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La historia de una mujer moderna

por Ella Hepworth Dixon, traducción de Sandra Botta

Traducción del inglés por Sandra Botta
Texto original de Ella Hepworth Dixon
Edición por Magdalena Holguín
Imagen: «Woman Sewing» de Philip Wilson Steer

Capítulo I
Un final y un comienzo

Un radiante sol primaveral y el viento cortante del este bullían afuera, y aquí y allá las macetas desbordantes de flores creaban inesperadas manchas de color contra el borroso azul gris de las calles. Pero puertas adentro en la alta casa londinense reinaba una luz crepuscular, amarilla y enfermiza, pues las persianas anaranjadas estaban escrupulosamente cerradas. Reinaba el silencio en los pasillos e incluso se hablaba en murmullos en la cocina, ¡como si el difunto pudiera oír! Sobre la mesa del vestíbulo había algunas coronas y cruces de exóticas flores de cera, que llenaban el ambiente con sensuales aromas. Las habían traído los amigos que se acercaban a preguntar, pero nadie las había subido aún a la odiosa habitación donde una figura de mármol, una figura tan poco parecida al profesor Erle, yacía estirada sobre la cama, en un silencio perpetuo.

Escaleras abajo, en el saloncito que daba al estrecho patio londinense, una muchacha se inclinaba sobre el escritorio. «Sé que le apenará saber que mi querido padre falleció repentinamente anteanoche», escribía, mientras un nervio palpitaba en su frente, tic, tic, tic. Las visitas que habían llegado durante todo el día, dejando tarjetitas, hablaban en voz baja e inquisitiva. Cada vez que sonaba el timbre, se oían susurros velados en el recibo: «¡Tan terrible! ¡Tan inesperado!». Mary podía oírlos preguntando cómo estaba, y también la respuesta de Elizabeth: «La señorita Erle está tan bien como cabe esperar».

La frase trillada, gastada, absurda, casi la hizo reír. Todas las expresiones comunes de condolencia, todos los artificios mentales del duelo, parecían estar preparados para la «triste ocasión», como las faldas y las capas de crespón que habían sido enviadas de inmediato desde la tienda de luto sobre la calle Regent. «Sí, estoy tan bien como cabe esperarse», pensó, «y papá está muerto. Papá está muerto».

Y durante toda la larga tarde siguió escribiendo de manera mecánica: «Estoy segura de que usted lamentará enterarse de que mi querido padre» en hojas con un ribete negro de dos centímetros de ancho. A él le habría disgustado tanto esa estúpida ostentación de su pena, algo tan opuesto al espíritu de su vida. «Mañana», se dijo, «mandaré a buscar papel para notas con un borde más angosto». Estas cartas serían enviadas al extranjero. Los periódicos ingleses habían anunciado suficientemente la muerte del profesor Erle, quizás el hombre de ciencia más conocido de la época.

En el cuartito trasero fue necesario encender la lámpara temprano; había tanto que hacer, tantos detalles que organizar. La ceremonia debía ser lo más sencilla posible; sobre todo, no habría ningún sacerdote a sueldo de pie junto a la tumba, agradeciendo con fervor que el gran pensador fuese librado de las miserias de este mundo impío. El mundo impío tendría como vocero a otro famoso catedrático, quien había pedido permiso para decir unas pocas palabras.

Luego estaban los periódicos. Habían recibido a un caballero joven, enérgico y bien vestido, que propuso un editorial para un diario. Tenía unos ojos curiosos y observadores, y en su cuaderno de tapas de cuero procedió a garabatear una serie de anotaciones en taquigrafía, mientras hacía innumerables preguntas al tiempo que su mirada omnívora recorría el saloncito a toda prisa. Otro periodista, un hombrecito apocado con cabellos grises y una tos tímida, pidió ver la casa para el Evening Planet. De pie en los escalones del vestíbulo, le rogó a Elizabeth que le contara si el profesor había dicho algo, cualquier cosa en particular, unas últimas palabras que pudieran aprovecharse en un artículo. «Ay, señor», dijo Elizabeth, «¿no lo sabe usted? El Señor no dijo nada. Murió mientras dormía».

La hija realizaba sus tareas con una sensación de desapego, de intensa indiferencia. «Me pregunto si en verdad lo siento», pensaba, «¿por qué no he llorado todavía? Tendría que llorar, pero me es imposible. Nunca, nunca volveré a llorar». Era como si la Muerte, con sus alas abrasadoras, le hubiera cauterizado el alma. Por momentos se imaginaba a sí misma con su largo velo de crespón en el funeral, y en su fantasía oía los murmullos y las palabras de compasión de sus amistades, mientras seguían el féretro por la pendiente de Highgate. Alison Ives, por supuesto, estaría con ella. Se quedaría a su lado, tal vez, y le sostendría la mano. Y es probable que Vincent Hemming estuviera cerca. Sí, él también estaría allí.

