Il libro della mia memoria (fragmento)
Traducción del francés por Mateo Pierre Avit Ferrero
Texto original de Marcel Schwob
Edición por Alfonso Conde
Ilustración: «Le Réveil» de Aimée Brune-Pagès
El recuerdo de un libro
El recuerdo de la primera vez que uno leyó un libro querido se mezcla extrañamente con el recuerdo del lugar y el recuerdo de la hora y de la luz. Hoy, como entonces, la página se me aparece a través de una bruma verdosa de diciembre, o brillante bajo el sol de junio, y, a su lado, queridas figuras de objetos y de muebles que ya no existen. Como, tras mucho haber mirado una ventana, uno vuelve a ver, al cerrar los ojos, su espectro transparente con travesaños negros, así la hoja atravesada por sus líneas se aclara, en la memoria, con su antigua claridad. El olor también es evocador. El primer libro que tuve me lo trajo de Inglaterra mi institutriz. Tenía cuatro años. Recuerdo con nitidez su actitud y los pliegues de su vestido, un costurero que se hallaba frente a la ventana, el libro de tapa roja, nuevo, brillante, y el olor penetrante que exhalaba de entre sus páginas: un olor acre a creosota y tinta fresca que los libros ingleses recién imprimidos conservan bastante tiempo. De este libro volveré a hablar más tarde: con él aprendí a leer. Pero su olor me da aún hoy el escalofrío de un nuevo mundo que vislumbré y el hambre de la inteligencia. Aún hoy no recibo de Inglaterra un libro nuevo sin que zambulla la cara entre sus páginas hasta el hilo que lo encuaderna, para inhalar su niebla y humo, y aspirar todo lo que pueda quedar de la alegría de mi infancia.
El libro y la cama
Leer en la cama es un placer de seguridad intelectual mezclada con bienestar. Pero cambia de naturaleza con la edad.
Recuerden la página más interesante de la gruesa novela que devoraban tras acostarse, por la noche, con unos quince años, en el momento en que esta se nubla, se oscurece, se borra, mientras que la vela quemada por completo crepita, palpita azul en el candelabro y se apaga. Me despertaba por la mañana antes de las cinco para sacar de su escondite bajo mi travesaño los libritos a cinco céntimos de la Biblioteca Nacional. Fue entonces cuando leí Palabras de un creyente de Lamennais y El Infierno de Dante. No he releído nunca a Lamennais, pero tengo la impresión de una terrible cena de siete personajes (si no me falla la memoria) en la que resonaba como un sonido de hierro funesto, que reconocí más tarde en un cuento de Poe. Ponía el librito sobre la almohada para recibir la primera y pobre luz del día; y, boca abajo, el mentón apoyado en los codos, aspiraba las palabras. Nunca he leído tan deliciosamente. No hace mucho que intenté, una noche, retomar mi antigua postura de las cinco. Me pareció insoportable.
Una encantadora dama eslava se quejaba un día ante mí de no haber encontrado jamás la postura «ideal» para leer. Si uno se sienta a una mesa, no está en «comunión» con el libro; si se acerca, con la cabeza entre las manos, parece que se ahoga en una especie de aflujo sanguíneo. En un sillón, el libro no tarda en pesar. En la cama, de espaldas, se enfría los brazos; a menudo la luz es mala; cuesta pasar las páginas y, de lado, la mitad del libro se escapa: ya no es una verdadera posesión.
Sin embargo, he aquí cuando hay que resolverse. «Es detestable para los ojos», dice la gente llana. Es gente llana a la que no le gusta leer.
Solo la edad disminuye el placer del acto prohibido en que no lo sorprenderán a uno y el de la seguridad de que todas las audacias de la fantasía pueden bailar a gusto. Quedan la soledad mullida y tibia, el silencio de la noche, la doradura velada que trae bajo la lámpara de ideas y muebles brillantes la cercanía del sueño, la alegría segura de tener para sí, junto al corazón, el libro que uno ama. En cuanto a los que leen en la cama, «contra el insomnio», me resultan cobardes, si los admitiesen a la mesa de los dioses pedirían tomar el néctar en píldoras.
