should I mind? But I remember feeling so especially thankful that I was not quite alone that evening. I told him, after they had gone out. I said “Do you know what they call Missus?” And he put his head on one side and looked at me with his little bright eye until I could not help laughing. It seemed to amuse him.

…Have you kept birds? If you haven’t all this must sound, perhaps, exaggerated. People have the idea that birds are heartless, cold little creatures, not like dogs or cats. My washer-woman used to say on Mondays when she wondered why I didn’t keep “a nice fox terrier,” “There’s no comfort, Miss, in a canary.” Untrue. Dreadfully untrue. I remember one night. I had had a very awful dream—dreams can be dreadfully cruel—even after I had woken up I could not get over it. So I put on my dressing-gown and went down to the kitchen for a glass of water. It was a winter night and raining hard. I suppose I was still half asleep, but through the kitchen window, that hadn’t a blind, it seemed to me the dark was staring in, spying. And suddenly I felt it was unbearable that I had no one to whom I could say “I’ve had such a dreadful dream,” or—or “Hide me from the dark.” I even covered my face for a minute. And then there came a little “Sweet! Sweet!” His cage was on the table, and the cloth had slipped so that a chink of light shone through. “Sweet! Sweet!” said the darling little fellow again, softly, as much as to say, “I’m here, Missus! I’m here!” That was so beautifully comforting that I nearly cried.

…And now he’s gone. I shall never have another bird, another pet of any kind. How could I? When I found him, lying on his back, with his eye dim and his claws wrung, when I realized that never again should I hear my darling sing, something seemed to die in me. My heart felt hollow, as if it was his cage. I shall get over it. Of course. I must. One can get over anything in time. And people always say I have a cheerful disposition. They are quite right. I thank my God I have. …All the same, without being morbid, and giving way to—to memories and so on, I must confess that there does seem to me something sad in life. It is hard to say what it is. I don’t mean the sorrow that we all know, like illness and poverty and death. No, it is something different. It is there, deep down, deep down, part of one, like one’s breathing. However hard I work and tire myself I have only to stop to know it is there, waiting. I often wonder if everybody feels the same. One can never know. But isn’t it extraordinary that under his sweet, joyful little singing it was just this sadness—ah, what is it?—that I heard?

…You see that big nail to the right of the front door? I can scarcely look at it even now and yet I could not bear to take it out. I should like to think it was there always even after my time. I sometimes hear the next people saying, “There must have been a cage hanging from there.” And it comforts me; I feel he is not quite forgotten.

…You cannot imagine how wonderfully he sang. It was not like the singing of other canaries. And that isn’t just my fancy. Often, from the window, I used to see people stop at the gate to listen, or they would lean over the fence by the mock-orange for quite a long time—carried away. I suppose it sounds absurd to you—it wouldn’t if you had heard him—but it really seemed to me that he sang whole songs with a beginning and an end to them.

For instance, when I’d finished the house in the afternoon, and changed my blouse and brought my sewing on to the verandah here, he used to hop, hop, hop from one perch to another, tap against the bars as if to attract my attention, sip a little water just as a professional singer might, and then break into a song so exquisite that I had to put my needle down to listen to him. I can’t describe it; I wish I could. But it was always the same, every afternoon, and I felt that I understood every note of it.

…I loved him. How I loved him! Perhaps it does not matter so very much what it is one loves in this world. But love something one must. Of course there was always my little house and the garden, but for some reason they were never enough. Flowers respond wonderfully, but they don’t sympathize. Then I loved the evening star. Does that sound foolish? I used to go into the backyard, after sunset, and wait for it until it shone above the dark gum tree. I used to whisper “There you are, my darling.” And just in that first moment it seemed to be shining for me alone. It seemed to understand this . . . something which is like longing, and yet it is not longing. Or regret— it is more like regret. And yet regret for what? I have much to be thankful for.

…But after he came into my life I forgot the evening star; I did not need it any more. But it was strange. When the Chinaman who came to the door with birds to sell held him up in his tiny cage, and instead of fluttering, fluttering, like the poor little goldfinches, he gave a faint, small chirp, I found myself saying, just as I had said to the star over the gum tree, “There you are, my darling.” From that moment he was mine.