A la hora de la cena tuvo que sentarse sola a la mesa. Tenía hambre y comió sin saber siquiera qué había en el plato. Nada sucedía como en los cuentos y novelas. Había leído tantas veces cómo la heroína, en una casa agobiada por el luto, yace en la cama durante días y, con tenacidad, se niega a probar bocado. No era el caso de Mary quien, poseída por un demonio de inquietud, no encontraba comida nutritiva que le bastara mientras duró esa semana horrible. Tampoco dejaba de ordenar, de escribir, de sacar cuentas. Era inútil tratar de leer; si tomaba un libro, aquella imagen dominaba su mente —la imagen del rostro querido convertido en mármol, con la helada sonrisa triunfante de la eternidad en los labios— y clausuraba el sentido de las palabras a medida que sus ojos recorrían la página.

Y el olor extraño e inconfundible de la muerte, mezclado con la fragancia de las flores de cera de invernadero, flotaba día y noche en la escalera.

[…]

El orador hizo una breve pausa, tosió y buscó sus notas en el bolsillo del chaleco. Le preocupaba, por sobre todas las cosas, que los periodistas publicaran una versión tergiversada de su discurso. En torno a la tumba abierta se apretujaban los devotos de la ciencia, los seguidores de la religión de la humanidad: hombres y mujeres de piel gris y aspecto nervioso, con canas prematuras y la frente surcada de arrugas; grandes cabezas de frente abultada, cuellos delgados, hombros caídos; las mujeres con rostros nerviosos y agotados por el exceso de trabajo, los hombres con los rasgos patéticos e intranquilos de quienes se mantienen en una vida de abnegación solo por una cuestión de ética. La ceremonia de aquel día era una gran demostración moral. Todas las clases intelectuales estaban representadas. Codo a codo, una condesa radical de cabellos blancos y medio luto estaba de pie junto a la silueta enjuta de una trabajadora socialista, sin guantes, de manos enrojecidas, y una mirada inspirada en su rostro ajado. Más allá estaba Alison Ives con su madre, Lady Jane, una dama sensible que ya estrujaba un pañuelito, y no muy lejos, Mary captó por un instante los melancólicos ojos castaños de Vincent Hemming.

El sol calentaba cada vez más. Uno o dos de los dolientes abrieron sombrillas. El perfume del espino rosado se hizo casi opresivo; una mariposa temprana se posó sobre la tumba de un bebé, rodeada de flores de dulce aroma. Una brisa ligera agitaba las ramas de laburno que colgaban sobre una lápida de mármol, grande y opulenta, que rezaba “de personas como ellos será el reino de los cielos” en brillantes letras doradas. Y por todas partes, la blancura de las tumbas. En crestas, en olas, en montículos. Sobresalían, como dientes, de la tierra fecunda. Brillaban en relucientes líneas distantes hasta la cima de la colina. Se agolpaban en ordenados batallones hasta los portones del cementerio.

[…]

Regresaron a la casa, ordenada y vacía de nuevo. La puerta de la habitación del profesor estaba abierta y las persianas levantadas; la luz pálida de la tarde primaveral llenaba el espacio desolado. Abajo, en la cocina, las criadas habían retomado la charla y las risas.
Hacia el anochecer Jimmie se enfrascó en un nuevo libro de aventuras, pero la joven, vestida de negro, inquieta aún, vagaba por la casa mirándolo todo con ojos ajenos. Había ocurrido algo terrible, imprevisto, que afectaba toda su vida. Sentía por el niño, absorto en el libro de ilustraciones, un sentimiento casi maternal; le correspondía cuidarlo ahora que su padre ya no estaba. Qué largo se le hacía el tiempo, ¿acaso aquel día interminable no acabaría nunca?

Debía de tener mucho por hacer. Hizo un repaso mental y recordó que ese era el día en que se acostumbraba distribuir los víveres de la despensa; también había que pagarle a la costurera, que estaba en el piso de arriba, arreglando su vestido negro. Así que Mary se obligó a ir a la cocina, y luego, hacia el piso superior. Pensó que sería un gesto amable, ir a hablar con la mujer que estaba sola, cosiendo. Era triste para una joven estar sola.

La tenue luz sonrosada de la tarde primaveral caía sobre la muchacha de aspecto anodino, cuya gruesa mano se movía, mientras cosía con la regularidad de una máquina. Ahora la aguja se clavaba en los pliegues de la tela negra, y la luz daba sobre las uñas desprolijas; luego la mano subía y se perdía en la penumbra. Todo era manso, monótono y preciso como un reloj. La muchacha era una criatura dócil, humilde, sumisa, que hacía pensar, irremediablemente, en algún paciente animal doméstico. Sus rasgos, desdibujados y borrados por generaciones de servidumbre, hablaban de las pequeñas mentiras de las mujeres de las clases bajas, de las mujeres que viven de atender los caprichos de los afortunados. Hoy parecía haber adoptado una expresión doliente, apropiada para la ocasión.