Robinson, Barba Azul y Aladino
El mayor de los placeres del lector, así como del escritor, es un placer hipócrita. Cuando era niño, me encerraba en el desván a leer un viaje al Polo Norte, mientras comía un trozo de pan seco que mojaba en un vaso de agua. Es probable que hubiese desayunado bien. Pero me imaginaba que era mejor participar de la miseria de mis héroes.
El verdadero lector construye casi tanto como el autor: solo que construye entre líneas. Aquel que no sabe leer en el blanco de las páginas no será nunca un buen sibarita de libros. Ver las palabras como el sonido de las notas de una sinfonía trae una procesión de imágenes que lo guía a uno con ellas.
Veo la gran mesa mal escuadrada en que come Robinson. ¿Come cabrito o arroz? Espere… vamos a ver. Vaya, se ha hecho un plato redondo, de barro rojo. Ahí está el loro que grita: le daremos dentro de un rato un poco más de trigo. Iremos a robarlo del montón de reserva, bajo el cobertizo. El ron que Robinson bebía, cuando estaba enfermo, estaba en una gran botella negra, con estrías. La palabra «fowling piece» (pieza para aves), que no comprendía muy bien, me causaba las imaginaciones más extraordinarias sobre la escopeta de Robinson. (Durante mucho tiempo me imaginé que los «icoglanes estúpidos» de Las Orientales eran una especie de camaleones. Aún hoy fuerzo mi fantasía para convencerla de que solo son policías).
¿Cómo era la lámpara de Aladino? Según mi idea, un poco como las lámparas de aceite de nuestra sala de estudio. También estaba ansioso por la manera en que Aladino se las arreglaba para vaciarla. El lugar que había que frotar con arena fina ―las palabras no están en ninguna parte del texto, pero no puedo disociarlas, y también con arena fina intenta la mujer de Barba Azul borrar la mancha de sangre en la llave― se encontraba en algún sitio sobre el abultamiento de la panza de metal. Ahora sé que la lámpara de Aladino era una lámpara de cobre, con pico, redonda y abierta, como las lámparas griegas y árabes; pero ya no la «veo».
Volvamos a la llave de Barba Azul. Lo que me gustaba de ella es que estaba «alada», cosa que me intrigaba prodigiosamente. No comprendía nada. Pero pensaba a menudo en ello. ¡Ay! Era un error de impresión que se perpetuó. En la antigua edición (es muy escasa) leerá usted que la llave estaba «hadada» ―fata―, encantada, que había sido obra de un hada. Es evidente: solo que ya no puedo soñar con ella.
El zapato de cristal de Cenicienta ―qué preciado me parecía ese cristal, translúcido, moldeado con delicadeza, al estilo de los pequeños candeleros de Venecia con los que habíamos jugado―, el zapato es de tela gris cian. Ya no lo «veo» en absoluto.
Me imaginaba con gran precisión las aceitunas verdes y relucientes, espolvoreadas con polvo de oro en las vasijas de Camaralzamán; el muro un poco en ruinas, veteado con hiedra, gris del musgo, lleno de sol, a cuyo pie el príncipe trabajaba en casa del jardinero; la tienda de Badreddín Hasan, que había llegado a pastelero; la espina clavada en la garganta del pequeño jorobado; el gran libro envenenado con las páginas pegadas las unas a las otras y la cabeza de Durban soldada a la tapa de cuero marrón del libro por la sangre coagulada, como un trozo de vela sobre sebo helado… Queridas, queridas imágenes que tanto me gusta ver de nuevo cuando las encuentro en su rúbrica nel libro della mia memoria.