…It surprises me even now to remember how he and I shared each other’s lives. The moment I came down in the morning and took the cloth off his cage he greeted me with a drowsy little note. I knew it meant “Missus! Missus!” Then I hung him on the nail outside while I got my three young men their breakfasts, and I never brought him in until we had the house to ourselves again. Then, when the washing-up was done, it was quite a little entertainment. I spread a newspaper over a corner of the table and when I put the cage on it he used to beat with his wings despairingly, as if he didn’t know what was coming. “You’re a regular little actor,” I used to scold him. I scraped the tray, dusted it with fresh sand, filled his seed and water tins, tucked a piece of chickweed and half a chili between the bars. And I am perfectly certain he understood and appreciated every item of this little performance. You see by nature he was exquisitely neat. There was never a speck on his perch. And you’d only to see him enjoy his bath to realize he had a real small passion for cleanliness. His bath was put in last. And the moment it was in he positively leapt into it. First he fluttered one wing, then the other, then he ducked his head and dabbled his breast feathers. Drops of water were scattered all over the kitchen, but still he would not get out. I used to say to him, “Now that’s quite enough. You’re only showing off.” And at last out he hopped and, standing on one leg, he began to peck himself dry. Finally he gave a shake, a flick, a twitter and he lifted his throat—Oh, I can hardly bear to recall it. I was always cleaning the knives at the time. And it almost seemed to me the knives sang too, as I rubbed them bright on the board.

…Company, you see—that was what he was. Perfect company. If you have lived alone you will realize how precious that is. Of course there were my three young men who came in to supper every evening, and sometimes they stayed in the dining-room afterwards reading the paper. But I could not expect them to be interested in the little things that made my day. Why should they be? I was nothing to them. In fact, I overheard them one evening talking about me on the stairs as “the Scarecrow.” No matter. It doesn’t matter. Not in the least. I quite understand. They are young. Why should I mind? But I remember feeling so especially thankful that I was not quite alone that evening. I told him, after they had gone out. I said “Do you know what they call Missus?” And he put his head on one side and looked at me with his little bright eye until I could not help laughing. It seemed to amuse him.

…Have you kept birds? If you haven’t all this must sound, perhaps, exaggerated. People have the idea that birds are heartless, cold little creatures, not like dogs or cats. My washer-woman used to say on Mondays when she wondered why I didn’t keep “a nice fox terrier,” “There’s no comfort, Miss, in a canary.” Untrue. Dreadfully untrue. I remember one night. I had had a very awful dream—dreams can be dreadfully cruel—even after I had woken up I could not get over it. So I put on my dressing-gown and went down to the kitchen for a glass of water. It was a winter night and raining hard. I suppose I was still half asleep, but through the kitchen window, that hadn’t a blind, it seemed to me the dark was staring in, spying. And suddenly I felt it was unbearable that I had no one to whom I could say “I’ve had such a dreadful dream,” or—or “Hide me from the dark.” I even covered my face for a minute. And then there came a little “Sweet! Sweet!” His cage was on the table, and the cloth had slipped so that a chink of light shone through. “Sweet! Sweet!” said the darling little fellow again, softly, as much as to say, “I’m here, Missus! I’m here!” That was so beautifully comforting that I nearly cried.

…And now he’s gone. I shall never have another bird, another pet of any kind. How could I? When I found him, lying on his back, with his eye dim and his claws wrung, when I realized that never again should I hear my darling sing, something seemed to die in me. My heart felt hollow, as if it was his cage. I shall get over it. Of course. I must. One can get over anything in time. And people always say I have a cheerful disposition. They are quite right. I thank my God I have. …All the same, without being morbid, and giving way to—to memories and so on, I must confess that there does seem to me something sad in life. It is hard to say what it is. I don’t mean the sorrow that we all know, like illness and poverty and death. No, it is something different. It is there, deep down, deep down, part of one, like one’s breathing. However hard I work and tire myself I have only to stop to know it is there, waiting. I often wonder if everybody feels the same. One can never know. But isn’t it extraordinary that under his sweet, joyful little singing it was just this sadness—ah, what is it?—that I heard?

…¿Ves ese clavo grande a la derecha de la puerta principal? Incluso ahora apenas lo puedo mirar, pero no soportaría sacarlo. Me gustaría pensar que ahí estuvo siempre, incluso después de mis días. A veces oigo decir a quienes vendrán después: «Ahí debió haber una jaula colgada». Y me consuela; siento que él no ha caído del todo en el olvido.