A veces, a Mary le tranquilizaba coser. Tomó una tira de tela negra y comenzó a hacer un dobladillo. La mano de la costurera seguía moviéndose con dócil regularidad y, al mirarla, Mary recordó, curiosamente, a otras mujeres que había visto: señoras, madres de familias numerosas, que se sentaban a coser con la misma resignación incuestionable en el semblante. El sonido de la aguja, el susurro del hilo al deslizarse, la pesada respiración de la trabajadora, todo contribuía a esa impresión. Sí, ellas también se contentaban con existir al servicio de otros, dependiendo siempre de otra persona, empleando las viejas estratagemas femeninas, los trillados subterfugios de su género, para salirse con la suya. La mujer que cose es eternamente la misma.

La luz comenzaba a desvanecerse; muy pronto oscurecería. Mary abandonó su labor con un gesto de impaciencia y, en la luz gris del crepúsculo, sintió una lástima inmensa por la paciente figura que se inclinaba, junto a la ventana, sobre las absurdas tiras de volantes.

No era una mujer, sino La Mujer, empeñada en su monótono esfuerzo.

Chapter I
An End and Beginning

Glaring spring sunshine and a piercing east wind rioted out of doors, and here and there overflowing flower baskets made startling patches of colour against the vague blue grey of the streets, but indoors, in the tall London house, there was only a sickly, yellow twilight, for the orange-toned blinds were scrupulously drawn down. There was awe in the passages, and hushed tones even in the kitchen, as if the dead could hear! Some wreaths and crosses of wax-like exotic flowers lay on the hall table, filling the passage with their sensuous odour. Friends calling to inquire had left them there, but they had not yet been taken up to that awful room where a marble figure —a figure which was strangely unlike Professor Erle lay stretched— in an enduring silence, on the bed.

Downstairs, in the little study giving on a meagre London yard, a girl was bending over a desk. «You will, I know, be grieved to hear that my dear father passed suddenly away the night before last?» she wrote, while a great nerve in her forehead went tick, tick, tick. The visitors who came all day long, leaving bits of pasteboard, spoke in low, inquisitive tones. When the bell rang, there were veiled whispers at the hall-door. «So terrible—so sudden!» Mary could hear them inquire how she was keeping up? And Elizabeth’s answer: «Miss Erle is as well as could be expected.» The trite, worn-out, foolish sentence almost made her laugh. All the stock phrases of condolence, all the mental trappings of woe, seemed to be ready-made for the «sad occasion,» like the crape skirts and cloaks which had been forwarded immediately from the mourning establishment in Regent Street. «Yes, I am as well as could be expected,» she thought, «and father is dead. Father is dead.”

And all the long afternoon she went mechanically on writing, «I am sure you will be sorry when I tell you that my dear father— » on paper bordered with black an inch deep. How he would have disliked that foolish ostentation of mourning; it was contrary to the spirit of his life. «To-morrow,» she said to herself, «I must send for some note paper with a narrower edge.» These letters were to be sent abroad. The English newspapers had sufficiently announced the death, for Professor Erle was perhaps the best-known man of science of the day.

In the little back-room they had to light the lamp early, there was so much to do, so many details to arrange. The ceremony was to be as simple as might be; above all, no paid priest would stand at the grave to give hearty thanks that the great thinker had been delivered out of the miseries of the sinful world. The sinful world would have as its spokesman another famous professor, who had asked to be allowed to say a few words.

Then there were the newspapers. There was the brisk, smartly dressed young gentleman who came to do a leader for a daily paper, who had a wandering, observant eye and a leather note-book, and who proceeded to make a number of notes in short-hand, asking innumerable questions as his omnivorous glance travelled rapidly round the study. Another reporter —a small, apologetic man with greyish hair and a timid cough— who asked to see the house for the Evening Planet. He begged of Elizabeth on the hall steps to tell him if the professor had said anything — anything particular, which would work up as a leader, just at the last ? «Oh! sir,» said Elizabeth, «didn’t you know? Master didn’t say anything. He just died in his sleep.»

The daughter went about her tasks with a sense of detachment, of intense aloofness. «I wonder if I really feel it?», she thought, «and why I have never cried? I should like to, but it is impossible; I shall never, never cry again.» It was as if Death, with his cruel, searing wings had cauterised her very soul. Sometimes she pictured herself in her long crape veil at the funeral, and heard in imagination her friends’ murmuring, pitying words, as they all followed the coffin tip the Highgate slope. Alison Ives, of course, would be with her. She would stay by her, perhaps, and hold her hand. And probably Vincent Hemming would be near. Yes, he, too, would be there.