Le Souvenir d’un livre
Le souvenir de la première fois où on a lu un livre aimé se mêle étrangement au souvenir du lieu et au souvenir de l’heure et de la lumière. Aujourd’hui comme alors, la page m’apparaît à travers une brume verdâtre de décembre, ou éclatante sous le soleil de juin, et, près d’elle, de chères figures d’objets et de meubles qui ne sont plus. Comme, après avoir longtemps regardé une fenêtre, on revoit, en fermant les yeux, son spectre transparent à croisières noires, ainsi la feuille traversée de ses lignes s’éclaire, dans la mémoire, de son ancienne clarté. L’odeur aussi est évocatrice. Le premier livre que j’eus me fut rapporté d’Angleterre par ma gouvernante. J’avais quatre ans. Je me souviens nettement de son attitude et des plis de sa robe, d’une table à ouvrage placée vis-à-vis de la fenêtre, du livre à couverture rouge, neuf, brillant, et de l’odeur pénétrante qu’il exhalait entre ses pages : une odeur âcre de créosote et d’encre fraîche que les livres anglais nouvellement imprimés gardent assez longtemps. De ce livre je reparlerai plus tard : j’y ai appris à lire. Mais son odeur me donne encore aujourd’hui le frisson d’un nouveau monde entrevu, et la faim de l’intelligence. Encore aujourd’hui je ne reçois pas d’Angleterre un livre nouveau que je ne plonge ma figure entre ses pages jusqu’au fil qui le broche, pour humer son brouillard et sa fumée, et aspirer tout ce qui peut rester de ma joie d’enfance.
Le livre et le lit
Lire dans son lit est un plaisir de sécurité intellectuelle mêlée de bien-être. Mais il change de nature avec l’âge.
Souvenez-vous de la page la plus intéressante du gros roman que vous dévoriez après coucher, le soir, vers quinze ans, dans le moment où elle se brouille, s’assombrit, s’efface, tandis que la bougie brûlée à fond crépite, palpite bleue dans le bougeoir et s’éteint. Je m’éveillais le matin avant cinq heures pour tirer de leur cachette sous mon traversin les petits livres à cinq sous de la Bibliothèque Nationale. C’est là que j’ai lu les Paroles d’un croyant de Lamennais, et l’Enfer de Dante. Je n’ai jamais relu Lamennais ; mais j’ai l’impression d’un terrible souper de sept personnages (si j’ai bonne mémoire) où résonnait comme un son de fer fatal, que je reconnus plus tard dans un conte de Poe. Je mettais le petit livre sur l’oreiller pour recevoir la première pauvre lumière du jour ; et, couché sur le ventre, le menton soutenu par les coudes, j’aspirais les mots. Jamais je n’ai lu plus délicieusement. Il n’y a pas longtemps que j’ai essayé, un soir, de reprendre ma vieille position de cinq heures. Elle m’a paru insupportable.
Une charmante dame slave se plaignait un jour devant moi de n’avoir jamais trouvé la position « idéale » pour lire. Si on s’assied à une table, on ne se sent pas en « communion » avec le livre ; si on s’en approche, la tête entre les mains, il semble qu’on s’y noie, dans une sorte d’afflux sanguin. Dans un fauteuil, le livre pèse vite. Au lit, sur le dos, on prend froid aux bras ; souvent la lumière est mauvaise ; il y a de la gêne pour tourner les pages et, sur le côté, la moitié du livre échappe : ce n’est plus la véritable possession.
Voilà pourtant où il faut se résoudre. « C’est détestable pour les yeux », disent les bonnes gens. Ce sont de bonnes gens qui n’aiment point lire.
Seulement l’âge diminue le plaisir de l’acte défendu où on ne sera pas surpris, et de la sécurité où toutes les audaces de la fantaisie peuvent danser à l’aise. Restent la solitude douillette et tiède, le silence de la nuit, la dorure voilée que donne sous la lampe aux idées et aux meubles luisants l’approche du sommeil, la joie sûre d’avoir à soi, près de son coeur, le livre qu’on aime. Quant à ceux qui lisent au lit, « contre l’insomnie », ils me font l’effet de pleutres, admis à la table des dieux et qui demanderaient à prendre le nectar en pilules.
