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Del lado de la casa de Swann (fragmento)

por Marcel Proust, traducción de Joaquín Otero Santillán

Traducción del francés por Joaquín Otero Santillán
Texto original de Marcel Proust
Edición por Alfonso Conde
Fotografía: «Jardin Le Pré catelan à Illiers-Combray» por Oxxo

Hacía ya muchos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama de mi hora de dormir, había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre, al ver que tenía frío, me ofreció tomar, en contra de mi costumbre, un poco de té. En un primer momento lo rechacé, y no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a buscar uno de esos pastelitos cortos y regordetes llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva ranurada de una concha de vieira. Y pronto, maquinalmente, agobiado por el lúgubre día y  la perspectiva de un triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en la que había dejado ablandar un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas del pastelito tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo extraordinario que ocurría en mí. Un delicioso placer me había invadido, aislado, sin la noción de su causa. Me había convertido de inmediato las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos, su brevedad en ilusoria, de la misma forma en que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, esa esencia no estaba en mí, esa esencia era yo. Había dejado de sentirme mediocre, insignificante, mortal. ¿De dónde podía haber venido esa potente alegría? Sentía que estaba relacionada con el gusto del té y del pastelito, pero que lo superaba infinitamente, que no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde provenía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo sorbo en el que no hallo nada más que en el primero, un tercero que me aporta un poco menos que el segundo. Es tiempo de que me detenga, la virtud del brebaje parece disminuir. Está claro que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Su virtud la ha detonado, pero no la conoce, y no puede sino repetir indefinidamente, con cada vez menos fuerza, ese mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero al menos poder pedirle nuevamente y reencontrar intacto, a mi disposición, en un rato, para una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi mente. Es a ella a quien le corresponde encontrar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre, siempre que la mente se siente superada por sí misma; cuando ella, la que busca, es al mismo tiempo el país oscuro donde debe buscar y donde todo su bagaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solo eso, crear. Se encuentra frente a algo que aún no es y que solo ella puede hacer realidad, y luego traer a su luz.

Y vuelvo a preguntarme cuál podía ser aquel estado desconocido, que no traía ninguna prueba lógica, pero la evidencia, de su felicidad, de su realidad, frente a la cual las otras se desvanecían. Quiero intentar hacerlo aparecer de nuevo. Regreso con el pensamiento al momento en que tomé la primera cucharada de té. Me encuentro con el mismo estado, sin una nueva claridad. Le pido a mi mente un esfuerzo más, que vuelva a traerme la sensación que se escapa. Y para que nada quiebre el impulso para intentar recuperarla, alejo todo obstáculo, toda idea extranjera, protejo mis oídos y mi atención de los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi mente se agota sin conseguirlo, la fuerzo, al contrario, a tomar aquella distracción que le negaba, a pensar en otra cosa, a recuperarse antes de un intento supremo. Luego, por segunda vez, hago el vacío delante de ella, vuelvo a ponerle en frente el sabor aún reciente de aquel primer sorbo y siento estremecerse en mí algo que se desplaza, que quisiera elevarse, algo que se hubiera desanclado, a una gran profundidad. Siento la resistencia y oigo el murmullo de las distancias atravesadas.

Indudablemente, lo que palpita de esa manera en mi interior debe ser la imagen, el recuerdo visual que, atado a aquel sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero se debate demasiado lejos, de manera demasiado confusa. Apenas percibo el reflejo neutro en el cual se confunde el escurridizo torbellino de colores agitados; pero no consigo distinguir la forma, ni pedirle, como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, ni pedirle que me diga de qué circunstancia particular, de qué época del pasado proviene.