At dinner-time she had to sit down to table alone. She was hungry, and she ate hardly knowing what was on her plate. Nothing happened as it does in tales and romances. In innumerable novels she had read how the heroine, in a house of mourning, lies on the bed for days and steadily refuses to eat. As for Mary, a demon of unrest possessed her during that horrible week, and it was as if she could not eat nourishing food enough. She never stopped arranging,’ writing, adding-up accounts. It was useless to try and read. Did she but take a book, that dominant image in her mind —the image of a dear face turned to marble, with the cold, triumphant smile of eternity on its lips— shut out the sense of the words as her eyes travelled down the page.

And the strange, unmistakable odour of death, mixed with the scent of waxen hothouse flowers, hung, night and day, about the staircase.

[…]

The orator paused for an instant, coughed, and felt in his breast pocket for his notes. He was anxious, above all things, that the reporters should not print a garbled version of his speech. Round the open grave pressed the devotees of science, the followers of the religion of humanity; grey-skinned, anxious-looking men and women, with lined foreheads, and hair prematurely tinged with grey; large heads with bulging foreheads, thin throats and sloping shoulders; the women with nervous, over- worked faces, the men with the pathetic, unrestful features of those who are sustained in a life of self-denial by their ethical sense alone. The ceremony of to-day was a great moral demonstration. All classes who think were represented. Side by side stood a white-haired Radical countess in simple half-mourning and the spare form of a Socialist working woman, with red, ungloved wrists and an inspired look on her worn face. There, with her mother, Lady Jane, was Alison Ives. Lady Jane, who was impressionable, was already exhibiting a pocket-handkerchief, and not far off, Mary caught for one instant the brown, wistful eyes of Vincent Hemming.

The sun grew hotter and hotter overhead. One or two of the mourners began putting up umbrellas. The perfume of pink hawthorn became almost oppressive; an early butterfly lighted on a baby’s grave planted with sweet-smelling flowers. A light breeze fluttered through a laburnum-bush which hung over a neighbouring marble tomb, a large, opulent marble tomb, on which was cut in glittering gilt letters: «of such is the kingdom of heaven.» And everywhere there was the whiteness of graves. In ridges, in waves, in mounds, they stuck, tooth-like, from the fecund earth. They shone, in gleaming, distant lines, up to the ridge of the hill; they crowded in serried battalions, down to the cemetery gates.

[…]

They came home to a house that was empty and orderly again; a house in which his door stood open, the pale light of a spring afternoon filling the desolate room. The blinds were pulled up, and downstairs, in the kitchen, the servants had begun to talk and laugh.

Toward dusk Jimmie got engrossed in a new book of adventures, but the girl, restless still, wandered about the house in her black gown, looking at everything with strange eyes. Something terrible, unforeseen, had happened which altered her whole life. Toward the boy poring over the picture book she felt much of a mother’s feeling; it behooved her to look after him now that his father was gone. How long the time seemed—would the interminable day never end?

There must be lots for her to do. And casting about in her mind, she remembered that this was the day on which she always gave out the groceries from her store cupboard; there was the seamstress to pay, too, who was altering a black dress for her upstairs. So Mary dragged herself down to the kitchens, and presently to the top of the house. It would be nice of her, she thought, to go in and speak to the woman who was sewing alone. It was sad for a young woman to be alone.

The pale, pinkish light of a spring evening fell on a drab-complexioned girl, whose fat hand moved, as she sewed, with the regularity of a machine. Now the needle was thrust in the folded black stuff, and the light fell on her ill-cut nails; now the hand was aloft, in the semi-obscurity; it was all tame, monotonous, and regular as a clock She was a docile, humble, uncomplaining creature, who suggested inevitably some patient domestic animal. Her features, rubbed out and effaced with generations of servility, spoke of the small mendacities of the women of the lower classes, of the women who live on ministering to the caprices of the well-to-do. To-day it would seem she had assumed an appropriately dolorous expression.

It sometimes soothed Mary to stitch. Taking up a strip of black merino, she began to hem. The seamstress’ hand continued to move with docile regularity, and, as Mary looked at her, she was curiously reminded of many women she had seen: ladies, mothers of large families, who sat and sewed with just such an expression of unquestioning resignation. The clicking sound of the needle, the swish of the drawn-out thread, the heavy breathing of the workwoman, all added to the impression. Yes, they too were content to exist subserviently, depending always on someone else, using the old feminine stratagems, the well-worn feminine subterfuges, to gain their end. The woman who sews is eternally the same.

The light began to fail now; very soon it would be dark. Mary threw down her work with an impatient gesture, and, in the grey twilight, an immense pity seized her for the patient figure bending, near the window, over her foolish strips of flounces.

It was not so much a woman, but The Woman at her monotonous toil.