Robinson, Barbe-Bleue et Aladdin
Le plus haut plaisir du lecteur, comme de l’écrivain, est un plaisir d’hypocrite. Quand j’étais enfant, je m’enfermais au grenier pour lire un voyage au Pôle Nord, en mangeant un morceau de pain sec trempé dans un verre d’eau. Probablement j’avais bien déjeuné. Mais je me figurais mieux prendre part à la misère de mes héros.
Le vrai lecteur construit presque autant que l’auteur : seulement il bâtit entre les lignes. Celui qui ne sait pas lire dans le blanc des pages ne sera jamais bon gourmet de livres. La vue des mots comme le son des notes dans une symphonie amène une procession d’images qui vous conduit avec elles.
Je vois la grosse table mal équarrie où mange Robinson. Mange-t-il du chevreau ou du riz ? Attendez… nous allons voir. Tiens, il s’est fait un plat tout rond, en terre rouge. Voilà le perroquet qui crie : on lui donnera tout à l’heure un peu de blé nouveau. Nous irons en voler dans le tas de réserve, sous l’appentis. Le rhum que Robinson buvait, quand il était malade, était dans une grosse bouteille noire, avec des côtes. Le mot « fowling piece » (pièce à volailles), que je ne comprenais pas trop me donnait les imaginations les plus extraordinaires sur le fusil de Robinson. (Longtemps je me suis figuré que les « icoglans stupides » des Orientales étaient une espèce de caméléons. Encore aujourd’hui je fais violence à ma fantaisie pour lui persuader que ce ne sont que des gendarmes).
Comment était faite la lampe d’Aladdin ? A mon idée, un peu comme les lampes à huile de notre salle d’études. Aussi étais-je anxieux de la manière dont s’y prendrait Aladdin pour la vider. L’endroit où il fallait la frotter avec du sable fin – les mots ne sont nulle part dans le texte, mais je ne puis les en dissocier, et c’est encore avec du sable fin que la femme de Barbe-Bleue essaye d’effacer la tache de sang sur la clef – se trouvait quelque part sur le renflement du ventre en métal. Je sais maintenant que la lampe d’Aladdin était une lampe de cuivre, à bec, toute ronde et ouverte, comme les lampes grecques et arabes ; mais je ne la « vois » plus.
Revenons à la clef de Barbe-Bleue. Ce qui m’y plaisait c’est qu’elle était « fée », chose qui m’intriguait prodigieusement. Je n’y comprenais rien. Mais j’y pensais bien souvent. Hélas ! c’est une faute d’impression devenue traditionnelle. Dans l’ancienne édition (elle est bien rare) vous lirez que la clef était « féée »- fata, – enchantée, qu’on y avait fait oeuvre de fée. C’est très clair : seulement je ne peux plus y rêver.
La pantoufle de verre de Cendrillon,- comme ce verre me paraissait précieux, translucide, délicatement filé, à la manière des petits bougeoirs de Venise avec lesquels nous avions joué, – la pantoufle est en étoffe, en vair. Je ne la « vois » plus du tout.
Je me figurais avec une grande précision les olives vertes et luisantes, saupoudrées avec de la poudre d’or dans les vases de Camaralzaman ; le mur un peu délabré, veiné de lierre, gris de mousse, empli de soleil, au pied duquel le prince travaillait chez le jardinier ; la boutique de Bedreddin Hassan, devenu pâtissier ; l’arête fixée dans la gorge du petit bossu ; le gros livre empoisonné avec ses pages collées l’une contre l’autre et la tête de Durban soudée à la couverture de cuir brun du livre par le sang figé, comme un bout de bougie sur du suif glacé… Chères, chères images dont j’aime tant à revoir les couleurs quand je les trouve sous leur rubrique nel libro della mia memoria.