…No podrías imaginar lo maravilloso que era su canto. No cantaba como otros canarios. Y no es solo mi imaginación. A menudo, desde la ventana, solía ver a la gente detenerse en la reja a escuchar, o se inclinaban por encima de la cerca que estaba junto a las celindas durante un buen tiempo —cautivados—. Supongo que te suena absurdo —sería diferente si lo hubieras escuchado—, pero realmente me parecía que cantaba canciones enteras, con un principio y un final.

Por ejemplo, una vez que dejaba la casa lista en las tardes, y me cambiaba la blusa y traía mi costura aquí a la veranda, él solía brincar, brincar, brincar de una percha a otra, golpear los barrotes como si quisiera llamar mi atención, tomar un poco de agua tal como lo haría un cantante profesional, y luego soltar una canción tan exquisita que tenía que dejar la aguja para escucharlo. No lo puedo describir; ojalá pudiera. Pero así era siempre, cada tarde, y me parecía entender cada una de sus notas.

…Lo amaba. ¡Cuánto lo amaba! Quizá no importa tanto qué es lo que uno ama en este mundo. Pero algo uno debe amar. Claro, siempre estaban mi casita y el jardín, pero por alguna razón nunca eran suficientes. Las flores responden de maravilla, pero no se conmueven. Entonces amé la estrella vespertina. ¿Suena tonto? Solía ir al jardín, después del atardecer, y esperar hasta que brillara sobre el oscuro árbol de caucho. Solía susurrar «Ahí estás, mi querer». Y justo en ese primer instante parecía brillar solo para mí. Parecía entender este… algo que es como añoranza, y que aún no es añoranza. O arrepentimiento: es más como arrepentimiento. Pero ¿arrepentimiento de qué? Tengo mucho que agradecer.

…Pero después de que él llegó a mi vida olvidé la estrella vespertina; ya no la necesitaba. Pero fue extraño. Cuando el vendedor chino que llegó a la puerta con unos pájaros lo levantó en su diminuta jaula, y él en vez de revolotear, revolotear, como los pobrecitos jilgueros, dejó salir un trino ligero y breve, me sorprendí diciendo, justo como le había dicho a la estrella sobre el árbol de caucho, «Ahí estás, mi querer». A partir de ese instante él fue mío.

…Me sorprende aun ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En la mañana, cuando bajaba y quitaba la cobija de su jaula, me saludaba con una notita somnolienta. Yo sabía que significaba «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba del clavo de afuera mientras les servía el desayuno a mis tres muchachos, y nunca lo entraba hasta que teníamos la casa para nosotros de nuevo. Después, cuando terminaba de lavar los platos, era todo un pequeño espectáculo. Extendía una hoja de periódico sobre la esquina de la mesa y cuando ponía la jaula encima él solía aletear con desespero, como si no supiera lo que venía. «Eres un actorcito de tiempo completo», solía reprenderlo. Raspaba la bandeja, le rociaba arena limpia, llenaba sus cuencos de semillas y de agua, metía un trozo de álsine y medio ají entre los barrotes. Y estoy convencida de que él entendía y apreciaba cada detalle de esta pequeña función. Mira que por naturaleza era supremamente pulcro. No había nunca una mancha en su percha. Y solo habrías tenido que ver cómo disfrutaba su baño para darte cuenta de que en verdad era un pequeño apasionado por la limpieza. Por último, metía su bañera. Y en cuanto estaba adentro, él se zambullía sin dudarlo. Primero agitaba un ala, luego la otra, luego agachaba la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Había gotas de agua esparcidas por toda la cocina, pero aun así no se salía. Solía decirle: «Bueno, ya fue suficiente. Solo estás presumiendo». Y por fin salía de un brinco y, parado en una pata, se empezaba a acicalar para secarse. Finalmente, una sacudida, una vuelta, un trino y levantaba el cuello —Oh, apenas soporto recordarlo—. Yo estaba siempre limpiando los cuchillos en ese momento. Y casi me parecía que los cuchillos también cantaban, mientras les sacaba brillo sobre la tabla.