Chapter I
An End and Beginning

Glaring spring sunshine and a piercing east wind rioted out of doors, and here and there overflowing flower baskets made startling patches of colour against the vague blue grey of the streets, but indoors, in the tall London house, there was only a sickly, yellow twilight, for the orange-toned blinds were scrupulously drawn down. There was awe in the passages, and hushed tones even in the kitchen, as if the dead could hear! Some wreaths and crosses of wax-like exotic flowers lay on the hall table, filling the passage with their sensuous odour. Friends calling to inquire had left them there, but they had not yet been taken up to that awful room where a marble figure —a figure which was strangely unlike Professor Erle lay stretched— in an enduring silence, on the bed.

Downstairs, in the little study giving on a meagre London yard, a girl was bending over a desk. «You will, I know, be grieved to hear that my dear father passed suddenly away the night before last?» she wrote, while a great nerve in her forehead went tick, tick, tick. The visitors who came all day long, leaving bits of pasteboard, spoke in low, inquisitive tones. When the bell rang, there were veiled whispers at the hall-door. «So terrible—so sudden!» Mary could hear them inquire how she was keeping up? And Elizabeth’s answer: «Miss Erle is as well as could be expected.» The trite, worn-out, foolish sentence almost made her laugh. All the stock phrases of condolence, all the mental trappings of woe, seemed to be ready-made for the «sad occasion,» like the crape skirts and cloaks which had been forwarded immediately from the mourning establishment in Regent Street. «Yes, I am as well as could be expected,» she thought, «and father is dead. Father is dead.”

And all the long afternoon she went mechanically on writing, «I am sure you will be sorry when I tell you that my dear father— » on paper bordered with black an inch deep. How he would have disliked that foolish ostentation of mourning; it was contrary to the spirit of his life. «To-morrow,» she said to herself, «I must send for some note paper with a narrower edge.» These letters were to be sent abroad. The English newspapers had sufficiently announced the death, for Professor Erle was perhaps the best-known man of science of the day.

In the little back-room they had to light the lamp early, there was so much to do, so many details to arrange. The ceremony was to be as simple as might be; above all, no paid priest would stand at the grave to give hearty thanks that the great thinker had been delivered out of the miseries of the sinful world. The sinful world would have as its spokesman another famous professor, who had asked to be allowed to say a few words.

Then there were the newspapers. There was the brisk, smartly dressed young gentleman who came to do a leader for a daily paper, who had a wandering, observant eye and a leather note-book, and who proceeded to make a number of notes in short-hand, asking innumerable questions as his omnivorous glance travelled rapidly round the study. Another reporter —a small, apologetic man with greyish hair and a timid cough— who asked to see the house for the Evening Planet. He begged of Elizabeth on the hall steps to tell him if the professor had said anything — anything particular, which would work up as a leader, just at the last ? «Oh! sir,» said Elizabeth, «didn’t you know? Master didn’t say anything. He just died in his sleep.»

The daughter went about her tasks with a sense of detachment, of intense aloofness. «I wonder if I really feel it?», she thought, «and why I have never cried? I should like to, but it is impossible; I shall never, never cry again.» It was as if Death, with his cruel, searing wings had cauterised her very soul. Sometimes she pictured herself in her long crape veil at the funeral, and heard in imagination her friends’ murmuring, pitying words, as they all followed the coffin tip the Highgate slope. Alison Ives, of course, would be with her. She would stay by her, perhaps, and hold her hand. And probably Vincent Hemming would be near. Yes, he, too, would be there.

At dinner-time she had to sit down to table alone. She was hungry, and she ate hardly knowing what was on her plate. Nothing happened as it does in tales and romances. In innumerable novels she had read how the heroine, in a house of mourning, lies on the bed for days and steadily refuses to eat. As for Mary, a demon of unrest possessed her during that horrible week, and it was as if she could not eat nourishing food enough. She never stopped arranging,’ writing, adding-up accounts. It was useless to try and read. Did she but take a book, that dominant image in her mind —the image of a dear face turned to marble, with the cold, triumphant smile of eternity on its lips— shut out the sense of the words as her eyes travelled down the page.

And the strange, unmistakable odour of death, mixed with the scent of waxen hothouse flowers, hung, night and day, about the staircase.

[…]

The orator paused for an instant, coughed, and felt in his breast pocket for his notes. He was anxious, above all things, that the reporters should not print a garbled version of his speech. Round the open grave pressed the devotees of science, the followers of the religion of humanity; grey-skinned, anxious-looking men and women, with lined foreheads, and hair prematurely tinged with grey; large heads with bulging foreheads, thin throats and sloping shoulders; the women with nervous, over- worked faces, the men with the pathetic, unrestful features of those who are sustained in a life of self-denial by their ethical sense alone. The ceremony of to-day was a great moral demonstration. All classes who think were represented. Side by side stood a white-haired Radical countess in simple half-mourning and the spare form of a Socialist working woman, with red, ungloved wrists and an inspired look on her worn face. There, with her mother, Lady Jane, was Alison Ives. Lady Jane, who was impressionable, was already exhibiting a pocket-handkerchief, and not far off, Mary caught for one instant the brown, wistful eyes of Vincent Hemming.