Le Souvenir d’un livre
Le souvenir de la première fois où on a lu un livre aimé se mêle étrangement au souvenir du lieu et au souvenir de l’heure et de la lumière. Aujourd’hui comme alors, la page m’apparaît à travers une brume verdâtre de décembre, ou éclatante sous le soleil de juin, et, près d’elle, de chères figures d’objets et de meubles qui ne sont plus. Comme, après avoir longtemps regardé une fenêtre, on revoit, en fermant les yeux, son spectre transparent à croisières noires, ainsi la feuille traversée de ses lignes s’éclaire, dans la mémoire, de son ancienne clarté. L’odeur aussi est évocatrice. Le premier livre que j’eus me fut rapporté d’Angleterre par ma gouvernante. J’avais quatre ans. Je me souviens nettement de son attitude et des plis de sa robe, d’une table à ouvrage placée vis-à-vis de la fenêtre, du livre à couverture rouge, neuf, brillant, et de l’odeur pénétrante qu’il exhalait entre ses pages : une odeur âcre de créosote et d’encre fraîche que les livres anglais nouvellement imprimés gardent assez longtemps. De ce livre je reparlerai plus tard : j’y ai appris à lire. Mais son odeur me donne encore aujourd’hui le frisson d’un nouveau monde entrevu, et la faim de l’intelligence. Encore aujourd’hui je ne reçois pas d’Angleterre un livre nouveau que je ne plonge ma figure entre ses pages jusqu’au fil qui le broche, pour humer son brouillard et sa fumée, et aspirer tout ce qui peut rester de ma joie d’enfance.
Le livre et le lit
Lire dans son lit est un plaisir de sécurité intellectuelle mêlée de bien-être. Mais il change de nature avec l’âge.
Souvenez-vous de la page la plus intéressante du gros roman que vous dévoriez après coucher, le soir, vers quinze ans, dans le moment où elle se brouille, s’assombrit, s’efface, tandis que la bougie brûlée à fond crépite, palpite bleue dans le bougeoir et s’éteint. Je m’éveillais le matin avant cinq heures pour tirer de leur cachette sous mon traversin les petits livres à cinq sous de la Bibliothèque Nationale. C’est là que j’ai lu les Paroles d’un croyant de Lamennais, et l’Enfer de Dante. Je n’ai jamais relu Lamennais ; mais j’ai l’impression d’un terrible souper de sept personnages (si j’ai bonne mémoire) où résonnait comme un son de fer fatal, que je reconnus plus tard dans un conte de Poe. Je mettais le petit livre sur l’oreiller pour recevoir la première pauvre lumière du jour ; et, couché sur le ventre, le menton soutenu par les coudes, j’aspirais les mots. Jamais je n’ai lu plus délicieusement. Il n’y a pas longtemps que j’ai essayé, un soir, de reprendre ma vieille position de cinq heures. Elle m’a paru insupportable.
Une charmante dame slave se plaignait un jour devant moi de n’avoir jamais trouvé la position « idéale » pour lire. Si on s’assied à une table, on ne se sent pas en « communion » avec le livre ; si on s’en approche, la tête entre les mains, il semble qu’on s’y noie, dans une sorte d’afflux sanguin. Dans un fauteuil, le livre pèse vite. Au lit, sur le dos, on prend froid aux bras ; souvent la lumière est mauvaise ; il y a de la gêne pour tourner les pages et, sur le côté, la moitié du livre échappe : ce n’est plus la véritable possession.
Voilà pourtant où il faut se résoudre. « C’est détestable pour les yeux », disent les bonnes gens. Ce sont de bonnes gens qui n’aiment point lire.
Seulement l’âge diminue le plaisir de l’acte défendu où on ne sera pas surpris, et de la sécurité où toutes les audaces de la fantaisie peuvent danser à l’aise. Restent la solitude douillette et tiède, le silence de la nuit, la dorure voilée que donne sous la lampe aux idées et aux meubles luisants l’approche du sommeil, la joie sûre d’avoir à soi, près de son coeur, le livre qu’on aime. Quant à ceux qui lisent au lit, « contre l’insomnie », ils me font l’effet de pleutres, admis à la table des dieux et qui demanderaient à prendre le nectar en pilules.