¿Acaso llegará hasta la superficie de mi clara conciencia aquel recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un idéntico instante vino desde tan lejos a solicitar, a conmover, a elevar desde el fondo de mí? No lo sé. Ahora ya no siento nada, se detuvo, volvió a descender tal vez. ¿Quién sabe si volverá a resurgir jamás de su noche? Diez veces debo volver a empezar, a inclinarme hacia él. Y cada vez, la cobardía que nos aleja de una tarea difícil, de una obra importante, me recomienda dejarlo ir, tomar mi té pensando simplemente en mis preocupaciones del día, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de golpe el recuerdo apareció. Aquel sabor era el del pequeño trozo de magdalena que el domingo por la mañana en Combray (ya que aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a darle los buenos días a su habitación, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tilo. La visión de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de que la hubiese probado; tal vez porque, habiéndolas percibido frecuentemente desde entonces, sin comerlas, en las repisas de los pasteleros, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes; tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados por tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se desintegraba; las formas, y también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto, habían sido abolidas, o adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiese permitido alcanzar la conciencia. Pero, cuando de un antiguo pasado no subsiste nada, luego de la muerte de los seres, luego de la destrucción de las cosas, solos, más frágiles, pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen aún mucho tiempo, como almas, recordando, esperando, anhelando, sobre la ruina de todo lo demás, cargando sin flaquear, sobre sus gotitas casi impalpables, el edificio enorme del recuerdo.

Y en cuanto reconocí el sabor del trozo de magdalena remojado en el tilo que me daba mi tía (aunque no supiese aún y debiese remitir a mucho más tarde el descubrir por qué ese recuerdo me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris que daba a la calle, en donde quedaba su habitación, vino como un decorado de teatro a colocarse sobre el pequeño pabellón que daba al jardín, que habíamos construido para mis padres en la parte de atrás (esa porción truncada que era lo único que había podido volver a ver hasta ese momento); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y bajo todos los climas, la plaza donde me mandaban antes de almorzar, las calles donde iba a hacer compras, los caminos que tomábamos si hacía buen tiempo. Y como en ese juego en el que los japoneses se entretienen mojando en un bol de porcelana lleno de agua pequeños pedazos de papel hasta entonces indistintos, que apenas sumergidos, se estiran, se contornean, se colorean, se diferencian, se vuelven flores, casas, personas consistentes y reconocibles, de igual manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.

Il y avait déjà bien des années que, de Combray, tout ce qui n’était pas le théâtre et le drame de mon coucher, n’existait plus pour moi, quand un jour d’hiver, comme je rentrais à la maison, ma mère, voyant que j’avais froid, me proposa de me faire prendre, contre mon habitude, un peu de thé. Je refusai d’abord et, je ne sais pourquoi, me ravisai. Elle envoya chercher un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblent avoir été moulés dans la valve rainurée d’une coquille de Saint- Jacques. Et bientôt, machinalement, accablé par la morne journée et la perspective d’un triste lendemain, je portai à mes lèvres une cuillerée du thé où j’avais laissé s’amollir un morceau de madeleine. Mais à l’instant même où la gorgée mêlée des miettes du gâteau toucha mon palais, je tressaillis, attentif à ce qui se passait d’extraordinaire en moi. Un plaisir délicieux m’avait envahi, isolé, sans la notion de sa cause. Il m’avait aussitôt rendu les vicissitudes de la vie indifférentes, ses désastres inoffensifs, sa brièveté illusoire, de la même façon qu’opère l’amour, en me remplissant d’une essence précieuse: ou plutôt cette essence n’était pas en moi, elle était moi. J’avais cessé de me sentir médiocre, contingent, mortel. D’où avait pu me venir cette puissante joie? Je sentais qu’elle était liée au goût du thé et du gâteau, mais qu’elle le dépassait infiniment, ne devait pas être de même nature. D’où venait-elle? Que signifiait-elle? Où l’appréhender? Je bois une seconde gorgée où je ne trouve rien de plus que dans la première, une troisième qui m’apporte un peu moins que la seconde. Il est temps que je m’arrête, la vertu du breuvage semble diminuer. Il est clair que la vérité que je cherche n’est pas en lui, mais en moi. Il l’y a éveillée, mais ne la connaît pas, et ne peut que répéter indéfiniment, avec de moins en moins de force, ce même témoignage que je ne sais pas interpréter et que je veux au moins pouvoir lui redemander et retrouver intact, à ma disposition, tout à l’heure, pour un éclaircissement décisif. Je pose la tasse et me tourne vers mon esprit. C’est à lui de trouver la vérité. Mais comment? Grave incertitude, toutes les fois que l’esprit se sent dépassé par lui−même; quand lui, le chercheur, est tout ensemble le pays obscur où il doit chercher et où tout son bagage ne lui sera de rien. Chercher? Pas seulement: créer. Il est en face de quelque chose qui n’est pas encore et que seul il peut réaliser, puis faire entrer dans sa lumière. 