The sun grew hotter and hotter overhead. One or two of the mourners began putting up umbrellas. The perfume of pink hawthorn became almost oppressive; an early butterfly lighted on a baby’s grave planted with sweet-smelling flowers. A light breeze fluttered through a laburnum-bush which hung over a neighbouring marble tomb, a large, opulent marble tomb, on which was cut in glittering gilt letters: «of such is the kingdom of heaven.» And everywhere there was the whiteness of graves. In ridges, in waves, in mounds, they stuck, tooth-like, from the fecund earth. They shone, in gleaming, distant lines, up to the ridge of the hill; they crowded in serried battalions, down to the cemetery gates.

[…]

They came home to a house that was empty and orderly again; a house in which his door stood open, the pale light of a spring afternoon filling the desolate room. The blinds were pulled up, and downstairs, in the kitchen, the servants had begun to talk and laugh.

Toward dusk Jimmie got engrossed in a new book of adventures, but the girl, restless still, wandered about the house in her black gown, looking at everything with strange eyes. Something terrible, unforeseen, had happened which altered her whole life. Toward the boy poring over the picture book she felt much of a mother’s feeling; it behooved her to look after him now that his father was gone. How long the time seemed—would the interminable day never end?

There must be lots for her to do. And casting about in her mind, she remembered that this was the day on which she always gave out the groceries from her store cupboard; there was the seamstress to pay, too, who was altering a black dress for her upstairs. So Mary dragged herself down to the kitchens, and presently to the top of the house. It would be nice of her, she thought, to go in and speak to the woman who was sewing alone. It was sad for a young woman to be alone.

The pale, pinkish light of a spring evening fell on a drab-complexioned girl, whose fat hand moved, as she sewed, with the regularity of a machine. Now the needle was thrust in the folded black stuff, and the light fell on her ill-cut nails; now the hand was aloft, in the semi-obscurity; it was all tame, monotonous, and regular as a clock She was a docile, humble, uncomplaining creature, who suggested inevitably some patient domestic animal. Her features, rubbed out and effaced with generations of servility, spoke of the small mendacities of the women of the lower classes, of the women who live on ministering to the caprices of the well-to-do. To-day it would seem she had assumed an appropriately dolorous expression.

It sometimes soothed Mary to stitch. Taking up a strip of black merino, she began to hem. The seamstress’ hand continued to move with docile regularity, and, as Mary looked at her, she was curiously reminded of many women she had seen: ladies, mothers of large families, who sat and sewed with just such an expression of unquestioning resignation. The clicking sound of the needle, the swish of the drawn-out thread, the heavy breathing of the workwoman, all added to the impression. Yes, they too were content to exist subserviently, depending always on someone else, using the old feminine stratagems, the well-worn feminine subterfuges, to gain their end. The woman who sews is eternally the same.

The light began to fail now; very soon it would be dark. Mary threw down her work with an impatient gesture, and, in the grey twilight, an immense pity seized her for the patient figure bending, near the window, over her foolish strips of flounces.

It was not so much a woman, but The Woman at her monotonous toil.

Capítulo I
Un final y un comienzo

Un radiante sol primaveral y el viento cortante del este bullían afuera, y aquí y allá las macetas desbordantes de flores creaban inesperadas manchas de color contra el borroso azul gris de las calles. Pero puertas adentro en la alta casa londinense reinaba una luz crepuscular, amarilla y enfermiza, pues las persianas anaranjadas estaban escrupulosamente cerradas. Reinaba el silencio en los pasillos e incluso se hablaba en murmullos en la cocina, ¡como si el difunto pudiera oír! Sobre la mesa del vestíbulo había algunas coronas y cruces de exóticas flores de cera, que llenaban el ambiente con sensuales aromas. Las habían traído los amigos que se acercaban a preguntar, pero nadie las había subido aún a la odiosa habitación donde una figura de mármol, una figura tan poco parecida al profesor Erle, yacía estirada sobre la cama, en un silencio perpetuo.

Escaleras abajo, en el saloncito que daba al estrecho patio londinense, una muchacha se inclinaba sobre el escritorio. «Sé que le apenará saber que mi querido padre falleció repentinamente anteanoche», escribía, mientras un nervio palpitaba en su frente, tic, tic, tic. Las visitas que habían llegado durante todo el día, dejando tarjetitas, hablaban en voz baja e inquisitiva. Cada vez que sonaba el timbre, se oían susurros velados en el recibo: «¡Tan terrible! ¡Tan inesperado!». Mary podía oírlos preguntando cómo estaba, y también la respuesta de Elizabeth: «La señorita Erle está tan bien como cabe esperar».

La frase trillada, gastada, absurda, casi la hizo reír. Todas las expresiones comunes de condolencia, todos los artificios mentales del duelo, parecían estar preparados para la «triste ocasión», como las faldas y las capas de crespón que habían sido enviadas de inmediato desde la tienda de luto sobre la calle Regent. «Sí, estoy tan bien como cabe esperarse», pensó, «y papá está muerto. Papá está muerto».