Robinson, Barbe-Bleue et Aladdin
Le plus haut plaisir du lecteur, comme de l’écrivain, est un plaisir d’hypocrite. Quand j’étais enfant, je m’enfermais au grenier pour lire un voyage au Pôle Nord, en mangeant un morceau de pain sec trempé dans un verre d’eau. Probablement j’avais bien déjeuné. Mais je me figurais mieux prendre part à la misère de mes héros.
Le vrai lecteur construit presque autant que l’auteur : seulement il bâtit entre les lignes. Celui qui ne sait pas lire dans le blanc des pages ne sera jamais bon gourmet de livres. La vue des mots comme le son des notes dans une symphonie amène une procession d’images qui vous conduit avec elles.
Je vois la grosse table mal équarrie où mange Robinson. Mange-t-il du chevreau ou du riz ? Attendez… nous allons voir. Tiens, il s’est fait un plat tout rond, en terre rouge. Voilà le perroquet qui crie : on lui donnera tout à l’heure un peu de blé nouveau. Nous irons en voler dans le tas de réserve, sous l’appentis. Le rhum que Robinson buvait, quand il était malade, était dans une grosse bouteille noire, avec des côtes. Le mot « fowling piece » (pièce à volailles), que je ne comprenais pas trop me donnait les imaginations les plus extraordinaires sur le fusil de Robinson. (Longtemps je me suis figuré que les « icoglans stupides » des Orientales étaient une espèce de caméléons. Encore aujourd’hui je fais violence à ma fantaisie pour lui persuader que ce ne sont que des gendarmes).
Comment était faite la lampe d’Aladdin ? A mon idée, un peu comme les lampes à huile de notre salle d’études. Aussi étais-je anxieux de la manière dont s’y prendrait Aladdin pour la vider. L’endroit où il fallait la frotter avec du sable fin – les mots ne sont nulle part dans le texte, mais je ne puis les en dissocier, et c’est encore avec du sable fin que la femme de Barbe-Bleue essaye d’effacer la tache de sang sur la clef – se trouvait quelque part sur le renflement du ventre en métal. Je sais maintenant que la lampe d’Aladdin était une lampe de cuivre, à bec, toute ronde et ouverte, comme les lampes grecques et arabes ; mais je ne la « vois » plus.
Revenons à la clef de Barbe-Bleue. Ce qui m’y plaisait c’est qu’elle était « fée », chose qui m’intriguait prodigieusement. Je n’y comprenais rien. Mais j’y pensais bien souvent. Hélas ! c’est une faute d’impression devenue traditionnelle. Dans l’ancienne édition (elle est bien rare) vous lirez que la clef était « féée »- fata, – enchantée, qu’on y avait fait oeuvre de fée. C’est très clair : seulement je ne peux plus y rêver.
La pantoufle de verre de Cendrillon,- comme ce verre me paraissait précieux, translucide, délicatement filé, à la manière des petits bougeoirs de Venise avec lesquels nous avions joué, – la pantoufle est en étoffe, en vair. Je ne la « vois » plus du tout.
Je me figurais avec une grande précision les olives vertes et luisantes, saupoudrées avec de la poudre d’or dans les vases de Camaralzaman ; le mur un peu délabré, veiné de lierre, gris de mousse, empli de soleil, au pied duquel le prince travaillait chez le jardinier ; la boutique de Bedreddin Hassan, devenu pâtissier ; l’arête fixée dans la gorge du petit bossu ; le gros livre empoisonné avec ses pages collées l’une contre l’autre et la tête de Durban soudée à la couverture de cuir brun du livre par le sang figé, comme un bout de bougie sur du suif glacé… Chères, chères images dont j’aime tant à revoir les couleurs quand je les trouve sous leur rubrique nel libro della mia memoria.