Et je recommence à me demander quel pouvait être cet état inconnu, qui n’apportait aucune preuve logique, mais l’évidence, de sa félicité, de sa réalité devant laquelle les autres s’évanouissaient. Je veux essayer de le faire réapparaître. Je rétrograde par la pensée au moment où je pris la première cuillerée de thé. Je retrouve le même état, sans une clarté nouvelle. Je demande à mon esprit un effort de plus, de ramener encore une fois la sensation qui s’enfuit. Et, pour que rien ne brise l’élan dont il va tâcher de la ressaisir, j’écarte tout obstacle, toute idée étrangère, j’abrite mes oreilles et mon attention contre les bruits de la chambre voisine. Mais sentant mon esprit qui se fatigue sans réussir, je le force au contraire à prendre cette distraction que je lui refusais, à penser à autre chose, à se refaire avant une tentative suprême. Puis une deuxième fois, je fais le vide devant lui, je remets en face de lui la saveur encore récente de cette première gorgée et je sens tressaillir en moi quelque chose qui se déplace, voudrait s’élever, quelque chose qu’on aurait désancré, à une grande profondeur; je ne sais ce que c’est, mais cela monte lentement; j’éprouve la résistance et j’entends la rumeur des distances traversées. 

Certes, ce qui palpite ainsi au fond de moi, ce doit être l’image, le souvenir visuel, qui, lié à cette saveur, tente de la suivre jusqu’à moi. Mais il se débat trop loin, trop confusément; à peine si je perçois le reflet neutre où se confond l’insaisissable tourbillon des couleurs remuées ; mais je ne peux distinguer la forme, lui demander, comme au seul interprète possible, de me traduire le témoignage de sa contemporaine, de son inséparable compagne, la saveur, lui demander de m’apprendre de quelle circonstance particulière, de quelle époque du passé il s’agit.

Arrivera−t−il jusqu’à la surface de ma claire conscience, ce souvenir, l’instant ancien que l’attraction d’un instant identique est venue de si loin solliciter, émouvoir, soulever tout au fond de moi? Je ne sais. Maintenant je ne sens plus rien, il est arrêté, redescendu peut−être; qui sait s’il remontera jamais de sa nuit? Dix fois il me faut recommencer, me pencher vers lui. Et chaque fois la lâcheté qui nous détourne de toute tâche difficile, de toute oeuvre importante, m’a conseillé de laisser cela, de boire mon thé en pensant simplement à mes ennuis d’aujourd’hui, à mes désirs de demain qui se laissent remâcher sans peine.

Et tout d’un coup le souvenir m’est apparu. Ce goût c’était celui du petit morceau de madeleine que le dimanche matin à Combray (parce que ce jour-là je ne sortais pas avant l’heure de la messe), quand j’allais lui dire bonjour dans sa chambre, ma tante Léonie m’offrait après l’avoir trempé dans son infusion de thé ou de tilleul. La vue de la petite madeleine ne m’avait rien rappelé avant que je n’y eusse goûté; peut-être parce que, en ayant souvent aperçu depuis, sans en manger, sur les tablettes des pâtissiers, leur image avait quitté ces jours de Combray pour se lier à d’autres plus récents; peut-être parce que de ces souvenirs abandonnés si longtemps hors de la mémoire, rien ne survivait, tout s’était désagrégé; les formes- et celle aussi du petit coquillage de pâtisserie, si grassement sensuel, sous son plissage sévère et dévot- s’étaient abolies, ou, ensommeillées, avaient perdu la force d’expansion qui leur eût permis de rejoindre la conscience. Mais, quand d’un passé ancien rien ne subsiste, après la mort des êtres, après la destruction des choses, seules, plus frêles mais plus vivaces, plus immatérielles, plus persistantes, plus fidèles, l’odeur et la saveur restent encore longtemps, comme des âmes, à se rappeler, à attendre, à espérer, sur la ruine de tout le reste, à porter sans fléchir, sur leur gouttelette presque impalpable, l’édifice immense du souvenir. 