Y durante toda la larga tarde siguió escribiendo de manera mecánica: «Estoy segura de que usted lamentará enterarse de que mi querido padre» en hojas con un ribete negro de dos centímetros de ancho. A él le habría disgustado tanto esa estúpida ostentación de su pena, algo tan opuesto al espíritu de su vida. «Mañana», se dijo, «mandaré a buscar papel para notas con un borde más angosto». Estas cartas serían enviadas al extranjero. Los periódicos ingleses habían anunciado suficientemente la muerte del profesor Erle, quizás el hombre de ciencia más conocido de la época.

En el cuartito trasero fue necesario encender la lámpara temprano; había tanto que hacer, tantos detalles que organizar. La ceremonia debía ser lo más sencilla posible; sobre todo, no habría ningún sacerdote a sueldo de pie junto a la tumba, agradeciendo con fervor que el gran pensador fuese librado de las miserias de este mundo impío. El mundo impío tendría como vocero a otro famoso catedrático, quien había pedido permiso para decir unas pocas palabras.

Luego estaban los periódicos. Habían recibido a un caballero joven, enérgico y bien vestido, que propuso un editorial para un diario. Tenía unos ojos curiosos y observadores, y en su cuaderno de tapas de cuero procedió a garabatear una serie de anotaciones en taquigrafía, mientras hacía innumerables preguntas al tiempo que su mirada omnívora recorría el saloncito a toda prisa. Otro periodista, un hombrecito apocado con cabellos grises y una tos tímida, pidió ver la casa para el Evening Planet. De pie en los escalones del vestíbulo, le rogó a Elizabeth que le contara si el profesor había dicho algo, cualquier cosa en particular, unas últimas palabras que pudieran aprovecharse en un artículo. «Ay, señor», dijo Elizabeth, «¿no lo sabe usted? El Señor no dijo nada. Murió mientras dormía».

La hija realizaba sus tareas con una sensación de desapego, de intensa indiferencia. «Me pregunto si en verdad lo siento», pensaba, «¿por qué no he llorado todavía? Tendría que llorar, pero me es imposible. Nunca, nunca volveré a llorar». Era como si la Muerte, con sus alas abrasadoras, le hubiera cauterizado el alma. Por momentos se imaginaba a sí misma con su largo velo de crespón en el funeral, y en su fantasía oía los murmullos y las palabras de compasión de sus amistades, mientras seguían el féretro por la pendiente de Highgate. Alison Ives, por supuesto, estaría con ella. Se quedaría a su lado, tal vez, y le sostendría la mano. Y es probable que Vincent Hemming estuviera cerca. Sí, él también estaría allí.

A la hora de la cena tuvo que sentarse sola a la mesa. Tenía hambre y comió sin saber siquiera qué había en el plato. Nada sucedía como en los cuentos y novelas. Había leído tantas veces cómo la heroína, en una casa agobiada por el luto, yace en la cama durante días y, con tenacidad, se niega a probar bocado. No era el caso de Mary quien, poseída por un demonio de inquietud, no encontraba comida nutritiva que le bastara mientras duró esa semana horrible. Tampoco dejaba de ordenar, de escribir, de sacar cuentas. Era inútil tratar de leer; si tomaba un libro, aquella imagen dominaba su mente —la imagen del rostro querido convertido en mármol, con la helada sonrisa triunfante de la eternidad en los labios— y clausuraba el sentido de las palabras a medida que sus ojos recorrían la página.

Y el olor extraño e inconfundible de la muerte, mezclado con la fragancia de las flores de cera de invernadero, flotaba día y noche en la escalera.

[…]

El orador hizo una breve pausa, tosió y buscó sus notas en el bolsillo del chaleco. Le preocupaba, por sobre todas las cosas, que los periodistas publicaran una versión tergiversada de su discurso. En torno a la tumba abierta se apretujaban los devotos de la ciencia, los seguidores de la religión de la humanidad: hombres y mujeres de piel gris y aspecto nervioso, con canas prematuras y la frente surcada de arrugas; grandes cabezas de frente abultada, cuellos delgados, hombros caídos; las mujeres con rostros nerviosos y agotados por el exceso de trabajo, los hombres con los rasgos patéticos e intranquilos de quienes se mantienen en una vida de abnegación solo por una cuestión de ética. La ceremonia de aquel día era una gran demostración moral. Todas las clases intelectuales estaban representadas. Codo a codo, una condesa radical de cabellos blancos y medio luto estaba de pie junto a la silueta enjuta de una trabajadora socialista, sin guantes, de manos enrojecidas, y una mirada inspirada en su rostro ajado. Más allá estaba Alison Ives con su madre, Lady Jane, una dama sensible que ya estrujaba un pañuelito, y no muy lejos, Mary captó por un instante los melancólicos ojos castaños de Vincent Hemming.