El recuerdo de un libro
El recuerdo de la primera vez que uno leyó un libro querido se mezcla extrañamente con el recuerdo del lugar y el recuerdo de la hora y de la luz. Hoy, como entonces, la página se me aparece a través de una bruma verdosa de diciembre, o brillante bajo el sol de junio, y, a su lado, queridas figuras de objetos y de muebles que ya no existen. Como, tras mucho haber mirado una ventana, uno vuelve a ver, al cerrar los ojos, su espectro transparente con travesaños negros, así la hoja atravesada por sus líneas se aclara, en la memoria, con su antigua claridad. El olor también es evocador. El primer libro que tuve me lo trajo de Inglaterra mi institutriz. Tenía cuatro años. Recuerdo con nitidez su actitud y los pliegues de su vestido, un costurero que se hallaba frente a la ventana, el libro de tapa roja, nuevo, brillante, y el olor penetrante que exhalaba de entre sus páginas: un olor acre a creosota y tinta fresca que los libros ingleses recién imprimidos conservan bastante tiempo. De este libro volveré a hablar más tarde: con él aprendí a leer. Pero su olor me da aún hoy el escalofrío de un nuevo mundo que vislumbré y el hambre de la inteligencia. Aún hoy no recibo de Inglaterra un libro nuevo sin que zambulla la cara entre sus páginas hasta el hilo que lo encuaderna, para inhalar su niebla y humo, y aspirar todo lo que pueda quedar de la alegría de mi infancia.
El libro y la cama
Leer en la cama es un placer de seguridad intelectual mezclada con bienestar. Pero cambia de naturaleza con la edad.
Recuerden la página más interesante de la gruesa novela que devoraban tras acostarse, por la noche, con unos quince años, en el momento en que esta se nubla, se oscurece, se borra, mientras que la vela quemada por completo crepita, palpita azul en el candelabro y se apaga. Me despertaba por la mañana antes de las cinco para sacar de su escondite bajo mi travesaño los libritos a cinco céntimos de la Biblioteca Nacional. Fue entonces cuando leí Palabras de un creyente de Lamennais y El Infierno de Dante. No he releído nunca a Lamennais, pero tengo la impresión de una terrible cena de siete personajes (si no me falla la memoria) en la que resonaba como un sonido de hierro funesto, que reconocí más tarde en un cuento de Poe. Ponía el librito sobre la almohada para recibir la primera y pobre luz del día; y, boca abajo, el mentón apoyado en los codos, aspiraba las palabras. Nunca he leído tan deliciosamente. No hace mucho que intenté, una noche, retomar mi antigua postura de las cinco. Me pareció insoportable.
Una encantadora dama eslava se quejaba un día ante mí de no haber encontrado jamás la postura «ideal» para leer. Si uno se sienta a una mesa, no está en «comunión» con el libro; si se acerca, con la cabeza entre las manos, parece que se ahoga en una especie de aflujo sanguíneo. En un sillón, el libro no tarda en pesar. En la cama, de espaldas, se enfría los brazos; a menudo la luz es mala; cuesta pasar las páginas y, de lado, la mitad del libro se escapa: ya no es una verdadera posesión.
Sin embargo, he aquí cuando hay que resolverse. «Es detestable para los ojos», dice la gente llana. Es gente llana a la que no le gusta leer.
Solo la edad disminuye el placer del acto prohibido en que no lo sorprenderán a uno y el de la seguridad de que todas las audacias de la fantasía pueden bailar a gusto. Quedan la soledad mullida y tibia, el silencio de la noche, la doradura velada que trae bajo la lámpara de ideas y muebles brillantes la cercanía del sueño, la alegría segura de tener para sí, junto al corazón, el libro que uno ama. En cuanto a los que leen en la cama, «contra el insomnio», me resultan cobardes, si los admitiesen a la mesa de los dioses pedirían tomar el néctar en píldoras.