Et dès que j’eus reconnu le goût du morceau de madeleine trempé dans le tilleul que me donnait ma tante (quoique je ne susse pas encore et dusse remettre à bien plus tard de découvrir pourquoi ce souvenir me rendait si heureux), aussitôt la vieille maison grise sur la rue, où était sa chambre, vint comme un décor de théâtre s’appliquer au petit pavillon, donnant sur le jardin, qu’on avait construit pour mes parents sur ses derrières (ce pan tronqué que seul j’avais revu jusque là); et avec la maison, la ville, depuis le matin jusqu’au soir et par tous les temps, la Place où on m’envoyait avant déjeuner, les rues où j’allais faire des courses, les chemins qu’on prenait si le temps était beau. Et comme dans ce jeu où les Japonais s’amusent à tremper dans un bol de porcelaine rempli d’eau, de petits morceaux de papier jusque-là indistincts qui, à peine y sont-ils plongés s’étirent, se contournent, se colorent, se différencient, deviennent des fleurs, des maisons, des personnages consistants et reconnaissables, de même maintenant toutes les fleurs de notre jardin et celles du parc de M. Swann, et les nymphéas de la Vivonne, et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray et ses environs, tout cela qui prend forme et solidité, est sorti, ville et jardins, de ma tasse de thé.

Il y avait déjà bien des années que, de Combray, tout ce qui n’était pas le théâtre et le drame de mon coucher, n’existait plus pour moi, quand un jour d’hiver, comme je rentrais à la maison, ma mère, voyant que j’avais froid, me proposa de me faire prendre, contre mon habitude, un peu de thé. Je refusai d’abord et, je ne sais pourquoi, me ravisai. Elle envoya chercher un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblent avoir été moulés dans la valve rainurée d’une coquille de Saint- Jacques. Et bientôt, machinalement, accablé par la morne journée et la perspective d’un triste lendemain, je portai à mes lèvres une cuillerée du thé où j’avais laissé s’amollir un morceau de madeleine. Mais à l’instant même où la gorgée mêlée des miettes du gâteau toucha mon palais, je tressaillis, attentif à ce qui se passait d’extraordinaire en moi. Un plaisir délicieux m’avait envahi, isolé, sans la notion de sa cause. Il m’avait aussitôt rendu les vicissitudes de la vie indifférentes, ses désastres inoffensifs, sa brièveté illusoire, de la même façon qu’opère l’amour, en me remplissant d’une essence précieuse: ou plutôt cette essence n’était pas en moi, elle était moi. J’avais cessé de me sentir médiocre, contingent, mortel. D’où avait pu me venir cette puissante joie? Je sentais qu’elle était liée au goût du thé et du gâteau, mais qu’elle le dépassait infiniment, ne devait pas être de même nature. D’où venait-elle? Que signifiait-elle? Où l’appréhender? Je bois une seconde gorgée où je ne trouve rien de plus que dans la première, une troisième qui m’apporte un peu moins que la seconde. Il est temps que je m’arrête, la vertu du breuvage semble diminuer. Il est clair que la vérité que je cherche n’est pas en lui, mais en moi. Il l’y a éveillée, mais ne la connaît pas, et ne peut que répéter indéfiniment, avec de moins en moins de force, ce même témoignage que je ne sais pas interpréter et que je veux au moins pouvoir lui redemander et retrouver intact, à ma disposition, tout à l’heure, pour un éclaircissement décisif. Je pose la tasse et me tourne vers mon esprit. C’est à lui de trouver la vérité. Mais comment? Grave incertitude, toutes les fois que l’esprit se sent dépassé par lui−même; quand lui, le chercheur, est tout ensemble le pays obscur où il doit chercher et où tout son bagage ne lui sera de rien. Chercher? Pas seulement: créer. Il est en face de quelque chose qui n’est pas encore et que seul il peut réaliser, puis faire entrer dans sa lumière. 