…Compañía, ya ves —eso era él—. Una compañía perfecta. Si has vivido en soledad, sabrás lo invaluable que es. Claro, estaban mis tres muchachos que venían a cenar todas las noches, y a veces se quedaban después en el comedor leyendo el periódico. Pero no podía esperar que se interesaran en las pequeñas cosas que me alegraban el día. ¿Por qué deberían? Yo no era nada para ellos. Incluso los oí hablar una noche de mí en las escaleras como “el Espantapájaros”. No importa. En realidad no importa. Ni en lo más mínimo. Entiendo muy bien. Son jóvenes. ¿Por qué habría de afectarme? Pero recuerdo que me sentía especialmente agradecida por no estar tan sola esa noche. Le conté, después de que se fueron. Dije «¿Sabes cómo le dicen a la Señora?». Y él ladeó la cabeza y me miró con su ojito brillante hasta que no pude contener la risa. Al parecer eso le causó gracia.

… ¿Has tenido pájaros? En caso de que no, todo esto debe quizá sonar exagerado. La gente tiene la idea de que los pájaros son pequeñas criaturas frías y sin corazón, no como los perros o los gatos. Mi lavandera solía decir los lunes cuando se preguntaba por qué yo no tenía «un lindo fox terrier»: «Un canario no consuela a nadie, señorita». Falso. Terriblemente falso. Recuerdo una noche. Había tenido un sueño espantoso —los sueños pueden ser terriblemente crueles—, incluso después de que me desperté no podía reponerme. Así que me puse la bata y bajé a la cocina por un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía muy fuerte. Supongo que aún estaba entredormida, pero a través de la ventana de la cocina, que no tenía cortina, me parecía que la oscuridad miraba fijamente hacia adentro, espiando. Y de repente sentí que era insoportable no tener a alguien a quien pudiera decirle «Tuve un sueño terrible», o-o «Escóndeme de la oscuridad». Incluso me cubrí el rostro por un minuto. Y entonces me llegó un pequeño «¡Tui! ¡Tui!». Su jaula estaba sobre la mesa, y la cobija se había resbalado dejando que se colara un diminuto haz de luz. «¡Tui! ¡Tui!», decía de nuevo el encantador amiguito, con suavidad, como si dijera: «¡Aquí estoy, señora! ¡Aquí estoy!». Eso me reconfortó de una manera tan hermosa que casi lloré.

…Y ahora se ha ido. Nunca tendré otro pájaro, otra mascota de ninguna clase. ¿Cómo podría? Cuando lo encontré, tumbado bocarriba, con el ojo apagado y las paticas contraídas, cuando me di cuenta de que nunca volvería a escuchar el canto de mi querer, algo pareció morir en mí. Mi corazón se sintió vacío, como si fuera su jaula. Voy a superarlo. Por supuesto. Debo hacerlo. Uno puede superar cualquier cosa con el tiempo. Y la gente siempre dice que tengo un temperamento alegre. Tienen toda la razón. Le doy gracias a mi Dios por ser así.

…En todo caso, sin caer en lo macabro, y sin darle cabida a-a los recuerdos y a esas cosas, debo confesar que sí me parece que hay algo triste en la vida. Es difícil decir qué es. No me refiero a la aflicción que todos conocemos, como la enfermedad y la pobreza y la muerte. No, es algo diferente. Está ahí, bien al fondo, bien al fondo, es parte de uno, como tu propia respiración. Por mucho que trabaje y me canse solo tengo que detenerme para saber que está ahí, a la espera. Con frecuencia me pregunto si todas las personas sienten lo mismo. Es imposible saberlo. Pero ¿no es extraordinario que debajo de su cantito dulce y jovial no hubiera más que esta tristeza —ah, ¿qué es?— que yo escuchaba?

Esta traducción fue el resultado del trabajo colaborativo realizado en 2024 por los estudiantes del Diplomado en Traducción Literaria de la Universidad Central. En ella participaron Andrea Carolina Reyes, Dana Valeria Romero, Katherin Puentes, Laura Camila Nieto, Laura Lucía Urrea, Luz Ángela Cascavita, María Camila Jaimes, Martha Cecilia Mesa, Ronny William Pérez, Sandra Liliana Chacón y Sonia Catalina Matallana. La coordinación del proceso estuvo a cargo del profesor del diplomado, Alfonso Conde.