Robinson, Barba Azul y Aladino
El mayor de los placeres del lector, así como del escritor, es un placer hipócrita. Cuando era niño, me encerraba en el desván a leer un viaje al Polo Norte, mientras comía un trozo de pan seco que mojaba en un vaso de agua. Es probable que hubiese desayunado bien. Pero me imaginaba que era mejor participar de la miseria de mis héroes.
El verdadero lector construye casi tanto como el autor: solo que construye entre líneas. Aquel que no sabe leer en el blanco de las páginas no será nunca un buen sibarita de libros. Ver las palabras como el sonido de las notas de una sinfonía trae una procesión de imágenes que lo guía a uno con ellas.
Veo la gran mesa mal escuadrada en que come Robinson. ¿Come cabrito o arroz? Espere… vamos a ver. Vaya, se ha hecho un plato redondo, de barro rojo. Ahí está el loro que grita: le daremos dentro de un rato un poco más de trigo. Iremos a robarlo del montón de reserva, bajo el cobertizo. El ron que Robinson bebía, cuando estaba enfermo, estaba en una gran botella negra, con estrías. La palabra «fowling piece» (pieza para aves), que no comprendía muy bien, me causaba las imaginaciones más extraordinarias sobre la escopeta de Robinson. (Durante mucho tiempo me imaginé que los «icoglanes estúpidos» de Las Orientales eran una especie de camaleones. Aún hoy fuerzo mi fantasía para convencerla de que solo son policías).
¿Cómo era la lámpara de Aladino? Según mi idea, un poco como las lámparas de aceite de nuestra sala de estudio. También estaba ansioso por la manera en que Aladino se las arreglaba para vaciarla. El lugar que había que frotar con arena fina ―las palabras no están en ninguna parte del texto, pero no puedo disociarlas, y también con arena fina intenta la mujer de Barba Azul borrar la mancha de sangre en la llave― se encontraba en algún sitio sobre el abultamiento de la panza de metal. Ahora sé que la lámpara de Aladino era una lámpara de cobre, con pico, redonda y abierta, como las lámparas griegas y árabes; pero ya no la «veo».
Volvamos a la llave de Barba Azul. Lo que me gustaba de ella es que estaba «alada», cosa que me intrigaba prodigiosamente. No comprendía nada. Pero pensaba a menudo en ello. ¡Ay! Era un error de impresión que se perpetuó. En la antigua edición (es muy escasa) leerá usted que la llave estaba «hadada» ―fata―, encantada, que había sido obra de un hada. Es evidente: solo que ya no puedo soñar con ella.
El zapato de cristal de Cenicienta ―qué preciado me parecía ese cristal, translúcido, moldeado con delicadeza, al estilo de los pequeños candeleros de Venecia con los que habíamos jugado―, el zapato es de tela gris cian. Ya no lo «veo» en absoluto.
Me imaginaba con gran precisión las aceitunas verdes y relucientes, espolvoreadas con polvo de oro en las vasijas de Camaralzamán; el muro un poco en ruinas, veteado con hiedra, gris del musgo, lleno de sol, a cuyo pie el príncipe trabajaba en casa del jardinero; la tienda de Badreddín Hasan, que había llegado a pastelero; la espina clavada en la garganta del pequeño jorobado; el gran libro envenenado con las páginas pegadas las unas a las otras y la cabeza de Durban soldada a la tapa de cuero marrón del libro por la sangre coagulada, como un trozo de vela sobre sebo helado… Queridas, queridas imágenes que tanto me gusta ver de nuevo cuando las encuentro en su rúbrica nel libro della mia memoria.
Mateo Pierre Avit Ferrero cursó en la Universidad de Salamanca el grado en Traducción e Interpretación, y la maestría en Gestión
Cultural. Le concedieron el I Premio Complutense de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra» por una selección de textos
de Marcel Schwob. Se dedica a la traducción editorial del francés y alemán, con una veintena de obras publicadas. Socio de ACE Traductores, fue vocal de la junta rectora y su representante en alitral (Alianza Iberoamericana para la Promoción de la Traducción
Literaria).