El sol calentaba cada vez más. Uno o dos de los dolientes abrieron sombrillas. El perfume del espino rosado se hizo casi opresivo; una mariposa temprana se posó sobre la tumba de un bebé, rodeada de flores de dulce aroma. Una brisa ligera agitaba las ramas de laburno que colgaban sobre una lápida de mármol, grande y opulenta, que rezaba “de personas como ellos será el reino de los cielos” en brillantes letras doradas. Y por todas partes, la blancura de las tumbas. En crestas, en olas, en montículos. Sobresalían, como dientes, de la tierra fecunda. Brillaban en relucientes líneas distantes hasta la cima de la colina. Se agolpaban en ordenados batallones hasta los portones del cementerio.

[…]

Regresaron a la casa, ordenada y vacía de nuevo. La puerta de la habitación del profesor estaba abierta y las persianas levantadas; la luz pálida de la tarde primaveral llenaba el espacio desolado. Abajo, en la cocina, las criadas habían retomado la charla y las risas.
Hacia el anochecer Jimmie se enfrascó en un nuevo libro de aventuras, pero la joven, vestida de negro, inquieta aún, vagaba por la casa mirándolo todo con ojos ajenos. Había ocurrido algo terrible, imprevisto, que afectaba toda su vida. Sentía por el niño, absorto en el libro de ilustraciones, un sentimiento casi maternal; le correspondía cuidarlo ahora que su padre ya no estaba. Qué largo se le hacía el tiempo, ¿acaso aquel día interminable no acabaría nunca?

Debía de tener mucho por hacer. Hizo un repaso mental y recordó que ese era el día en que se acostumbraba distribuir los víveres de la despensa; también había que pagarle a la costurera, que estaba en el piso de arriba, arreglando su vestido negro. Así que Mary se obligó a ir a la cocina, y luego, hacia el piso superior. Pensó que sería un gesto amable, ir a hablar con la mujer que estaba sola, cosiendo. Era triste para una joven estar sola.

La tenue luz sonrosada de la tarde primaveral caía sobre la muchacha de aspecto anodino, cuya gruesa mano se movía, mientras cosía con la regularidad de una máquina. Ahora la aguja se clavaba en los pliegues de la tela negra, y la luz daba sobre las uñas desprolijas; luego la mano subía y se perdía en la penumbra. Todo era manso, monótono y preciso como un reloj. La muchacha era una criatura dócil, humilde, sumisa, que hacía pensar, irremediablemente, en algún paciente animal doméstico. Sus rasgos, desdibujados y borrados por generaciones de servidumbre, hablaban de las pequeñas mentiras de las mujeres de las clases bajas, de las mujeres que viven de atender los caprichos de los afortunados. Hoy parecía haber adoptado una expresión doliente, apropiada para la ocasión.

A veces, a Mary le tranquilizaba coser. Tomó una tira de tela negra y comenzó a hacer un dobladillo. La mano de la costurera seguía moviéndose con dócil regularidad y, al mirarla, Mary recordó, curiosamente, a otras mujeres que había visto: señoras, madres de familias numerosas, que se sentaban a coser con la misma resignación incuestionable en el semblante. El sonido de la aguja, el susurro del hilo al deslizarse, la pesada respiración de la trabajadora, todo contribuía a esa impresión. Sí, ellas también se contentaban con existir al servicio de otros, dependiendo siempre de otra persona, empleando las viejas estratagemas femeninas, los trillados subterfugios de su género, para salirse con la suya. La mujer que cose es eternamente la misma.

La luz comenzaba a desvanecerse; muy pronto oscurecería. Mary abandonó su labor con un gesto de impaciencia y, en la luz gris del crepúsculo, sintió una lástima inmensa por la paciente figura que se inclinaba, junto a la ventana, sobre las absurdas tiras de volantes.

No era una mujer, sino La Mujer, empeñada en su monótono esfuerzo.

Sandra Botta tiene 58 años y vive en Gobernador Crespo, un pueblo de la provincia de Santa Fe, Argentina. En noviembre de 2024 obtuvo su título de traductora literaria y técnico-científica del par inglés / español, y en mayo del corriente, el grado de bachiller en Letras por la Universidad Nacional del Litoral. También forma parte del equipo de traductores Susurros Chinos, un taller virtual coordinado por la profesora Cecilia de la Vega, de la Universidad Nacional de Córdoba. Aprender idiomas y leer todo tipo de literatura fueron las pasiones de su vida; por eso, a un paso de la jubilación, decidió estudiar para ampliar y formalizar sus conocimientos. Nunca dejamos de aprender, y cada página la impulsa a dudar, a preguntarse, a enhebrar palabras y desgranar sentidos. Sueña con hacer la especialización en traducción literaria, es un anhelo largamente guardado en su corazón.