Et je recommence à me demander quel pouvait être cet état inconnu, qui n’apportait aucune preuve logique, mais l’évidence, de sa félicité, de sa réalité devant laquelle les autres s’évanouissaient. Je veux essayer de le faire réapparaître. Je rétrograde par la pensée au moment où je pris la première cuillerée de thé. Je retrouve le même état, sans une clarté nouvelle. Je demande à mon esprit un effort de plus, de ramener encore une fois la sensation qui s’enfuit. Et, pour que rien ne brise l’élan dont il va tâcher de la ressaisir, j’écarte tout obstacle, toute idée étrangère, j’abrite mes oreilles et mon attention contre les bruits de la chambre voisine. Mais sentant mon esprit qui se fatigue sans réussir, je le force au contraire à prendre cette distraction que je lui refusais, à penser à autre chose, à se refaire avant une tentative suprême. Puis une deuxième fois, je fais le vide devant lui, je remets en face de lui la saveur encore récente de cette première gorgée et je sens tressaillir en moi quelque chose qui se déplace, voudrait s’élever, quelque chose qu’on aurait désancré, à une grande profondeur; je ne sais ce que c’est, mais cela monte lentement; j’éprouve la résistance et j’entends la rumeur des distances traversées. 

Certes, ce qui palpite ainsi au fond de moi, ce doit être l’image, le souvenir visuel, qui, lié à cette saveur, tente de la suivre jusqu’à moi. Mais il se débat trop loin, trop confusément; à peine si je perçois le reflet neutre où se confond l’insaisissable tourbillon des couleurs remuées ; mais je ne peux distinguer la forme, lui demander, comme au seul interprète possible, de me traduire le témoignage de sa contemporaine, de son inséparable compagne, la saveur, lui demander de m’apprendre de quelle circonstance particulière, de quelle époque du passé il s’agit.

Arrivera−t−il jusqu’à la surface de ma claire conscience, ce souvenir, l’instant ancien que l’attraction d’un instant identique est venue de si loin solliciter, émouvoir, soulever tout au fond de moi? Je ne sais. Maintenant je ne sens plus rien, il est arrêté, redescendu peut−être; qui sait s’il remontera jamais de sa nuit? Dix fois il me faut recommencer, me pencher vers lui. Et chaque fois la lâcheté qui nous détourne de toute tâche difficile, de toute oeuvre importante, m’a conseillé de laisser cela, de boire mon thé en pensant simplement à mes ennuis d’aujourd’hui, à mes désirs de demain qui se laissent remâcher sans peine.

Et tout d’un coup le souvenir m’est apparu. Ce goût c’était celui du petit morceau de madeleine que le dimanche matin à Combray (parce que ce jour-là je ne sortais pas avant l’heure de la messe), quand j’allais lui dire bonjour dans sa chambre, ma tante Léonie m’offrait après l’avoir trempé dans son infusion de thé ou de tilleul. La vue de la petite madeleine ne m’avait rien rappelé avant que je n’y eusse goûté; peut-être parce que, en ayant souvent aperçu depuis, sans en manger, sur les tablettes des pâtissiers, leur image avait quitté ces jours de Combray pour se lier à d’autres plus récents; peut-être parce que de ces souvenirs abandonnés si longtemps hors de la mémoire, rien ne survivait, tout s’était désagrégé; les formes- et celle aussi du petit coquillage de pâtisserie, si grassement sensuel, sous son plissage sévère et dévot- s’étaient abolies, ou, ensommeillées, avaient perdu la force d’expansion qui leur eût permis de rejoindre la conscience. Mais, quand d’un passé ancien rien ne subsiste, après la mort des êtres, après la destruction des choses, seules, plus frêles mais plus vivaces, plus immatérielles, plus persistantes, plus fidèles, l’odeur et la saveur restent encore longtemps, comme des âmes, à se rappeler, à attendre, à espérer, sur la ruine de tout le reste, à porter sans fléchir, sur leur gouttelette presque impalpable, l’édifice immense du souvenir. 

Et dès que j’eus reconnu le goût du morceau de madeleine trempé dans le tilleul que me donnait ma tante (quoique je ne susse pas encore et dusse remettre à bien plus tard de découvrir pourquoi ce souvenir me rendait si heureux), aussitôt la vieille maison grise sur la rue, où était sa chambre, vint comme un décor de théâtre s’appliquer au petit pavillon, donnant sur le jardin, qu’on avait construit pour mes parents sur ses derrières (ce pan tronqué que seul j’avais revu jusque là); et avec la maison, la ville, depuis le matin jusqu’au soir et par tous les temps, la Place où on m’envoyait avant déjeuner, les rues où j’allais faire des courses, les chemins qu’on prenait si le temps était beau. Et comme dans ce jeu où les Japonais s’amusent à tremper dans un bol de porcelaine rempli d’eau, de petits morceaux de papier jusque-là indistincts qui, à peine y sont-ils plongés s’étirent, se contournent, se colorent, se différencient, deviennent des fleurs, des maisons, des personnages consistants et reconnaissables, de même maintenant toutes les fleurs de notre jardin et celles du parc de M. Swann, et les nymphéas de la Vivonne, et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray et ses environs, tout cela qui prend forme et solidité, est sorti, ville et jardins, de ma tasse de thé.

Hacía ya muchos años que, de Combray, todo lo que no fuera el teatro y el drama de mi hora de dormir, había dejado de existir para mí, cuando un día de invierno, al regresar a casa, mi madre, al ver que tenía frío, me ofreció tomar, en contra de mi costumbre, un poco de té. En un primer momento lo rechacé, y no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a buscar uno de esos pastelitos cortos y regordetes llamados Pequeñas Magdalenas, que parecen haber sido moldeados en la valva ranurada de una concha de vieira. Y pronto, maquinalmente, agobiado por el lúgubre día y  la perspectiva de un triste mañana, llevé a mis labios una cucharada de té en la que había dejado ablandar un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo mezclado con las migas del pastelito tocó mi paladar, me estremecí, atento a lo extraordinario que ocurría en mí. Un delicioso placer me había invadido, aislado, sin la noción de su causa. Me había convertido de inmediato las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos, su brevedad en ilusoria, de la misma forma en que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o mejor dicho, esa esencia no estaba en mí, esa esencia era yo. Había dejado de sentirme mediocre, insignificante, mortal. ¿De dónde podía haber venido esa potente alegría? Sentía que estaba relacionada con el gusto del té y del pastelito, pero que lo superaba infinitamente, que no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde provenía? ¿Qué significaba? ¿Dónde aprehenderla? Bebo un segundo sorbo en el que no hallo nada más que en el primero, un tercero que me aporta un poco menos que el segundo. Es tiempo de que me detenga, la virtud del brebaje parece disminuir. Está claro que la verdad que busco no está en él, sino en mí. Su virtud la ha detonado, pero no la conoce, y no puede sino repetir indefinidamente, con cada vez menos fuerza, ese mismo testimonio que no sé interpretar y que quiero al menos poder pedirle nuevamente y reencontrar intacto, a mi disposición, en un rato, para una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi mente. Es a ella a quien le corresponde encontrar la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre, siempre que la mente se siente superada por sí misma; cuando ella, la que busca, es al mismo tiempo el país oscuro donde debe buscar y donde todo su bagaje no le servirá de nada. ¿Buscar? No solo eso, crear. Se encuentra frente a algo que aún no es y que solo ella puede hacer realidad, y luego traer a su luz.

Y vuelvo a preguntarme cuál podía ser aquel estado desconocido, que no traía ninguna prueba lógica, pero la evidencia, de su felicidad, de su realidad, frente a la cual las otras se desvanecían. Quiero intentar hacerlo aparecer de nuevo. Regreso con el pensamiento al momento en que tomé la primera cucharada de té. Me encuentro con el mismo estado, sin una nueva claridad. Le pido a mi mente un esfuerzo más, que vuelva a traerme la sensación que se escapa. Y para que nada quiebre el impulso para intentar recuperarla, alejo todo obstáculo, toda idea extranjera, protejo mis oídos y mi atención de los ruidos de la habitación vecina. Pero al sentir que mi mente se agota sin conseguirlo, la fuerzo, al contrario, a tomar aquella distracción que le negaba, a pensar en otra cosa, a recuperarse antes de un intento supremo. Luego, por segunda vez, hago el vacío delante de ella, vuelvo a ponerle en frente el sabor aún reciente de aquel primer sorbo y siento estremecerse en mí algo que se desplaza, que quisiera elevarse, algo que se hubiera desanclado, a una gran profundidad. Siento la resistencia y oigo el murmullo de las distancias atravesadas.

Indudablemente, lo que palpita de esa manera en mi interior debe ser la imagen, el recuerdo visual que, atado a aquel sabor, intenta seguirlo hasta mí. Pero se debate demasiado lejos, de manera demasiado confusa. Apenas percibo el reflejo neutro en el cual se confunde el escurridizo torbellino de colores agitados; pero no consigo distinguir la forma, ni pedirle, como al único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero, el sabor, ni pedirle que me diga de qué circunstancia particular, de qué época del pasado proviene.

¿Acaso llegará hasta la superficie de mi clara conciencia aquel recuerdo, el instante antiguo que la atracción de un idéntico instante vino desde tan lejos a solicitar, a conmover, a elevar desde el fondo de mí? No lo sé. Ahora ya no siento nada, se detuvo, volvió a descender tal vez. ¿Quién sabe si volverá a resurgir jamás de su noche? Diez veces debo volver a empezar, a inclinarme hacia él. Y cada vez, la cobardía que nos aleja de una tarea difícil, de una obra importante, me recomienda dejarlo ir, tomar mi té pensando simplemente en mis preocupaciones del día, en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.

Y de golpe el recuerdo apareció. Aquel sabor era el del pequeño trozo de magdalena que el domingo por la mañana en Combray (ya que aquel día no salía antes de la hora de la misa), cuando iba a darle los buenos días a su habitación, me ofrecía mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tilo. La visión de la pequeña magdalena no me había recordado nada antes de que la hubiese probado; tal vez porque, habiéndolas percibido frecuentemente desde entonces, sin comerlas, en las repisas de los pasteleros, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes; tal vez porque de aquellos recuerdos abandonados por tanto tiempo fuera de la memoria, nada sobrevivía, todo se desintegraba; las formas, y también aquella de la pequeña concha de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto, habían sido abolidas, o adormecidas, habían perdido la fuerza de expansión que les hubiese permitido alcanzar la conciencia. Pero, cuando de un antiguo pasado no subsiste nada, luego de la muerte de los seres, luego de la destrucción de las cosas, solos, más frágiles, pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen aún mucho tiempo, como almas, recordando, esperando, anhelando, sobre la ruina de todo lo demás, cargando sin flaquear, sobre sus gotitas casi impalpables, el edificio enorme del recuerdo.

Y en cuanto reconocí el sabor del trozo de magdalena remojado en el tilo que me daba mi tía (aunque no supiese aún y debiese remitir a mucho más tarde el descubrir por qué ese recuerdo me hacía tan feliz), de inmediato la vieja casa gris que daba a la calle, en donde quedaba su habitación, vino como un decorado de teatro a colocarse sobre el pequeño pabellón que daba al jardín, que habíamos construido para mis padres en la parte de atrás (esa porción truncada que era lo único que había podido volver a ver hasta ese momento); y con la casa, la ciudad, desde la mañana hasta la noche y bajo todos los climas, la plaza donde me mandaban antes de almorzar, las calles donde iba a hacer compras, los caminos que tomábamos si hacía buen tiempo. Y como en ese juego en el que los japoneses se entretienen mojando en un bol de porcelana lleno de agua pequeños pedazos de papel hasta entonces indistintos, que apenas sumergidos, se estiran, se contornean, se colorean, se diferencian, se vuelven flores, casas, personas consistentes y reconocibles, de igual manera ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y los nenúfares del Vivonne, y las buenas gentes del pueblo y sus pequeñas moradas y la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo aquello que toma forma y solidez, salió, ciudad y jardines, de mi taza de té.

Joaquín Otero Santillán es historiador y arqueólogo, ha tenido la fortuna de viajar y de vivir en diversos países a lo largo de su vida. Siendo argentino, reside en Bogotá desde hace 11 años, ciudad donde se instaló luego de haber vivido en París durante una década. Allí, al contar con el baccalauréat, tuvo la oportunidad de realizar sus estudios universitarios, lo que le permite tener una relación muy íntima con el francés. Apasionado por la escritura, los libros, los idiomas y los viajes, el mundo de la traducción le brinda la posibilidad de combinar estos intereses en una excepcional actividad.